Ha muerto Emilio Castillo, un jesuita ejemplar
De mi larga convivencia con él, recuerdo una escena singular. En el singular Colegio ECOS que la Compañía de Jesús tuvo hace años en las zonas altas de Elviria, en Marbella, Emilio Castillo usaba una furgoneta larga, alta y dura, marca JEEP. Un personaje muy sofisticado y cursi de la zona, le preguntó:
- Hermano Castillo, el coche ¿le derrapa?
Con estilo desenfadado, para deshacer la cursilería, respondió:
- Yo no sé si derrapa o no; lo que sé es que se me va de culo…
La anécdota retrata a la persona. Para conocer como era este personaje recién muerto, no es más útil recordar todo lo que hizo en las ciudades en las que vivió como jesuita: El Puerto de Santa María, Córdoba, Marbella, Málaga, Granada, Sevilla. Mejor para conocerlo es recorrer algunas características bien definidas en su rica personalidad. Puedo ahora recordarlas.
Prudente. A pesar de la anécdota jocosa que he mencionado, fue durante su larga vida –ha muerto con 88 años- un hombre muy prudente, que no decía una palabra de más, que sabía callarse para no deslumbrar o para no herir a los otros, que siempre estaba en su sitio. Sin esta cualidad no se explicaría que haya sido –en terminología jesuítica- consultor de las Casas en las que vivió y –más insólito, siendo Hermano- consultor de Provincia, además del puesto de gran confianza que ocupó como Administrador de la antigua Provincia Bética, que cubría el territorio de Andalucía y Canarias.
Generoso. Como ecónomo de las Casas en las que vivió, como Administrador de la Provincia jesuítica, fue siempre –en contra de lo que muchas veces suelen ser los administradores económicos- un hombre generoso. Era bastante austero para sí, pero para los demás siempre compraba lo mejor, siempre daba más de lo que se le pedía, sin regateos.
Delicado. Tal vez su rasgo más acentuado, la finura en el trato. No hería y sabía agradar. Era servicial con todos. Naturalmente muy inteligente, en todo su comportamiento, sabía estar, era siempre un hombre educado.
Humilde. No de pacotilla, sino de verdad. No se pavoneaba nunca por los cargos importantes que ocupó. Gustaba acogerse a su condición de lego para no sobresalir, para no aparentar, para no presumir. Para el observador, aquí radicaba la mejor riqueza de su personalidad.
Gusto por la vida. Fue portero del Recreativo Granada en su juventud –entró en la Compañía de Jesús con 20 años- y siempre le gustó el futbol. Saboreaba una buena mesa. Tenía amistades hondas. Constante lector de buena literatura. Le gustaba pintar, y no lo hacía mal como dibujante. Huyendo de falsos misticismos, no le hacía ascos a la vida.
Centrado en Dios. Sin duda, lo más hondo de su persona, lo que explica muchas de sus restantes características. Sacrificado, hacía oración, no dejaba la Eucaristía, era buen lector de la buena teología. El centro de su vida no estaba en las actividades que ejerció, sino en Dios.
Muchos años, durante el tiempo que estuvo en el Noviciado jesuita, fue manoductor, el arcaico término empleado para el que acompañaba e instruía a los entonces numerosos novicios coadjutores, una especie de ayudante del Maestro de Novicios. Fue realmente un ejemplo de buen Hermano Jesuita. No porque no tuviese cultura u oficios. Como los grandes Hermanos de la historia de la Compañía (pintores, arquitectos, gestores de lo temporal…), fue Hermano porque ésta era su vocación y porque quiso servir a Dios de esta forma peculiar. Un jesuita ejemplar. Su ejemplo merece ser reconocido incluso fuera de la Compañía de Jesús.
- Hermano Castillo, el coche ¿le derrapa?
Con estilo desenfadado, para deshacer la cursilería, respondió:
- Yo no sé si derrapa o no; lo que sé es que se me va de culo…
La anécdota retrata a la persona. Para conocer como era este personaje recién muerto, no es más útil recordar todo lo que hizo en las ciudades en las que vivió como jesuita: El Puerto de Santa María, Córdoba, Marbella, Málaga, Granada, Sevilla. Mejor para conocerlo es recorrer algunas características bien definidas en su rica personalidad. Puedo ahora recordarlas.
Prudente. A pesar de la anécdota jocosa que he mencionado, fue durante su larga vida –ha muerto con 88 años- un hombre muy prudente, que no decía una palabra de más, que sabía callarse para no deslumbrar o para no herir a los otros, que siempre estaba en su sitio. Sin esta cualidad no se explicaría que haya sido –en terminología jesuítica- consultor de las Casas en las que vivió y –más insólito, siendo Hermano- consultor de Provincia, además del puesto de gran confianza que ocupó como Administrador de la antigua Provincia Bética, que cubría el territorio de Andalucía y Canarias.
Generoso. Como ecónomo de las Casas en las que vivió, como Administrador de la Provincia jesuítica, fue siempre –en contra de lo que muchas veces suelen ser los administradores económicos- un hombre generoso. Era bastante austero para sí, pero para los demás siempre compraba lo mejor, siempre daba más de lo que se le pedía, sin regateos.
Delicado. Tal vez su rasgo más acentuado, la finura en el trato. No hería y sabía agradar. Era servicial con todos. Naturalmente muy inteligente, en todo su comportamiento, sabía estar, era siempre un hombre educado.
Humilde. No de pacotilla, sino de verdad. No se pavoneaba nunca por los cargos importantes que ocupó. Gustaba acogerse a su condición de lego para no sobresalir, para no aparentar, para no presumir. Para el observador, aquí radicaba la mejor riqueza de su personalidad.
Gusto por la vida. Fue portero del Recreativo Granada en su juventud –entró en la Compañía de Jesús con 20 años- y siempre le gustó el futbol. Saboreaba una buena mesa. Tenía amistades hondas. Constante lector de buena literatura. Le gustaba pintar, y no lo hacía mal como dibujante. Huyendo de falsos misticismos, no le hacía ascos a la vida.
Centrado en Dios. Sin duda, lo más hondo de su persona, lo que explica muchas de sus restantes características. Sacrificado, hacía oración, no dejaba la Eucaristía, era buen lector de la buena teología. El centro de su vida no estaba en las actividades que ejerció, sino en Dios.
Muchos años, durante el tiempo que estuvo en el Noviciado jesuita, fue manoductor, el arcaico término empleado para el que acompañaba e instruía a los entonces numerosos novicios coadjutores, una especie de ayudante del Maestro de Novicios. Fue realmente un ejemplo de buen Hermano Jesuita. No porque no tuviese cultura u oficios. Como los grandes Hermanos de la historia de la Compañía (pintores, arquitectos, gestores de lo temporal…), fue Hermano porque ésta era su vocación y porque quiso servir a Dios de esta forma peculiar. Un jesuita ejemplar. Su ejemplo merece ser reconocido incluso fuera de la Compañía de Jesús.