La Iglesia, sumida en una profunda crisis, necesita de una reforma a fondo Una excusa inaceptable: La secularización
"Contenido parcial del Discurso de Pablo VI, 18 de marzo de 1971, a los miembros de la Secretaría para los no creyentes. Primeras valoraciones negativas"
"Valoración negativa por excluyente. Esta valoración de Pablo VI se ha tenido por oficial y segura y se viene repitiendo como un mantra necesario"
"Ocultación de alguna de las causas coincidentes con el movimiento de la secularización"
"No se alude para nada a 'una nefasta evolución intraeclesial de la que hay que responsabilizar a Roma' (Küng)"
"Siempre lo mismo: la verdad se silencia en las grandes cuestiones. Lo hemos visto también, por poner otro ejemplo muy significativo, en los abusos contra menores"
En la entrega anterior, referida ya la grave situación por la que atraviesa la Iglesia, me referí, a la hora de abordar su urgente reforma, que no es aceptable la frecuentemente invocada excusa de la secularización. Después de unas consideraciones generales previas, inicio, con esta nueva entrega, la posición de Pablo VI, que, a mi entender, dejó una negativa huella.
La posición de Pablo VI
- Una descripción de su contenido
En este contexto general de valoración de la secularización, se hace necesaria una referencia explícita a la posición de Pablo VI en su Discurso a los miembros de la Secretaría para los no creyentes (18 de marzo de 1971). Merece prestarle toda la atención posible pues es indudable el prestigio intelectual del papa Montini así como su influencia en el posicionamiento ulterior de la Iglesia oficial, cuyos ecos todavía siguen resonando. Estas fueron algunas de sus reflexiones sobre el tema:
“Hoy en día, nos llama la atención una realidad del mundo moderno muy compleja y diversamente apreciada. Nos referimos al fenómeno de la secularización en su relación con el ateísmo.
El proceso de secularización que afecta de forma radical a nuestras sociedades puede parecer irreversible. No se trata sólo del hecho de que las instituciones, los bienes y las personas estén libres del poder o la vigilancia de la jerarquía eclesiástica, lo cual es perfectamente normal, si pensamos en las actividades humanas sustitutivas que la Iglesia fue inducida a emprender en el pasado. El fenómeno, sin embargo, como sabéis, va mucho más allá y se extiende al plano cultural y sociológico. No sólo las ciencias, incluidas las humanas y las artes, sino también la historia, la filosofía y la moral registran una tendencia a considerar, como única fuente de referencia, al hombre, su razón, su libertad y sus proyectos terrenales, independientemente de su perspectiva religiosa, que, de hecho, ya no es compartida por todos. Y la propia sociedad, deseando permanecer neutral frente al pluralismo ideológico, prescinde de la religión para organizarse, relegando lo sagrado a la subjetividad de las conciencias individuales.
Esta secularización, que supone una progresiva autonomía de lo profano, es un hecho característico de nuestras civilizaciones occidentales. Fue en esta situación que el secularismo surgió como sistema ideológico. No sólo justifica lo que hace, sino que también lo toma como objetivo, como fuente y como norma del progreso humano, llegando incluso a reclamar una autonomía absoluta para el hombre en relación con su destino. Se trata, por tanto, de ‘una ideología, una nueva concepción del mundo, sin apertura, que funciona simplemente como una nueva religión’ (Harvey Cox, La cité séculière, traducción francesa de S. de Trooz, Cahiers de actualité religieuse 23, París, Casterman 1968, p.50)”.
No se acierta a comprender qué reservas u objeciones de calado se han de oponer, en principio, al contenido de la secularización en la lucha por conseguir ‘una progresiva autonomía de lo profano’. Estamos muy lejos de aceptar una cierta justificación de la situación imperante “en las actividades humanas sustitutivas que la Iglesia fue inducida a emprender en el pasado” (Pablo VI). Habría que hablar más bien de las ‘actividades sustitutivas’ de las que la Iglesia se apropió y conquistó, a veces recurriendo al empleo de la violencia. Lo cierto es que la Iglesia se mostró, ante el fenómeno secularizador, obsesionada por seguir y no perder un cierto control de las realidades temporales: ‘Lo del César’ (Mc 12, 17). Pero, tal actitud llegó a frustrarse y sólo sirvió de hecho para poner de manifiesto una escandalosa posición de las instituciones religiosas católicas y de sus líderes en mantenerse cómodamente instalados en el pasado, no precisamente identificable por su sabor evangélico.
En efecto, dadas las apariencias de vida, institucionales y personales, dado el estilo y directrices del gobierno universal eclesiástico y dada la concepción del cristianismo como religión de creencias, no parece temerario pensar que su oposición al movimiento secularizadorbuscase, al menos en algún sentido, seguir disfrutando de una cierta comodidad de vida, incompatible con el Evangelio, y a la que no se estaba muy dispuesto a renunciar.
Tampoco parece temerario suponer que eso de la mayoría de edad del ser humano, ser dueño y referencia única de su destino, coherente con la libertad de los hijos de Dios, no fuese bien visto por la Iglesia oficial. Ésta seguía prefiriendo la sumisión a la libertad, el poder al servicio. Tales actitudes, como otras más que se podrían enumerar, que imponían a la Iglesia la modificación de los esquemas por los que venía rigiéndose, otorgaban, aunque fuese incomprensible para los líderes religiosos, al movimiento secularizador plena justificación y legitimación. Por ello, éste acabó, a la postre, por conquistar su plena independencia y autonomía respecto de la religión. Nada, pues, que objetar. Se abría un campo nuevo, de grandes posibilidades, a la evangelización futura.
- Valoración negativa por excluyente
Posteriormente, Pablo VI realiza, en el discurso de referencia, una excluyente valoración que, a mi entender, ha fijado doctrina oficial hasta la actualidad. El movimiento de emancipación de lo profano respecto de la religión creo que ha venido valorándose de conformidad con su pensamiento y posición. Éstas fueron sus palabras:
“Esta forma de naturalismo, nos dijo, es una visión de la realidad que excluye cualquier referencia a Dios y a la trascendencia, tendiendo desde el principio a identificarse con el ateísmo y a mostrarse como un enemigo mortal del cristianismo, lo que una conciencia cristiana no puede aceptar sin negarse a sí misma, (…). Pero los espíritus que permanecen fieles a su propia fe expresan una gran perplejidad ante las posibilidades y los peligros de la secularización” (Ibidem).
La ocultación de algunas de sus causas
Para comprender los motivos de esta valoración tan negativa es preciso situarse en el tiempo, en el momento (1971) que fue realizada. Pues bien, ni siquiera desde este privilegiado puesto de mira, el papa Montini acertó del todo, ante la contemplación de la penosa realidad de la situación que ofrecía la Iglesia, incluso después del Concilio Vaticano II, a diferenciar claramente los momentos que se dieron cita en tan prolongado proceso renovador del mundo: 1). La situación real de la Iglesia, dudosamente armonizable con el espíritu evangélico, antes de la secularización; 2). La fotografía real del mundo y las sociedades que lo integraban, fruto directo y beneficioso de la secularización (emancipación de lo religioso); 3). Lo que fue consecuencia de los notables cambios y transformaciones en el correr de los tiempos, fruto de la multiplicidad de movimientos aparecidos al socaire de la ilustración y el modernismo: racionalismo, dogmatismo, fanatismo, sectarismo, fascismo, comunismo, materialismo, populismo, nacionalismo, progresismo, etc. (cfr. Wiesenthal, El derecho a disentir, Acantilado, Barcelona 2021,págs. 47-117). Todo ello tuvo que ver, en realidad, con el ejercicio, por el ser humano, de su razón y de su libertad. Es comprensible, hasta cierto punto, el desesperado clamor y su denuncia por la ausencia progresiva de ciertos valores del pasado, sobre todo si se sigue pensando y moviéndose uno en el contexto de una religión de creencias.
Los problemas a que hace alusión Pablo VI en el Discurso en cuestión (exclusión de toda referencia a Dios y a la trascendencia, o identificación con el ateísmo hasta el punto de mostrarse ‘como enemigo mortal del cristianismo’), no traen causa exclusiva, ni pueden atribuirse con dicho carácter exclusivista a la rebelión, lógica e inevitable, del orden temporal a fin de emanciparse de la religión. Efectivamente, las fuerzas y energías que contribuyeron al nacimiento de la cultura europea “como proyecto de vida universal, que se desarrolló sobre los valores cristianos de la fe, el gusto artístico de la cultura clásica, la asimilación de las ideas estéticas y morales que aportaron algunos de los pueblos que nos invadieron, el juicio crítico ilustrado y el pensamiento humanista” (Wiesenthal, El derecho a disentir, cit., pág. 88), se habían difuminado y debilitado hasta el punto de que Jean Daniélou, incluso al finalizar el Concilio Vaticano II, habló de la “disminución de la sensibilidad para con Dios y el lugar de Dios en la experiencia humana” (Respuesta de los teólogos, Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aíres 1970, pág. 25).
Ahora bien, a partir de esta panorámica que se divisaba, lo lógico hubiese sido preguntarse en serio sobre las causas de la misma. Y, al respecto, me veo obligado, en conciencia y en coherencia con mi propia experiencia de vida, a expresar un claro desacuerdo con tan negativa valoración (‘enemigo mortal del cristianismo’). Al menos, en los tiempos en que se puso en circulación tan negativa valoración como también en los actuales, me parece una posición dudosamente digna de ser secundada y apoyada. En realidad, ni sirvió entonces ni sirve ahora para modificar las cosas que, al parecer, tanto preocupan a la Iglesia institución y a sus líderes. ¿Qué sentido tiene, en tal caso, ponerla sobre la mesa de la opinión pública mundial y eclesial?
En resumen, creo, personalmente, más sensato, equilibrado y armónico, con la realidad de lo ocurrido y con sus verdaderas causas, un juicio como el siguiente:
“Sin embargo, esto no se debe sólo, como una y otra vez afirma Roma, a la creciente secularización, sino también a una nefasta evolución intraeclesial de la que hay que responsabilizar a Roma” (Küng, H., ¿Tiene salvación, cit., pág. 21).
Juicio cierto, que junto con la orientación conciliar y la reflexión de Hannah Arendt, constituyen, a mi entender, piezas imprescindibles para una valoración objetiva de la secularización, sus causas y sus consecuencias en el orden temporal y religioso.
(Continuará)
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