¿Hay alguien que no haya experimentado el dolor profundo que produce un fracaso? El dolor del fracaso. Génesis 6
¿Y a nosotros después del fracaso qué nos queda? Seguramente tan solo permanece el deseo de ser como Noé: una persona justa, que no se hunde en el agua del diluvio, y que por encima de todo ama a Dios y se sabe amada por Él.
| Gemma Morató / Hna. Carmen Solé
¿Hay alguien que no haya experimentado el dolor profundo que produce un fracaso?
Todos, con mayor o menor compromiso hemos planificado algo, hemos intentado llevar adelante un nuevo proyecto, una nueva experiencia, una organización diferente, en aspectos sencillos o no tanto de nuestra vida y que quizás afectaban la vida de otros.
Hemos realizado planes, proyectos con amor y cuidado, hemos intentado prever los posibles problemas que podrían surgir, hemos gastado tiempo, hemos rezado pidiendo la luz necesaria para aquello que se nos presenta como un bien, aunque sea a largo plazo. En una palabra, nos hemos cansado y a la vez nos hemos comprometido con aquello que veíamos casi nacer y ya por ello lo amábamos.
Y el proyecto fracasó.
Seguramente nos ha sido difícil reconocer hasta qué punto hemos sido capaces de forzar situaciones o de negar el presente, hemos desoído quizás la voz de otros y experimentando el fracaso; nos llega el deseo de borrar lo hecho, de volver atrás, de olvidar todo cuanto se ha intentado, y nos ha costado ver en este fracaso el amor de Dios.
Según el libro del Génesis en el capítulo 6 eso es lo que le pasó a Dios después de haber creado al hombre cuando vio cuanto mal ese hombre creado a su imagen era capaz de generar por negarse a seguir su querer. Dios se arrepintió de haber hecho al hombre, y deseó que la presencia del hombre fuese borrada de la faz de la tierra.
Pero el mismo libro del Génesis nos recuerda que Dios descubrió un hombre bueno: Noé, un hombre justo y honrado, y por él salvó al género humano.
¿Y a nosotros después del fracaso qué nos queda? Seguramente tan solo permanece el deseo de ser como Noé: una persona justa, que no se hunde en el agua del diluvio y que por encima de todo ama a Dios y se sabe amada por Él.