¿De dónde vengo? ¿a dónde voy?
Migración es una sencilla mudanza, pero mirada desde el miedo o desde el odio.
Todos provenimos, más temprano o más tarde, de migraciones.
El Evangelio nos invita a una mirada a las hermanas o hermanos migrantes (y nos impide tener otra)
El Evangelio nos invita a una mirada a las hermanas o hermanos migrantes (y nos impide tener otra)
| Eduardo de la Serna Eduardo de la Serna
¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?
Eduardo de la Serna
Parece, según el diccionario etimológico, que el término “migrar” (emigrante, inmigrante) hace referencia a una simple y sencilla “mudanza”, se trata de cambiar de casa, de localidad. Los prefijos “in” y “e” sólo hacen referencia a la localización. Parece, además, que en el uso del término hay influencia del francés, tanto que en castellano por primera vez se utilizó a partir de la llegada a España de nobles franceses luego de 1789. Parece, entonces, que en aquellos tiempos ser inmigrante, o emigrante, según quien lo mirara, era algo muy bien educado, casi de alcurnia.
Migraciones ha habido todo a lo largo de la historia de la humanidad, y los seres humanos, ¡todos!, somos hijos de migraciones, es decir, “hijos de in/e/migrantes”. Migraciones más recientes o más lejanas en el tiempo, pero desde los primeros homínidos, que surgen en África, la humanidad ha estado en movimiento. No hace falta destacar el tema en la Biblia, desde Abraham en adelante, desde los imperios que llevan cautivos hasta la diáspora, por ejemplo. Los mismos pueblos que algunos llaman originarios fueron también frutos de migraciones, sea por el estrecho de Bering, por la isla de Pascua o por donde fuera. Originarios, lo que se dice “originarios”, nadie lo es de ninguna parte.
En toda pequeña comunidad, sea un barrio donde todos se conocen, o un edificio de departamentos, suele ocurrir que llega un nuevo grupo, una mudanza. Y es habitual que haya quienes observen desconfiados, quienes se acercan solidarios, quienes miran a distancia hasta que – lentamente – los nuevos se vayan adaptando al “modo de vida” del lugar.
Algo semejante ocurre en las grandes comunidades, como ciudades o países, en las que – siempre, en grupos más o menos grandes, pero ¡siempre! – llegan nuevos habitantes; es decir, se mudan. En ocasiones es por una mera cuestión familiar: se conocieron en determinada circunstancia dos personas de grupos diferentes y uno o una decide “mudarse” a vivir con la otra parte; en ocasiones es por situaciones críticas: sequías, inundaciones, guerras, pestes, hambre… En ese caso la movilización suele ser más grande; también en casos de persecuciones a grupos enteros por etnias, racismo o circunstancias parecidas; en algunos casos, en este criterio, la migración es un cierto tipo de exilio, forzado o preventivo.
Un problema suele surgir cuando, por motivos variados, el grupo o colectivo migrante es rechazado por los que se ven como “originarios”. En ocasiones se argumentan razones verdaderas o falsas, a veces dignas de estereotipos o de tabúes casi caricaturescos. “Vienen a quitarnos el trabajo”, “ladrones”, “violadores”, “usurpadores” … y entonces, suelen levantarse barreras de diferente tipo para impedir las migraciones (las mismas que en otro tiempo nos permitieron entrar a nosotros).
Frente a eso pueden surgir, en cristiano, diferentes miradas (pero, aclaremos, algunas miradas no pueden surgir, o – si surgieran – ciertamente no serían cristianas); la “misericordia” no puede estar ausente, por aquello de “sean compasivos como es compasivo el Padre de ustedes” (Lc 6,36); la importancia de la “memoria” – aunque sea lejana – tampoco debería faltar: “porque ustedes fueron migrantes en Egipto” (Ex 22,20). Un cristiano no debería (¿no podría?) olvidar aquello de “era emigrante y me recibieron” en el más insignificante de los hermanos (Mt 25,35.40). Pero parece que el miedo inoculado, que deviene odio, nos puede hacer generar la enfermedad autoinmune de la indiferencia ante los miles y miles de muertos en el Mediterráneo, en la frontera del rio Bravo o, simplemente, del desprecio a las migraciones por goteo que un sector (¡siempre el mismo sector, debemos reconocerlo) nos inocula ficciones, miedos paralizantes y odios destructivos.
A modo de simple ejemplo conclusivo y patético, recuerdo que en la dictadura unos padres no podían ponerles a sus hijos nombres como Nahuel, Ayelén, o semejantes porque “no eran argentinos” (sic) como si José, María... o Eduardo sí lo fueran.
Foto tomada de https://www.montevideo.com.uy/Noticias/Cerca-de-1300-migrantes-establecieron-un-record-al-cruzar-el-canal-de-la-Mancha-en-un-dia-uc830822