Un santo para cada día: 31 de mayo San Félix de Nicosia
"Fray Félix nos ayuda a descubrir el valor de las pequeñas cosas que enriquecen la vida y nos enseña a captar el sentido de la familia y del servicio a los hermanos, mostrándonos que la alegría verdadera y duradera, que anhela el corazón de todo ser humano, es fruto del amor"
En San Félix de Nicosia tenemos a ese santo que enamora y que te deja prendido, porque le ves tan humano y sencillo, tan cercano y servicial, que quisieras tener siempre a tu lado una persona así. Desde muy pronto se llenó de Dios y lo que hizo toda su vida fue irradiar su presencia por donde quiera que iba. Había nacido el 5 de Noviembre del año 1715 en Nicosia (Sicilia) una aldea campestre y apacible rodeada de olivos y viñedos, donde se podía respirar el templado aire del mediterráneo, siendo bautizado ese mismo día con el nombre de Filippo Giacomo. Procede de familia humilde, pero muy piadosa; su padre Felipe Amoroso un modesto zapatero remendón, le enseñó el oficio y su madre Carmela Pirro le fue introduciendo en el diálogo con Dios.
Como suele suceder con los niños pobres, Filipo no pudo ir a la escuela porque tenía que ayudar a sus padres. Una vez que hubo aprendido lo esencial de este modesto oficio de zapatero, pasó al taller del maestro Juan Ciavarelli para perfeccionar su técnica. En el taller trabajaban muchos operarios con los que se llevaba bien. Su buena disponibilidad para con todos, comenzando por el patrón, le hizo ser una persona respetada y hasta querida, consiguiendo el milagro de que muchos de los operarios le acompañasen en sus rezos, sin dejar de trabajar por ello y cuando sonaba la campana llamando a la oración a los frailes de un convento cercano, todos se ponían a orar. A los 18 años acabó perteneciendo a la «juventud capuchina», vistiendo el distintivo de esta congragación e intensificando su vida de piedad y su devoción franciscana, diríase que a su modo vivía en soledad su vocación franciscana, pero lo que él verdaderamente quería era entrar en el convento e integrarse en la comunidad de los hermanos menores.
Por tres veces pidió al P. guardián que le recibiera en su Comunidad, pero tuvo la negativa por respuesta; tremendo error, se estaba impidiendo la entrada en el convento a un joven analfabeto, pero era un santo. Filipo no se desanimó, simplemente se limitó a decir "Sea por el amor de Dios". Cuando sobrevenía la tempestad o la calma, cuando le visitaba la alegría o el dolor, no se inmutaba, todo era recibido con las mismas palabras “Sea por el amor de Dios”. En el año 1743 cuando ya tenía 28 de edad y había perdido a sus padres, volvió a intentarlo por cuarta vez y ahora sí fue recibido en el convento de Mistretta como lego, allí vestiría el hábito de novicio y profesaría cambiando el nombre por el de Félix. De aquí sería destinado a Nicosia (Sicilia) su pueblo natal, donde habría de permanecer más de cuarenta años, ocupándose de las labores más humildes, entre otras las de hacer de zapatero de la Comunidad, profesión que conocía muy bien y por supuesto la de ir pidiendo de puerta en puerta, ministerio que él se encargaría de convertir en un intenso apostolado itinerante. Su hermano de religión San Félix de Cantalicio, lego como él, iba a ser su modelo a seguir.
Es de notar que en el tiempo que permaneció en el convento, Fray Felix se nos presenta con una doble personalidad. Fuera del Convento era el fraile limosnero convertido en un apóstol de las gentes, siempre rezando, hombre de pocas palabras que ayudaba a los que encontraba a su paso en las correrías por los distintos pueblos de la comarca. Los niños cuando le veían iban en pos de él, le tiraban de las mangas, de la capucha, del escapulario y siempre tenía para ellos algún mendrugo, castañas, nueces, alguna fruta, una estampita o una medallita, que servía de estímulo para su catequesis. De su corazón compasivo siempre salía una palabra de consuelo para quienes atravesaban un mal momento, reconfortaba a los enfermos con la esperanza cristiana y se quitaba de su boca la comida para dársela a los pobres. No se olvidaba de los encarcelados a los que siempre les llevaba algo de comer.
Dentro de los muros del convento era el hermano dócil y sencillo hasta la heroicidad, que cumplía cuanto el superior le mandaba, sin atreverse a levantar los ojos, que aguantaba humillaciones y desprecios como que no fueran con él. Si el P guardián se muestra riguroso con él, no importa, asume humildemente la corrección y el castigo, porque él pensaba que se lo tenía bien merecido y cuando se le llamaba “fray descontento”, perezoso, hipócrita, engañador de la gente, Fray Félix se contentaba con decir “Todo sea por el amor de Dios” De este frailecito humilde pudo decirse que era la obediencia personificada.
Los años y las penitencias fueron mermando su salud y un día siente que le van faltando las fuerzas. El 31 de Mayo de 1787 cae desmayado en el jardín y al ver acercarse su hora, el fraile obediente y humilde pide permiso a su superior para morirse y solo cuando el P. guardián accedió, después de habérselo pedido por tres veces, Fray Félix dibuja una plácida sonrisa en sus labios mientras de su boca salían estas palabras:“¡Sea por amor de Dios!”
Reflexión desde el contexto actual
Las palabras de Benedicto XVI el día de su canonización nos sirven admirablemente como reflexión del día.“Fray Félix nos ayuda a descubrir el valor de las pequeñas cosas que enriquecen la vida y nos enseña a captar el sentido de la familia y del servicio a los hermanos, mostrándonos que la alegría verdadera y duradera, que anhela el corazón de todo ser humano, es fruto del amor. En un mundo fuertemente tentado por la búsqueda de la apariencia y del bienestar egoísta, San Félix recuerda a todos, que la alegría verdadera se esconde a menudo en las pequeñas cosas, y se alcanza cumpliendo el deber diario con espíritu de servicio.”