Un santo para cada día: 2 de noviembre Conmemoración de los fieles difuntos ( Con el cariño de siempre a nuestros muertos que está vivos)
Como bien se sabe el origen del culto a los difuntos viene de muy atrás, podíamos decir que es tan antiguo como la aparición del hombre sobre la tierra, llegando a ser en algunos pueblos, como el egipcio, el núcleo central de su cultura
Vivimos inmersos en “el presentismo”. No queremos saber nada del pasado ni del futuro, lo que nos importa es poder disfrutar el momento fugaz que la muerte puede arrebatarnos en cualquier momento, tal como ha venido a recordarnos la pandemia del coronavirus. La muerte, según Heidegger, representa la última de nuestras posibilidades humanas, pero una posibilidad tan cierta que nadie puede eludir. “Mors certa, hora incerta” decían los antiguos. Por esta razón la muerte en nuestra cultura es vista como un elemento perturbador que nos intranquiliza y tratamos, como sea, de librarnos de ella ocultándola, hacemos como si no existiera, como el niño que piensa que cerrando los ojos desaparece cualquier cosa que nos incomoda.
Nada más nacer hemos emprendido la marcha hacia la muerte y cualquier edad es buena para que este acontecimiento se produzca, porque en realidad la muerte viene a ser una parte inseparable de la vida, y todo lo que nos sucede viene a ser parte del mismo guión, que ya está diseñado. Si al menos los hombres pudiéramos decidir cuándo y cómo queremos morir… ¿Por qué, Señor, no nos dejas elegir al menos la fecha y las circunstancias de nuestra muerte? Pero bien pensado, mejor dejarlo todo en tus manos y decir con Jorge Manrique: “Consiento en mi morir/ con voluntad placentera/ clara y pura/ que querer hombre vivir/ Cuando Dios quiere que muera / es locura.
Como complementación a la festividad de Todos los Santos, el día 1 de noviembre, la Iglesia ha reservado el 2 de este mismo mes para la conmemoración de “Los fieles Difuntos”, cuando el esplendor de la Naturaleza se ha marchitado y la tierra se viste con un sayal pardo de penitente que invita a la nostalgia. En este día de difuntos en que todos tenemos algún ser querido que recordar no encontramos mejor consuelo que el poder pensar que volveremos a encontrarnos en el camino, tal es la creencia generalizada basada en las motivaciones más diversas. Seguimos aferrados a la tradición secular, que ve en el día de los difuntos la ocasión de recordar a nuestros muertos, pasando a segundo plano las demás preocupaciones cotidianas; a los cementerios acudimos a llevarles flores en una especie de ritual esotérico, esperando sentir su misteriosa presencia deslumbrante de luz como nos la pintan quienes aseguran haber vuelto a la vida después de sentir el abrazo de la muerte. Bien mirado, todas estas creencias populares nos remiten al dogma fundamental del cristianismo que nos asegura que nuestra aventura humana no acaba en la nada, sino que tiene como último destino la Casa del Padre, a la que todos estamos llamados; más aún, nuestra fe no solamente nos asegura que nuestros muertos siguen vivos sino que estamos continuamente en línea directa con ellos y podemos pedirles auxilio en nuestras necesidades, que ellos conocen mejor que nosotros mismos, tal como lo sintiera Santa Teresita de Lisieux que se expresaba así; “Yo quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra”
También nosotros desde aquí abajo podemos ayudarles en el caso de que lo necesitaran. Ha pasado el tiempo de merecimiento para ellos, pero los que estamos en la brega, algo podemos hacer para que su espera resulte menos gravosa. En ningún caso la conmemoración de los fieles difuntos debiera traernos, no tan solo el mensaje de que un día tendremos que morir, aunque no viene mal recordarlo sino y sobre todo, debiera ser motivo de esperanza, el saber que quien nos espera a la vuelta de la esquina no es el sepulturero, sino el Padre con sus brazos abiertos. Si cierto es que nacemos para morir, no es menos cierto que morimos para renacer a la vida eterna. Todo lo bueno, hermoso y gozoso, que aquí abajo lo disfrutamos a cuentagotas, solo lo tendremos de forma sobreabundante, cuando hayamos traspasado las barreras del tiempo.
Como bien se sabe el origen del culto a los difuntos viene de muy atrás, podíamos decir que es tan antiguo como la aparición del hombre sobre la tierra, llegando a ser en algunos pueblos, como el egipcio, el núcleo central de su cultura. En cuanto celebración específicamente cristiana, constatamos cómo desde sus comienzos existía la costumbre de grabar en los dípticos el nombre de los fieles fallecidos. En el año 998 el abad Odilón introdujo la conmemoración de los fieles difuntos para todos los monasterios bajo la jurisdicción de la abadía de Cluny. Roma, en cambio, tardaría un tiempo en incorporar a la liturgia esta festividad, que no llegó hasta el siglo XIV.
Reflexión desde el contexto actual:
El culto a los muertos de una forma o de otra es una de las tradiciones más arraigadas, que con el paso del tiempo no ha perdido fuerza, a pesar de que la celebración de Halloween, pagana y carnavalesca, intenta abrirse camino y desplazarla, pero la realidad es que por el 2 de noviembre todos los hombres y mujeres de cualquier clase condición o creencia sienten como un deber familiar, por encima de cualquier otra consideración, honrar a sus muertos. El Halloween, como mucho, podrá distraernos con una representación macabra y espectral de la muerte, llena de mal gusto, pero lo cierto es que nunca podrá desposeer a la festividad de los fieles difuntos de su sentido trascendente. Ciertamente en nuestra cultura hay muchos tabúes entre ellos el de la muerte y la mejor forma de desmitificarla es reducirla a su verdadero significado. “Morir solo es morir, dice en su bello poema J. L. Martín Descalzo, morir se acaba. /Morir es una hoguera fugitiva. /Es cruzar una puerta a la deriva/ y encontrar lo que tanto se buscaba”.
Lo que separa al cielo de la tierra , no es un abismo sino un puente y lo que nosotros llamamos muerte no es otra cosa que el tránsito de una ribera a otra.