El perdón de los pecados
Los tres evangelios sinópticos cuentan la curación de un paralítico al que Jesús, antes de curarlo, le dijo que sus pecados estaban perdonados (Mc 2, 1-13: Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26). Lo central de este relato no es la curación del enfermo, sino el perdón que Dios les concede al pecador. El relato de Mateo termina diciendo que la gente se quedó impresionada, al ver que Dios “ha dado a los hombres tal autoridad” (Mt 9, 8). Por tanto, somos los seres humanos los que tenemos el poder de perdonar los pecados. Por otra parte, cuando se escribieron los evangelios (en el s. I), en la Iglesia no había todavía “sacerdotes”. Porque de ellos no se habla en el cristianismo hasta bien entrado el s. III. Por tanto, en la Iglesia naciente, se tenía el convencimiento de que la facultad de perdonar pecados la había concedido Dios a los humanos, fueran quienes fueran.
Hasta que vino Jesús a este mundo, el poder de perdonar pecados era privilegio de los sacerdotes. Pero Jesús extendió ese privilegio de los clérigos y lo amplió a todo ser humano.
Para entender este asunto, lo primero que hay que preguntarse es lo que, ya Tomás de Aquino (s. XIII) tuvo el coraje de preguntarse: “¿El hombre puede ofender a Dios?”. Y responde: el hombre ofende a Dios “en tanto en cuanto se hace daño a sí mismo o se lo hace a los demás” (“Sum. contra gent.”, III, 122). No olvidemos que, las dos veces que el N. T. recuerda los mandamientos del Decálogo (Mt 19, 18 s, par. y Rom 13, 9), suprime los tres primeros, los que se refieren al “honor de Dios” y propone sólo los siete siguiente, los que se refieren al “provecho del prójimo”. Lo cual no quiere decir que a Jesús no le importase el honor de Dios. Lo que eso significa es que, a juicio de Jesús, los mortales ofendemos a Dios cuando nos ofendemos unos a otros, cuando nos hacemos daño unos a otros: “Lo que hicisteis con uno de éstos, a Mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). “Quien os rechaza a vosotros, me rechaza a Mí” (Lc 10, 16).
Por tanto, el perdón de los pecados tiene que ser perdón de los que se han ofendido entre sí: “Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 15; Mc 11, 25). No tiene sentido que uno ofenda a su mujer o a su vecino y luego vaya a pedirle perdón al cura. Seguramente, el cura le da la bendición y le dice que rece tres “padrenuestros”, pero el otro sigue peleado con la mujer o tratando mal al vecino, al empleado o a quien sea. Los confesionarios sirven, con demasiada frecuencia, para tranquilizar conciencias, mantener familias divididas o enfrentadas, justificar abusos fiscales, adormecer odios o cosas peores.
En consecuencia, uno peca cuando ofende o daña a otro ser humano. Y es a ese ser humano, al ofendido o dañado, al que tiene que pedirle el perdón. Y cuando esas dos personas se reconcilian entre sí, es cuando se produce la reconciliación con Dios. Tal es el significado de Mt 18, 15-20. En cuanto al texto de Jn 20, 23, de ahí no se puede deducir un precepto del Señor para tener que declarar todos los pecados, aun los ocultos, para obtener el perdón. Los textos bíblicos no dan para eso, ni justifican semejante práctica. Que es, en realidad, la práctica más poderosa que tiene el clero y a la que no quiere renunciar. Porque, con ese poder, los sacerdotes dominan lo que nadie puede dominar: las conciencias en su intimidad más honda.
Por otra parte, la doctrina y los cánones de la Ses. VII del concilio de Trento, que contiene el “Decreto sobre los sacramentos”, no es doctrina de fe. No puede serlo. Porque, en la Actas del Concilio se explica que, al iniciar la Sesión, la pregunta que se les hizo a los “Padre conciliares” fue que dijeran si, lo que en aquella Sesión se iba a condenar, eran “herejías” o “errores” (CT 5, 844, 31-32). Pero no se pusieron de acuerdo y por eso en el Proemio de esta Sesión se habla de “errores” y “haereses” (DH 1600). Es decir, no se pusieron de acuerdo sobre si el contenido de los cánones acerca de los sacramentos eran o no eran doctrina de fe.
Además, en el cap. 5º de la Ses. 14, al explicar la confesión de los pecados, el Concilio dice que “la Iglesia universal siempre entendió que la confesión íntegra de los pecados fue instituida por el Señor” (DH 1679). Eso es históricamente falso, como aseguran tanto los exegetas, como los historiadores mejor documentados. Por otra parte, en el cap. 6 de la misma Ses. 14, para justificar que el sacerdote tiene que conocer los pecados que perdona, se dice que la absolución es “a modo de un acto judicial” (DH 1685). En la primera redacción del texto, se había dicho que la absolución es un acto “verdaderamente judicial”. Pero fue tal la oposición que esa frase encontró entre los mismos obispos del Concilio, que, en lugar de “verdaderamente judicial”, se suavizó el texto diciendo que es “a modo de” (se sustituyó “vere” por “ad instar”). Porque realmente el sacramento no es un juicio, sino un acto de perdón y misericordia.
El perdón de los pecados no es el efecto que obtiene el que se somete a la vergüenza y la humillación de un juicio, sino la paz de la reconciliación entre las personas ofendidas, separadas, enemistadas, maltratadas. Lo importante no es la “sumisión” al clero, sino la “reconciliación” entre los humanos. Sólo así encontraremos la paz interior y el abrazo del Padre del Cielo.
Hasta que vino Jesús a este mundo, el poder de perdonar pecados era privilegio de los sacerdotes. Pero Jesús extendió ese privilegio de los clérigos y lo amplió a todo ser humano.
Para entender este asunto, lo primero que hay que preguntarse es lo que, ya Tomás de Aquino (s. XIII) tuvo el coraje de preguntarse: “¿El hombre puede ofender a Dios?”. Y responde: el hombre ofende a Dios “en tanto en cuanto se hace daño a sí mismo o se lo hace a los demás” (“Sum. contra gent.”, III, 122). No olvidemos que, las dos veces que el N. T. recuerda los mandamientos del Decálogo (Mt 19, 18 s, par. y Rom 13, 9), suprime los tres primeros, los que se refieren al “honor de Dios” y propone sólo los siete siguiente, los que se refieren al “provecho del prójimo”. Lo cual no quiere decir que a Jesús no le importase el honor de Dios. Lo que eso significa es que, a juicio de Jesús, los mortales ofendemos a Dios cuando nos ofendemos unos a otros, cuando nos hacemos daño unos a otros: “Lo que hicisteis con uno de éstos, a Mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). “Quien os rechaza a vosotros, me rechaza a Mí” (Lc 10, 16).
Por tanto, el perdón de los pecados tiene que ser perdón de los que se han ofendido entre sí: “Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6, 15; Mc 11, 25). No tiene sentido que uno ofenda a su mujer o a su vecino y luego vaya a pedirle perdón al cura. Seguramente, el cura le da la bendición y le dice que rece tres “padrenuestros”, pero el otro sigue peleado con la mujer o tratando mal al vecino, al empleado o a quien sea. Los confesionarios sirven, con demasiada frecuencia, para tranquilizar conciencias, mantener familias divididas o enfrentadas, justificar abusos fiscales, adormecer odios o cosas peores.
En consecuencia, uno peca cuando ofende o daña a otro ser humano. Y es a ese ser humano, al ofendido o dañado, al que tiene que pedirle el perdón. Y cuando esas dos personas se reconcilian entre sí, es cuando se produce la reconciliación con Dios. Tal es el significado de Mt 18, 15-20. En cuanto al texto de Jn 20, 23, de ahí no se puede deducir un precepto del Señor para tener que declarar todos los pecados, aun los ocultos, para obtener el perdón. Los textos bíblicos no dan para eso, ni justifican semejante práctica. Que es, en realidad, la práctica más poderosa que tiene el clero y a la que no quiere renunciar. Porque, con ese poder, los sacerdotes dominan lo que nadie puede dominar: las conciencias en su intimidad más honda.
Por otra parte, la doctrina y los cánones de la Ses. VII del concilio de Trento, que contiene el “Decreto sobre los sacramentos”, no es doctrina de fe. No puede serlo. Porque, en la Actas del Concilio se explica que, al iniciar la Sesión, la pregunta que se les hizo a los “Padre conciliares” fue que dijeran si, lo que en aquella Sesión se iba a condenar, eran “herejías” o “errores” (CT 5, 844, 31-32). Pero no se pusieron de acuerdo y por eso en el Proemio de esta Sesión se habla de “errores” y “haereses” (DH 1600). Es decir, no se pusieron de acuerdo sobre si el contenido de los cánones acerca de los sacramentos eran o no eran doctrina de fe.
Además, en el cap. 5º de la Ses. 14, al explicar la confesión de los pecados, el Concilio dice que “la Iglesia universal siempre entendió que la confesión íntegra de los pecados fue instituida por el Señor” (DH 1679). Eso es históricamente falso, como aseguran tanto los exegetas, como los historiadores mejor documentados. Por otra parte, en el cap. 6 de la misma Ses. 14, para justificar que el sacerdote tiene que conocer los pecados que perdona, se dice que la absolución es “a modo de un acto judicial” (DH 1685). En la primera redacción del texto, se había dicho que la absolución es un acto “verdaderamente judicial”. Pero fue tal la oposición que esa frase encontró entre los mismos obispos del Concilio, que, en lugar de “verdaderamente judicial”, se suavizó el texto diciendo que es “a modo de” (se sustituyó “vere” por “ad instar”). Porque realmente el sacramento no es un juicio, sino un acto de perdón y misericordia.
El perdón de los pecados no es el efecto que obtiene el que se somete a la vergüenza y la humillación de un juicio, sino la paz de la reconciliación entre las personas ofendidas, separadas, enemistadas, maltratadas. Lo importante no es la “sumisión” al clero, sino la “reconciliación” entre los humanos. Sólo así encontraremos la paz interior y el abrazo del Padre del Cielo.