Los obispos españoles y el dinero
Cuando hablo aquí de los obispos españoles, me refiero a todos. A los que hablan de este asunto. Y a los que no dicen nada de esto. A los que están en activo. Y a los jubilados. Porque en esta cuestión, y tal como están las cosas, el silencio es complicidad. El silencio de los obispos y de quienes no somos obispos. Y es que, lo que está en juego, es el hambre y el sufrimiento - y la ejemplaridad ante ese espantoso problema - de millones de españoles. En este caso, quedarse con los brazos cruzados es hacerse responsable del padecimiento de las víctimas. Y además, eso es fomentar todavía más el descrédito de la Iglesia, la burla, la mofa y la risa de tantas gentes ante las cosas que hacen y dicen que se presentan ante la sociedad española como los “sucesores de los Apóstoles”.
Pues bien, hablando de los “Apóstoles”, sabemos que, cuando Jesús los mandó a predicar el Evangelio, lo primero que hizo fue prohibirles severamente que llevaran o que manejaran dinero: “ni oro, ni plata, ni calderilla...” (Mt 10, 9...). Es decir, Jesús se dio cuenta de que, para transmitir el Evangelio, el dinero, no sólo no ayuda, sino que (sobre todo) es un estorbo, es un impedimento. Cuando Jesús dijo esto, lo que en realidad estaba afirmando es que la condición indispensable para transmitir el Evangelio es la ejemplaridad, la claridad y la transparencia de la propia vida. El que no tiene dinero, no tiene nada que ocultar. Y el que oculta (lo que sea) en asuntos de dinero, lo mejor que hace es dedicarse a cualquier otra cosa, que no sea el Evangelio. ¿Cómo va a explicar las Bienaventuranzas, el Sermón del Monte, las numerosas parábolas de los evangelios, que desentrañan la maldad que lleva consigo la codicia por el dinero, si eso lo hace un individuo o una institución que mantiene buenas relaciones con los “mercados” ésos de los que tanto se habla ahora?
Sin duda alguna, quien mejor se dio cuenta del peligro, que representa el dinero, para anunciar el Evangelio de Cristo, fue san Pablo. La solución que él encontró fue tajante: no vivir de su “apostolado”, sino de su “trabajo”. Y así lo proclamó a los cuatro vientos: “Recordad si no, hermanos, nuestros sudores y fatigas; trabajando día y noche para no ser una carga para nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios” (1 Tes 2, 9). Pablo insiste en esta misma idea una y otra vez (1Tes 4, 10 ss; 2 Tes 3, 6-12; 1 Cor 4, 12; 9, 4-18; 2 Cor 11, 7-12; 12, 13-18; Hech 20, 33-35; 18, 1-4). Y conste que Pablo era consciente de que quien se dedica a una tarea religiosa, apostólica, tiene derecho a ser recompensado por aquellos que se benefician de esa tarea. Por supuesto, jamás se le ocurrió a san Pablo que los poderes públicos, o la ciudadanía en general, tuvieran que mantener a los predicadores o catequistas de una determinada confesión religiosa. ¿Cómo se le iba a ocurrir a Pablo semejante disparate? Pero es que Pablo llegó hasta el fondo del asunto: aunque sabía tener derecho a beneficiarse de su apostolado, afirma con toda claridad: “nunca hemos hecho uso de ese derecho; al contrario, todo lo soportamos para no crear obstáculo alguno al Evangelio de Cristo” (1 Cor 9, 12). Por tanto, Pablo sabía que hay “derechos” (no hablo de “privilegios”) que pueden constituir - y de hecho lo constituyen - un serio impedimento para que mucha gente acepte el mensaje del Evangelio.
Lo grave de la postura, que ha asumido la Conferencia Episcopal Española, está en que, en el caso de la España actual, los obispos no están dispuestos a renunciar a un derecho, sino ni siquiera a un privilegio. Este punto capital ha sido analizado al detalle por expertos que saben bien de lo que hablan. Hace más de diez años, el profesor Julio Jiménez Escobar defendió una excelente tesis doctoral, en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales (ETEA), de Córdoba: “Los beneficios fiscales de la Iglesia Católica” (editada por Desclée, Bilbao, 2002), en la que, entre otras cuestiones de importancia, defiende y demuestra que la Iglesia española goza ahora mismo de más privilegios económicos que los que obtuvo con el concordato del año 1952, en tiempos de Franco.
Durante siglos, la Iglesia ha podido “justificar” sus posesiones, sus bienes, sus privilegios legales, fiscales, sus abundantes beneficios de todo tipo. No sé si esta situación se va a prolongar mucho tiempo. Sospecho que no. En todo caso, y sea lo que sea de este asunto, confieso que, cuando me entero de las cosas que dicen algunos obispos sobre esta cuestión (recientemente Mons. Martínez Camino), siento vergüenza ajena. Y vergüenza propia. Pienso mucho en el dolor de los que sufren las peores consecuencias de la crisis. Y me da pena de esta Iglesia que, por boca de sus más altos representantes, da señales de haber entrado en un proceso de descomposición que difícilmente va a tener vuelta atrás.
Pues bien, hablando de los “Apóstoles”, sabemos que, cuando Jesús los mandó a predicar el Evangelio, lo primero que hizo fue prohibirles severamente que llevaran o que manejaran dinero: “ni oro, ni plata, ni calderilla...” (Mt 10, 9...). Es decir, Jesús se dio cuenta de que, para transmitir el Evangelio, el dinero, no sólo no ayuda, sino que (sobre todo) es un estorbo, es un impedimento. Cuando Jesús dijo esto, lo que en realidad estaba afirmando es que la condición indispensable para transmitir el Evangelio es la ejemplaridad, la claridad y la transparencia de la propia vida. El que no tiene dinero, no tiene nada que ocultar. Y el que oculta (lo que sea) en asuntos de dinero, lo mejor que hace es dedicarse a cualquier otra cosa, que no sea el Evangelio. ¿Cómo va a explicar las Bienaventuranzas, el Sermón del Monte, las numerosas parábolas de los evangelios, que desentrañan la maldad que lleva consigo la codicia por el dinero, si eso lo hace un individuo o una institución que mantiene buenas relaciones con los “mercados” ésos de los que tanto se habla ahora?
Sin duda alguna, quien mejor se dio cuenta del peligro, que representa el dinero, para anunciar el Evangelio de Cristo, fue san Pablo. La solución que él encontró fue tajante: no vivir de su “apostolado”, sino de su “trabajo”. Y así lo proclamó a los cuatro vientos: “Recordad si no, hermanos, nuestros sudores y fatigas; trabajando día y noche para no ser una carga para nadie, proclamamos entre vosotros el Evangelio de Dios” (1 Tes 2, 9). Pablo insiste en esta misma idea una y otra vez (1Tes 4, 10 ss; 2 Tes 3, 6-12; 1 Cor 4, 12; 9, 4-18; 2 Cor 11, 7-12; 12, 13-18; Hech 20, 33-35; 18, 1-4). Y conste que Pablo era consciente de que quien se dedica a una tarea religiosa, apostólica, tiene derecho a ser recompensado por aquellos que se benefician de esa tarea. Por supuesto, jamás se le ocurrió a san Pablo que los poderes públicos, o la ciudadanía en general, tuvieran que mantener a los predicadores o catequistas de una determinada confesión religiosa. ¿Cómo se le iba a ocurrir a Pablo semejante disparate? Pero es que Pablo llegó hasta el fondo del asunto: aunque sabía tener derecho a beneficiarse de su apostolado, afirma con toda claridad: “nunca hemos hecho uso de ese derecho; al contrario, todo lo soportamos para no crear obstáculo alguno al Evangelio de Cristo” (1 Cor 9, 12). Por tanto, Pablo sabía que hay “derechos” (no hablo de “privilegios”) que pueden constituir - y de hecho lo constituyen - un serio impedimento para que mucha gente acepte el mensaje del Evangelio.
Lo grave de la postura, que ha asumido la Conferencia Episcopal Española, está en que, en el caso de la España actual, los obispos no están dispuestos a renunciar a un derecho, sino ni siquiera a un privilegio. Este punto capital ha sido analizado al detalle por expertos que saben bien de lo que hablan. Hace más de diez años, el profesor Julio Jiménez Escobar defendió una excelente tesis doctoral, en la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales (ETEA), de Córdoba: “Los beneficios fiscales de la Iglesia Católica” (editada por Desclée, Bilbao, 2002), en la que, entre otras cuestiones de importancia, defiende y demuestra que la Iglesia española goza ahora mismo de más privilegios económicos que los que obtuvo con el concordato del año 1952, en tiempos de Franco.
Durante siglos, la Iglesia ha podido “justificar” sus posesiones, sus bienes, sus privilegios legales, fiscales, sus abundantes beneficios de todo tipo. No sé si esta situación se va a prolongar mucho tiempo. Sospecho que no. En todo caso, y sea lo que sea de este asunto, confieso que, cuando me entero de las cosas que dicen algunos obispos sobre esta cuestión (recientemente Mons. Martínez Camino), siento vergüenza ajena. Y vergüenza propia. Pienso mucho en el dolor de los que sufren las peores consecuencias de la crisis. Y me da pena de esta Iglesia que, por boca de sus más altos representantes, da señales de haber entrado en un proceso de descomposición que difícilmente va a tener vuelta atrás.