Quienes han visto la agonía y la muerte de un ser querido, quienes han clamado por liberar a su pueblo mientras campean los opresores; conocen la experiencia de eso que podemos llamar el “silencio de Dios”. Los esfuerzos y los rezos no parecen llegar, el llanto se seca y se agotan las fuerzas para luchar, mientras un dolor profundo se mezcla con resentimientos y frustraciones.

Lo más que puedo hacer ante las desgracias es atreverme a enfrentarlas con fe. Y me atrevo a preguntar: ¿Pero dónde está Dios? ¿Por qué no hace para librarme de este dolor que no puedo resistir? ¿Por qué Dios guarda silencio? 

Mi vivencia es real, porque la estoy experimentando, y me doy cuenta. Sin embargo, hay un aspecto muy importante que, cuando pregunto por la voz de Dios y su acción milagrosa, soy yo el que no la está viendo. Ese Dios que me parece tan silencioso, que me parece que me ha abandonado, en verdad siempre ha estado conmigo. ¡Siempre me ha acompañado!  …siempre nos acompaña.  

Mi dolor por un ser querido y la tragedia que nos embarga es algo muy real.  Pero se me olvida que lo que también pasa es que los hospitales están llenos de seres humanos que pasan por lo mismo, o hasta en peores condiciones. ¿Estoy viendo en mi dolor el dolor de todos? ¿Estoy poniéndome a la disposición de todos los que sufren para acompañarlos como Dios me acompaña a mí?

También quisiera que mi gente se alzara contra la injusticia y se desatara así un vendaval del pueblo que libere a mi país de todos los opresores. ¿Estoy usando mi tiempo para ir a buscar a unos y otros para ver qué les pasa, que cosas impiden que se levanten? ¿Estoy de verdad tratando de comprender las penas del otro para acompañarle de corazón?

El amor no es un camino de intercambio de bienes y servicios. El amor busca dar sin esperar algo a cambio. El amor no busca dar órdenes, ni honores, ni reconocimientos. El amor no busca ni siquiera que me den las gracias. El flujo del amor es una luz que resplandece cuando sus rayos tocan a otro ser y lo iluminan. Quiero ver la alegría en el rostro del otro, quiero que mis palabras den consuelo al que sufre, esperanza al decaído, ánimo al cansado.

Asimismo, debo entender que mientras más me duele, más tengo que trabajar para aliviar el dolor de otro. Mientras más incomprendido me siento, más tengo que tratar de comprender al otro. Mientras menos gente hay dispuesta a luchar, más tengo que luchar. Tengo que dejar que esa inmensa fuerza del amor pase a través de mi ser en camino hacia otro ser. 

Tal vez así, un día me daré cuenta -de verdad- de lo mucho que Dios siempre me ha hablado… desde el silencio. Un silencio que impacta la conciencia y el corazón!! para impulsarme a responder. Gracias Señor… “indícame el camino que he de seguir”.