Gregorio Delgado del Río Revolución en la pastoral familiar (Parte II)

(Gregorio Delgado del Río).- Desde la perspectiva que hemos acogido desde un principio (1), intentaremos ahora subrayar nuevos aspectos de la realidad, que nos interpela. Aunque supongo que conocidos, dudo que sean debidamente valorados por muchos de quienes tienen la responsabilidad de impulsar una verdadera revolución en la pastoral familiar. La experiencia, incluso del pasado más reciente, señala con el dedo a muchos responsables pastorales. A veces -lamento tener que reconocerlo-, al entrar en contacto con bastantes de ellos, se advierte enseguida que ni tan siquiera se han molestado en leer la Amoris laetitia o, al menos, han expresado "dificultades, lentitudes y reservas en su recepción" (2). ¡Vaya irresponsabilidad!

El hecho es innegable: la sociedad actual es, entre otras muchas cosas, muy plural. La cuestión, de enorme complejidad, radica en concretar y valorar en qué medida o cómo determina el comportamiento de los individuos que la integran en los más variados aspectos de la existencia. Al respecto, me parece muy válida la siguiente reflexión: "Pluralismo significa asumir que vivimos en sociedades donde coexisten distintas concepciones sobre lo que es bueno y lo que es malo. Pluralismo significa convivir a la vez en el consenso y en el disenso, en una diversidad provisionalmente unificada. Y digo provisionalmente porque no caben ya los valores absolutos ni los principios universales" (3).

Aunque entiendo que semejante planteamiento no suene demasiado bien en el mundo de las religiones -por supuesto, en el mundo católico-, está ahí como realidad aceptada socialmente. Guste o no en determinados ámbitos, religiosos o no, es innegable que -hablo desde una perspectiva general- los individuos, que conformamos las actuales sociedades civiles occidentales, reivindicamos el derecho a ser como se nos antoja en todos los órdenes de la vida.

Difícilmente entendemos y aceptamos que la voluntad general (la mayoría política y social) nos imponga ciertas cosas que no compartimos, que concebimos como contrarias a derechos que estimamos fundamentales o simplemente no son de nuestro agrado. Entre éstos, está el primero y principal: el derecho a elegir personalmente nuestro menú, a confeccionar nuestra carta personal, a tomar condimentos de aquí y de allí, esto es, a la medida de nosotros mismos.

No parece necesario insistir -dada su obviedad- que, a la hora de elaborar el propio menú, la gente no suele fijar su atención en aquello que conlleve esfuerzo, compromiso, entrega y servicio a los demás, atenerse a lo comprometido, respetar al otro en todas sus dimensiones (exclusividad y estabilidad), permanecer en la relación.

Por el contrario, le apetecen los ingredientes más inmediatos y más fáciles, los más placenteros, los que le proporcionen mayor compensación afectiva, los que le garanticen bienestar y disfrute en la relación con el otro, los que le aseguran seguir siendo él mismo, los que suponen aceptar que la realidad humana es mudadiza y esencialmente variable, los que le permiten encerrarse en la propia comodidad.

Ningún ingrediente es concebido como vinculante en el tiempo, con vocación de perpetuidad si, en un momento dado, ya no sirve a la autocomplacencia, al goce y al disfrute personal (valor absoluto), a los deseos del momento. No hace ascos a las situaciones de inmadurez o superficialidad. No ve en ello inconveniente alguno. No suele profesar o poseer otras convicciones que las propias y que para él constituyen la verdad. Amante en extremo de la propia libertad individual, suele tener problemas para darse a los demás aunque sean sus propios hijos.

Esta primera aproximación a una de las formas que adopta la sociedad, que, entre todos, hemos creado y modelado, y que, a la vez, nos mediatiza y, de alguna forma, condiciona nuestras habituales actitudes vitales, es vista con verdadero recelo por la Iglesia católica que ve en ella el peligroso individualismo y relativismo contra los que siempre ha clamado.

Es cierto que ese modelo social pilota sobre el individuo como única explicación o fundamento (razón de ser) y que puede "desvirtuar los vínculos familiares" pues termina por entender a cada integrante familiar como sujeto "que se construye según sus propios deseos asumidos con carácter absoluto" (AL 33). Pero, está ahí, conformando y estructurando la realidad social y pautando, de modo activo, las reacciones, los comportamientos, las actitudes, las respuestas y los modos de estar en familia.

No se trata de aceptar este modelo social. Se trata de no ignorarlo, de conocerlo y de tenerlo en cuenta a la hora de acompañar a las familias, a la hora, sobre todo, de programar la pastoral de la familia, conscientes de que el cambio cultural, si se produce, no será como consecuencia de la acción pastoral de la Iglesia y menos aún si ésta consiste sólo en condenar y adoctrinar.

Estamos en un tiempo, como ha subrayado Pániker (4), híbrido en el que los valores son entendidos y vividos como algo relativo, cambiante y provisional. La ciencia se ha hecho interdisciplinar y la misma ética es sobre todo casuística.

"Y hablar de hibridismo es hablar de identidades múltiples, pluralismo a la carta, mestizaje cultural, collage. Sucede que hoy todo es una mezcla felizmente poco consistente de actitudes y valores dispersos. De la gran matriz cultural, de los miles de matrices culturales, se pueden extraer combinaciones múltiples. Se puede ser a un tiempo anarquista, petimetre y budista. Homosexual y cristiano. Ateo y místico. Socialista y nacionalista. Melómano y nazi. Caben todas las combinaciones imaginables. También las inimaginables Y no hay que pensar que los distintos factores se relacionan de manera casual: simplemente, conviven" (Ibidem).

No anda descaminada la Amoris laetitia, cuando en el capítulo II (Realidad y desafíos de las familias), advierte que esa cultura hoy predominante en nuestras sociedades entraña verdaderos riesgos respecto del modo de entender la familia. Ésta, en efecto:

"... puede convertirse en un lugar de paso, al que uno acude cuando le parece conveniente para sí mismo, o donde uno va a reclamar derechos, mientras los vínculos quedan abandonados a la precariedad voluble de los deseos y las circunstancias. En el fondo, hoy es fácil confundir la genuina libertad con la idea de que cada uno juzga como le parece, como si más allá de los individuos no hubiera verdades, valores, principios que nos orienten, como si todo fuera igual y cualquier cosa debiera permitirse. En ese contexto, el ideal matrimonial, con un compromiso de exclusividad y de estabilidad, termina siendo arrasado por las conveniencias circunstanciales o por los caprichos de la sensibilidad. Se teme la soledad, se desea un espacio de protección y de fidelidad, pero al mismo tiempo crece el temor a ser atrapado por una relación que pueda postergar el logro de las aspiraciones personales" (AL 34).

La sensibilidad actual, sin embargo, no discurre mayoritariamente por los derroteros que ha venido predicando la Iglesia. Es más, difícilmente el individuo actual acepta desviaciones o acercamientos a modos de ver la familia diferentes, máxime si tienen su origen religioso.

El pluralismo está enraizado en la irrenunciable idea de libertad. Hoy día -incluso entre quienes se confiesan católicos- nada o muy poco es aceptable si no proviene con la acreditación previa de haber sido condimentado en un marco de libertad. La gente sólo se siente cómoda y a gusto si ella misma ha elaborado el menú en cuestión. En el fondo, se afirma y se abraza un sincretismo en virtud del cual todo se puede afirmar, combinar y mezclar, también en materia de familia.

Es obvio, por otra parte, que la Iglesia católica -al igual que el resto de las Iglesias oficiales y el islamismo- no comulga ni se compadece con este relativismo implícito o consiguiente al pluralismo. Y no lo hace porque, como recordó en su día el cardenal Herranz (5), "... esta última ideología (...) confía al juicio subjetivo del individuo o a la simple opinión mayoritaria la decisión de establecer siempre lo verdadero y lo justo, aun cuando se trata de verdades y valores absolutos y de derechos personales de los que no se puede disponer".

Lo que ocurre muy probablemente es que el hombre de nuestro tiempo no acepte que lo verdadero y lo justo le venga fijado por nadie, ni por el Estado ni por ninguna religión. Es cada cual quien determina y fija el valor que otorga a determinados valores y principios éticos. Sólo él les reconocerá o no un valor absoluto y se comportará en su vida familiar y social en coherencia con la anterior calificación. Es inútil darle más vueltas. Esta es la realidad.

Notas:

1. Artículo 1 y artículo 2

2. Valoración realizada por el Card Blázquez en una muy reciente conferencia en Madrid

3. Pániker, S., Variaciones 95, Barcelona 2002, pág. 32.

4. Asimetrías, Barcelona 2008, pág. 19 y ss.

5. OR 26, 2010, pág. 7.


Volver arriba