El Papa que nos visita, chivo expiatorio de la pederastia del clero Benedicto XVI, de cancerbero a barrendero de Dios

(José Manuel Vidal).- Para desempeñar su papel de párroco universal, Juan Pablo II dejó las llaves del Gobierno de la Iglesia a la Curia romana y las de la doctrina, al cardenal Joseph Ratzinger. El purpurado alemán no sólo fue el guardián de la ortodoxia del papado de Karol Wojtyla, sino el ideólogo de la involución eclesial de las últimas décadas. El 'cancerbero de Dios', apodo con el que lo conocían los teólogos progresistas, fue el azote de la Teología de la Liberación.

Y como presidente del ex Santo Oficio se convirtió, además, en el depositario de toda la "basura" y "suciedad" del clero de todo el mundo. Por sus manos comenzaron a pasar, a partir de 2002, todos los dossieres más delicados. Entre ellos, los múltiples casos de pederastia del clero. Y, ante tanta "suciedad", que denunciaría públicamente en el vía crucis de Viernes Santo de 2005, decidió convertirse en el 'barrendero de Dios'.

Pero antes, el 'Panzerkardinal', como le llamaban en Roma, dejó fuera de juego a toda una corriente innovadora en el campo pastoral, teológico, catequético y social, e impuso una rigidez doctrinal total a la vida intelectual de la Iglesia y una dinámica de control a ultranza de los teólogos. Y el miedo se instauró entre sus filas. Amonestados, perseguidos, vigilados, en una institución intelectualmente inhabitable, los pensadores de la Iglesia optaron por marcharse (Leonardo Boff), callarse (Gustavo Gutiérrez) o romper la baraja (Hans Küng).

El culmen de la represión teológica se alcanza con la publicación del Catecismo de la Iglesia católica y, sobre todo, con la Dominus Iesus, un documento del propio Ratzinger, en el que se atribuye en exclusiva a la Iglesia católica la posesión de la verdad y de la salvación. La vuelta del axioma tridentino de que "fuera de la Iglesia no hay salvación". Un documento tan desafortunado que hasta protestaron contra él varios cardenales.

Desactivó el Concilio Vaticano II

Más aún, Ratzinger silenció con medidas autoritarias todas las cuestiones teológicas debatidas: celibato de los curas, estatuto del teólogo, papel de los laicos, praxis penitencial, comunión para los divorciados, preservativo contra el sida o fecundación artificial. Es decir, impuso la tesis del romano-centrismo, descafeinó la colegialidad y el poder de las Conferencias Episcopales, reduciéndolas a meras sucursales de la Curia, y zanjó casi como dogmático el eventual acceso de la mujer al sacerdocio. En definitiva, Ratzinger desactivó el Concilio.

Y eso que en época del Vaticano II (1962-1965), Ratzinger formaba parte del ala progresista de la Iglesia, aunque pronto se pasó al bando conservador. Y, desde entonces, quiso redimensionar aquella época de "primavera eclesial", aplicándole lo que él llama la "hermenéutica de la continuidad". Es decir, que el Vaticano II hay que interpretarlo y pasarlo por el tamiz de Trento y del Vaticano I. La mejor forma de desactivar su 'aggiornamento', su carga profética y su apuesta por los "signos de los tiempos".

La batalla contra la pederastia

Una vez librada (y ganada esa batalla), a Joseph Ratzinger le quedaba otra, mucho más dura y complicada: la de la pederastia. Y a ella se lanzó ya poco antes de la muerte de Juan Pablo II. Encausando a uno de sus capitanes, al todopoderoso fundador de la Legión de Cristo, Marcial Maciel, a quien el mismísimo Wojtyla había declarado "ejemplo de la juventud".

Como prefecto de la Fe, Ratzinger sabía que Maciel era un pecador y un delincuente pervertido. Y, a pesar de la oposición de la vieja guardia vaticana, especialmente del cardenal Sodano, entonces 'número dos' de la Santa Sede, y del omnipotente secretario personal del Papa, Stanislaw Dziwisz, mandó que se iniciase una investigación a fondo de las terribles acusaciones que obraban en su poder.

Nunca llega a saberse del todo las deliberaciones del cónclave, pero sí del precónclave. Y en él, Ratzinger que, como decano, presidía las sesiones, expuso ante los cardenales, con toda crudeza, la plaga de las manzanas podridas del clero. Y los cardenales quedaron tan apabullados que lo terminaron eligiendo Papa.

Por su valía personal, por ser el mejor y más prestigioso intelectual de la Iglesia, por haber sido el brazo derecho durante más de dos décadas de Juan Pablo II el Magno, pero también para que limpiase a fondo la institución. Y arrasó en las votaciones. Con el apoyo de al menos 77 purpurados, dos tercios de los votos de los presentes en el cónclave. En el siglo XX, sólo León XIII, Pío XII y Juan Pablo I fueron elegidos tras únicamente dos días de cónclave.

Desde aquel 19 de abril de 2005, en el que se presentó al mundo como "el humilde trabajador de la viña del Señor", Benedicto XVI, al que por su edad muchos consideraban un Papa de transición, ha terminado por imprimir su sello personal a la Iglesia. Pasando de un papado hacia fuera a un papado hacia adentro. Del Papa de los gestos al Papa de las ideas y de la palabra. Un Papa que apunta a las esencias. Tanto con sus encíclicas como con sus contados viajes (elegidos con esmero).

Sus grandes preocupaciones son la descristianización de Occidente (para cuya reevangelización ha creado, incluso, un Pontificio Consejo) y la recuperación de sus olvidadas raíces cristianas; la defensa de la vida desde el nacimiento hasta la muerte; la defensa de la moral natural y, por lo tanto, la condena del laxismo en moral sexual o el matrimonio homosexual; la denuncia de "la dictadura del relativismo" y, sobre todo, la limpieza de la Iglesia.

Un Papa políticamente incorrecto

Un Papa de lo esencial. Un Papa que dice lo que piensa, a costa de no ser políticamente correcto, como en su discurso de Ratisbona, en el que ponía en solfa al islam o en su condena del preservativo para evitar el sida. O en la rehabilitación de los lefebvrianos, uno de los cuales, el obispo Williamson, niega incluso el Holocausto.

Un Papa que apunta a las entrañas y al corazón del ser cristiano. Un Papa enemigo del poder y del carrerismo en la Iglesia. Un Papa que ha heredado un aparato curial que parece querer ponerle continuamente palos en las ruedas. Un Papa con el sueño de la unidad de los cristianos. Un Papa obsesionado por la continuidad del mensaje eclesial y por la liturgia. Un Papa centrado en conservar el capital simbólico eclesial. Un Papa crucificado y que acepta con gallardía la cruz del chivo expiatorio de la pederastia clerical sobre sus hombros ancianos. Un Papa sabio, fiel a sus ideas y a la mayor gloria de Dios.

Porque sabía el Papa, ya antes de ser elegido, que le iba a estallar la bomba de la pederastia clerical. Y así fue. Estados Unidos, Irlanda, Bélgica, Holanda, Alemania... Y Benedicto XVI se encuentra ante los mayores y más dramáticos problemas de gobierno que haya tenido jamás un Papa. Una situación, en sus propias palabras, peor que la de las persecuciones de la época de los emperadores romanos.

El tsunami de la pederastia mancha las sotanas negras de algunos clérigos y religiosos, pero salpica incluso a la blanca del mismísimo Sumo Pontífice y hasta puede dejar marcado para siempre, con una herida indeleble, el propio rostro de la Iglesia católica.

No valen, pues, paños calientes. Dado que el escándalo se basa en un cúmulo de errores y de pecados cometidos por toda la cadena de mando, hay que extirpar. El sistema de poder de la Iglesia católica se ha podrido y necesita un cambio rápido y radical. Hay que pasar del silencio más o menos cómplice a la tolerancia cero.

A eso está llamado el Papa Ratzinger: a la reforma suave de la institución. Porque, quizás sea el único que puede hacerlo en estos momentos de la Historia y frente al contrapoder instalado en la propia Curia romana. Benedicto XVI parece querer intentarlo. El problema es que la Historia nos dice que pocas veces un Papa, por muy monarca absoluto que sea, se ha impuesto a la todopoderosa maquinaria curial. ¿Lo logrará Ratzinger con su sabiduría decantada y su tenacidad alemana?

Consígalo o no, pasará a la Historia como el 'barrendero de Dios'. Porque los otros tres caminos para conseguirlo (la unión de los cristianos, la visita a Pekín o el viaje a Moscú) parecen retos por el momento inalcanzables. Aunque quizás los ortodoxos, a los que mima, le permitan el sueño de pisar la Plaza Roja. Esta vez, sin escoba, porque ya su predecesor barrió la hoz y el martillo del universo ruso.

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