La vigilia pascual en la catedral castrense de Madrid

Ha pasado ya una semana. Pero no quiero que mi comentario se quede en el tintero. Pude seguir la celebración en la tele, y me gustó. Con reservas. Voy a señalarlas aquí junto con los aspectos que me parecieron más sobresalieses y que considero dignos de ser tomados en consideración.

El estilo de la celebración. Exquisito, cercano a lo convencional; muy ajustado al patrón oficial; sin salirse en absoluto del guión. Ni por parte del arzobispo celebrante, ni por parte de los ministros, Para ser fiel a mis impresiones debería decir que el tono de esa liturgia me pareció, a veces, de un cierto puritanismo, de una exquisitez empalagosa, encorsetada. Se pasaron dos pueblos.
No soy yo quien para hacer juicios de valor y poner nota, como los maestros. Pero sí puedo expresar mi opinión. Me refiero ahora a los cantos. En principio, quedaban asegurados por un orfeón, que nunca apareció en la pantalla, y que apenas dio la talla. La asamblea permaneció muda durante toda la celebración, sin participar. Además ningún director de cantos apareció en escena para animar a la asamblea. Ni siquiera en los momentos más eufóricos, como en el canto del “gloria” o del “aleluya”, se percibió un ápice de entusiasmo en los cantos. El tono se mantuvo apático y tedioso. Solo el órgano transmitió un clima de alegría gozosa en los momentos importantes.

En cambio, tengo que aplaudir la opción de los organizadores de la vigilia al introducir las siete lecturas del antiguo testamento junto con la lectura de Pablo y el evangelio. Una sesión larga y prolongada; pero no aburrida. Los lectores proclamaron las lecturas vigorosamente. Los salmistas declamaron los cantos de modo apático, sin entusiasmo. Los asistentes, militares en su mayoría, siguieron atentos y con interés la proclamación de la palabra de Dios. Señalo este hecho porque no resulta frecuente. Lo habitual es escatimar y recortar al máximo la proclamación de las lecturas. Una actitud del todo contraria al espíritu del Vaticano II. En la catedral castrense no se cedió a la tentación del recorte.

También deseo señalar un momento sumamente emocionante y perfectamente orquestado en la celebración. Me refiero a la celebración de bautismo de dos militares. Percibí la cara de emoción de don Juan del Rio, el arzobispo celebrante. No era para menos. Yo mismo, desde mi casa, no pude reprimir mi emoción. Pude comprobar en ese momento la fuerza que adquieren los símbolos cultuales cuando se ofrecen y ejecutan en el momento y en el lugar oportuno, cuando se experimentan en el ambiente emocional y espiritual que les corresponde, cuando los gestos son trasparentes y se ejecutan con fuerza. Me impresionó fuertemente el momento de derramar el agua sobre la cabeza de los bautizandos, la imposición de las manos implorando la venida del Espíritu, la unción en la frente con el crisma, etc. Una vez más sentí con clarividencia que los sacramentos de la iniciación culminan en la eucaristía y que la confirmación debe seguir inmediatamente al bautismo, como rito postbautismal y como reafirmación del compromiso cristiano.

No quiero alargarme. Solo me resta felicitar a los responsables de esta celebración, pertenecientes al clero castrense. Fue una celebración larga, pero ellos no se asustaron y asumieron el riesgo. La asamblea, compuesta en su mayoría por militares, aguantó estoicamente, con atención y respeto, el desarrollo de esa magna liturgia. El arzobispo, a veces un poco encorsetado, dirigió y animó la celebración con celo y cercanía. Os felicito.
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