El siglo IV ve aparecer como ley, sin saber exactamente cuándo se instauró, la “continencia” en el matrimonio de los clérigos En los dos primeros siglos no existía clero ni celibato obligatorio
Hablemos claro sobre la ley del celibato (2)
| Rufo González
Sigo comentando el artículo del portal “LifeSiteNews” (Miquel 26.03.23): “Más allá de las palabras”. Lo primero que llama la atención es el silencio sobre los dos primeros siglos de la Iglesia. Justamente los siglos en que no existía el clero. Y, por tanto, no existían las leyes que durante el siglo III se fueron elaborando por los dirigentes para protegerse y equipararse a los dirigentes civiles. Así fue emergiendo la “casta” clerical: por la “castidad”, llamada “continencia” matrimonial y después (s. XI) por el celibato ya obligatorio. Leyes que intentaron justificar al margen la libertad evangélica y alegando una falsa “tradición apostólica”.
Durante los doscientos primeros años de la Iglesia, la palabra “clero” tenía el propio significado de la palabra: porción o suerte que corresponde por herencia o encomienda. Toda la Iglesia se consideraba “porción del Señor, su pueblo”. Era impensable el binomio “clérigos-laicos”. Todos los cristianos eran laicos (pertenecientes al pueblo de Dios), y todos eran “clero” (“suerte o porción” de Dios). La Iglesia del Nuevo Testamento era la comunidad organizada, donde hay diversos servicios o ministerios entre sus hermanos. Las funciones comunitarias no son propiedad de ninguna institución superior que las controle y designe a quienes deban ejercerlas. Por ejemplo, sobre la celebración de la eucaristía, los escritos del s. II hablan de “lectores”, de “presidente de los hermanos”, de “diáconos”. Nunca les llaman “sacerdote”, “celebrante”, “presbítero” ni “obispo”. Hay también profetas, apóstoles, inspectores, maestros, doctores. Todos elegidos y bajo el control comunitario. Nadie está por encima de la comunidad, salvo Dios y su Cristo, al que todos siguen.
La entrada en el s. III inicia lo que algunos llaman el “giro copernicano” de la Iglesia, y otros “la mayor desgracia de la Iglesia”. “Giro” y “desgracia” que se iría afianzando en los siglos siguientes. El siglo IV ve aparecer como ley, sin saber exactamente cuándo se instauró, la “continencia” en el matrimonio de los clérigos. Merece la pena leer las páginas desde la 200 hasta el final del libro de J. M. Castillo: “El evangelio marginado” (Desclée De Brouwer. Bilbao 2019) para percibir la evolución de privilegios clericales que llevó consigo la división de la Iglesia en clérigos-laicos y su alejamiento progresivo del espíritu evangélico. Es en el s. IV cuando el emperador Constantino colocó a los clérigos, sobre todo a los obispos, en el sector de los privilegiados sociales.
Pero, como recuerda Yves Congar, “ya antes de la paz constantiniana se advierte la tendencia a buscar el prestigio con distinciones honoríficas externas” Aduce el caso del obispo Pablo de Samosata (s. III) que se construyó un trono para lucirse ante el pueblo, y los obispos cercanos llamaron al emperador Aurelio para que lo destronara (`Por una Iglesia servidora y pobre´. San Estaban. Salamanca 2014, p. 97-98).
En el s. III se produce una evolución centralizadora en torno a la eucaristía, donde aparece la tríada de obispo, presbítero y diácono, y la palabra “laico” para designar a quienes no participaban de la tríada sacra. Aparecen textos reguladores del ministerio eclesial (Cartas de san Cipriano, Tradición apostólica de Hipólito, textos de Orígenes, Didascalia...). No se sabe cuándo se produce el desdoblamiento de obispo y presbítero. En este siglo se hacen universales la diferencia y la jerarquía entre obispos, presbíteros y diáconos, concentradas en la celebración eucarística, constituida ya como culto cristiano, diferente del judío. Los miembros de estos tres ministerios son llamados “clero” (porción del Señor). Laicos serán los que no se dedican a las “cosas del Señor”. Es realmente una ruptura muy negativa y absurda para la Iglesia. Contradice la igualdad cristiana básica: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor...” (Rm 14,7s). En cristiano precisamente las “cosas del Señor” no es el culto, sino la vida en Amor, que puede tener actuaciones oracionales, pero sobre todo “obras como las mías, y aún mayores” (Jn 14,12).
Clérigos y laicos no pueden definirse como “los que se preocupan de las cosas del Señor” (clérigos) y como “los que se preocupan de los asuntos del mundo” (laicos). Recuerda la división entre célibes y casados, expuesta por Pablo en 1Cor 7,32ss, muy discutible desde el Evangelio. División que ha sido utilizada para avalar el celibato obligatorio, por aquello de que el casado “anda dividido”. Pablo no habla para nada de clérigos y laicos, porque en sus comunidades no existía tal división. Su consejo a todos es que “cada uno permanezca en la situación en que fue llamado. Acerca de los célibes no tengo precepto del Señor, pero doy mi parecer como alguien que, por la misericordia del Señor, es fiel. Considero que, por la angustia que apremia, es bueno para un hombre quedarse así” (1Cor 7,24-26). “La angustia que apremia” era la creencia de la inminente llegada de Jesús resucitado para consumar el fin del mundo. Y en esta situación, lo mejor es centrarse en la espera, sin preocupaciones innecesarias. Nada, por tanto, de permanecer célibes los servidores de la comunidad, por ser servidores o ministros. El celibato por el reino de los cielos es un carisma personal, que no puede exigirse para ministerio alguno. Al menos desde el Evangelio. Y menos hoy, con la conciencia creciente que tenemos de los derechos humanos, bendecida por la enseñanza de la misma Iglesia (GS 26).
El artículo que comento afirma rotundamente que “la Iglesia primitiva esboza la ley de la continencia”. Y, como primer documento, cita un escrito de la segunda mitad del siglo V, que creerá primero. Es la única razón que se me ocurre para citarlo antes que el concilio de Elvira, aportado en segundo lugar. Se trata de la carta del papa León Magno al obispo Rústico de Narbona, del año 456. En dicho documento no hay razones para tal ley, nada más que el hecho: “al ser elevados a los grados citados, ha comenzado a no ser lícito para ellos lo que sí lo era antes: tomar esposa y engendrar hijos”. Añade que “las esposas de los clérigos mayores, después de la ordenación de los maridos, debían ser mantenidas por la Iglesia”. Extendió también a los subdiáconos la continencia.
Cita en segundo lugar al “Concilio de Elvira (c 305 d. C.)..., estipulando que está `totalmente prohibido tener relaciones conyugales con sus esposas y engendrar hijos´. El Concilio de Aries (314 d.C.) fue más allá y afirmó que la razón de esta continencia se debía al hecho de que `están sirviendo al ministerio todos los días´ y que seguir a dos maestros es, por supuesto, imposible”.
Ciertamente el canon 33 dice: “Plugo prohibir totalmente a los obispos, presbíteros y diáconos o a todos los clérigos puestos en ministerio, que se abstengan de sus cónyuges y no engendren hijos, y quienquiera lo hiciere, sea apartado del honor de la clerecía”. Es un sínodo particular, que no puede legislar para toda la Iglesia. De hecho no existía consenso universal sobre este asunto. Las razones que subraya del concilio de Concilio de Aries (año 313) carecen de valor evangélico. El servicio ministerial diario, no impide el uso del matrimonio. Ejercer de casado no es “seguir a dos maestros”. Los cristianos, casados o célibes, sirven sólo al único maestro: “No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías” (Mt 23,10).