"A la Iglesia en España le faltan profesionales de la comunicación reconocidamente valientes" Antonio Aradillas: "¿A cuántos 'bravos' –franciscanamente bravos- les ha sido concedido el premio 'católico'?"
"Es explicable que, profesionales, organismos e instituciones “bravas” resulten incómodos para la jerarquía. Pero a la vez, es igualmente explicable que la Iglesia, y en la misma mucho más los pobres, se sientan radicalmente molestos y hasta exiliados de ella"
En vísperas de que los “¡bravos!” y, por contraposición, también los “¡mansos¡”, se conviertan periodísticamente en noticias de actualidad y obsequiosidad eclesiásticas, me permito hacer unas precisiones. Por supuesto que parto del convencimiento de que los protagonistas y, sobre todo, los repartidores de loas y de premios, están al corriente de las etimologías de las palabras e intenciones que las inspiran y transcriben. La verdad sigue haciéndonos libres, también y más, a los revestidos de los hábitos y formas clericales.
El término “bravo”, con las correspondientes bendiciones académicas de la RAE, sigue aplicándose a la “persona valiente capaz de emprender acciones difíciles y peligrosas” (Procede y se remonta al “barbarus”, fiero, de otras latitudes lingüísticas). Acerca del término “manso” reza el mismo diccionario, que es aplicable a la “persona suave o dócil en su condición y en su trato“. Se complementa por ahora este adoctrinamiento académico con la descripción de que dócil se “aplica al dulce, apacible y fácil de educar”, así como al que “obedece o cumple cuanto se le manda”.
Partir con rigor del sentido y del contenido que poseen y les son adscritos a las palabras, es tarea eminentemente positiva en la construcción–conservación y mantenimiento de la convivencia, y más cuando se aplica y se ejerce poco menos que “en el nombre de Dios”.
Y, antes se seguir con la reflexión, se echa de menos la formulación de esta pregunta: ¿A cuántos “bravos” –franciscanamente bravos- les ha sido concedido el premio “católico” del que es portador tal nombre y condición, en la historia eclesiástica de la Conferencia Episcopal en los últimos tiempos, en España? ¿A cuantos “mansos” les fue concedido tal galardón- recompensa, con el convencimiento de que no es solo personal, sino también institucional, es decir, para el periódico, o medio de comunicación, del que se sirvió el “bravo” para difundir sus bravezas?
Resulta fácil realizar el análisis, sin riesgos a exageración alguna, así como fácil es acertar en su discernimiento al tener en cuenta el carácter, el temple, la idea y el comportamiento de Iglesia, por muy jerárquica que sea en España, que ejercieron y siguen ejerciendo la responsabilidad de “repartidores” del reconocimiento de la bravura de los galardonados, con testimonios y adjetivaciones tan martiriales.
A la Iglesia en España le faltan profesionales de la comunicación reconocidamente bravos. Tal como estuvieron, y estarán más aún de aquí en adelante no pocas cosas, a quienes fueron “premiados” les sobraron mansedumbres para su reconocimiento. Es explicable que, profesionales, organismos e instituciones “bravas” resulten incómodos para la jerarquía. Pero a la vez, es igualmente explicable que la Iglesia, y en la misma mucho más los pobres, se sientan radicalmente molestos y hasta exiliados de ella, con tantas y tan dóciles “mansedumbres”, obediencias “ciegas” y “lo que usted, Eminentísimo y Reverendísimo Señor, mande, le parezca o prefiera”, con el sempiterno y vacuo aditamento ritual de “todo se hace por el bien de la Iglesia”.
¡Felices los bravos, “franciscanamente” bravos, porque de ellos es, o será, el Reino de los cielos, sin ocurrírseles pensar siquiera que unos premios en la Iglesia llevarían en jamás de los jamases el sobrenombre de ”Bravos”. Por definición, en la Iglesia no es lícito ejercer la profesión–ministerio de la comunicación, si no es con braveza o bravura.