¿Cambiar de voto?
Me sorprendió hace unos días el aluvión de preguntas que se formulaba el jesuita José Mª Rodríguez OlAIZOLA con indudable imaginación, ante las próxima elecciones:
Lo primero que toca ahora mismo es partir de algunas preguntas. ¿Voy a votar? ¿Qué motivos hay para hacerlo, y cuales para quedarme en casa? Y si al final voto, ¿a quién? ¿Por qué? ¿Qué me parece fundamental, innegociable, exigible a aquellos que gobiernen? ¿En qué estoy dispuesto a ser flexible, aunque no esté de acuerdo con algunos puntos de los programas -o con lo que sospecho que harán a pesar de las vaguedades y buenos deseos con que nos van a vender la solución para todos los problemas-? ¿Cómo compaginar el idealismo, o la capacidad de desear y soñar una sociedad buena, con el realismo de saber que la humana condición y los límites económicos ponen muchos límites a los buenos deseos? ¿Qué puede pasar si gobiernan unos? ¿Y si gobiernan otros? Y eso, ¿cómo beneficia y cómo perjudica o afecta a: los más frágiles, los más desprotegidos, la libertad de las personas, los derechos, la educación, la religión, la sanidad, la cultura, el medio ambiente? ¿Qué prejuicios tengo de antemano? (porque, como todos, los tengo. Sólidamente arraigados, y si me apuro, incuestionados).
Once preguntas que ya dejan clara la conclusión de que, para el que se las formula, el voto es algo cuestionable, que no es invariable o intocable.
Hay un pensamiento repetido, que ya quedó claro en la Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo actual, en la Gaudium et Spes: "La Iglesia no está ligada a sistema político alguno (GS 76). Desde entonces, las Notas que suele sacar la Conferencia episcopal española sobre las elecciones intentan clarificar que ningún partido satisface plenamente las exigencias del Evangelio y que, por lo tanto, el católico consciente debe discernir qué partido satisface mejor las exigencias evangélicas; o al revés, qué oferta electoral se enfrenta menos con las exigencias más insoslayables del Evangelio.
Consecuencia de lo anterior parece ser que el católico consciente puede votar a cualquier partido, si estima que el elegido por él satisface mejor -o se enfrenta menos- al conjunto de las exigencias evangélicas.
Hasta aquí habría acuerdo. Pero lo vidrioso se presenta en la práctica, cuando algunos han dado por descontado que los partidos de la derecha (desde hace años, en España sólo el PP) eran los que que tenían que elegir los católicos porque los de la izquierda incumplían más claramente las exigencias eclesiales. El motivo que se solía aducir para ello era la permisividad ante el aborto, sin mirar a otras exigencias tan imperativas como el enfrentamiento al aborto. Todo el capítulo de las exigencias sociales -la búsqueda de lo que daña menos a los más pobres o lo que traerá más ventajas para los desposeídos- se solía poner menos en el platillo de la balanza a la hora de discernir. De acuerdo con esta opinión bastante generalizada, en las anteriores elecciones no eran infrecuentes los púlpitos que recomendaban el voto a la derecha y no faltaba incluso algún obispo que así lo dejaba claro, aunque es justo reconocer que las declaraciones oficiales eran menos explícitas en las aplicaciones prácticas.
Ha habido un hecho reciente que ha ayudado a equilibrar las opiniones. Los sectores más derechosos de la Iglesia se han sentido muy indignados por la cobardía de Rajoy y del PP (así la han solido calificar) ante el tema del aborto, al no haber considerado procedente (teniendo mayoría absoluta, se razonaba) el imponer medidas más severas frente a la práctica del aborto. Esta circunstancia ha dejado muy desconcertado a estos sectores de opinión, dispersando en algunos casos el voto de estas personas o conduciendo incluso a la abstención. Pero todavía se mantiene, generalmente, el anatema ante los partidos situados más a la izquierda, proyectando ahora sobre Podemos el sambenito, la oposición más radical, que en otros tiempos se practicó con rotundidad frente al Partido Ccomunista; algunos mantiene todavía también este maleficio sobre el PSOE, mientras que el posicionamiento frente a Ciudadanos se mantiene todavía más ambiguo.
Ante este concreto panorama, volviendo a lo planteado al comienzo, me resulta oportuno afirmar que el voto de los católicos no está a la fuerza determinado hacia ningún partido y que ningún partido se puede tampoco absolutamente excluir de un posible voto. En este sentido, conviene recordar la vieja teoría del mal menor -sobre la que tal vez habrá que volver, en otra ocasión- o lo que más modernamente se suele llamar el voto útil, esto es, el dar el apoyo y el voto a posiciones con las que el votante no está totalmente de acuerdo pero que estima más procedente, por causas ponderadas, en el momento actual. La viñeta de Forgues ilustra con humor esta posición.
Se puede votar con plena satisfacción de lo votado. Pero se puede también votar con menos agrado, cambiando el voto o confiándolo a un partido con el que no se está plenamente de acuerdo. De tejas abajo, los posicionamientos absolutos conviene desterrarlos.