Un santo para cada día: 1 de marzo San Rosendo (El hombre que solo quiso ser monje)
Rosendo nace en el 907 en el seno de una familia galaica emparentada con la nobleza asturleonesa. Su padre se llamaba Gutiérrez Méndez, hombre de confianza de Ordoño II de León y su madre Ilduara Leriz, hija del conde de Lugo. Aparte de la nobleza, el matrimonio era muy cristiano, con lo cual el niño habría de criarse en un ambiente en donde no le faltaría de nada, tanto en lo material como en lo espiritual. Llegado el momento fue enviado a estudiar humanidades a la escuela episcopal de Mondoñedo y pronto comenzó a dar signos de que estaba llamado para realizar grandes cosas. A los 27 años ya era obispo de Dumio y poco después lo sería también de Mondoñedo, localidad donde él se había formado. A medida que el tiempo pasaba iba tomando conciencia de que lo suyo era ser santo y para lograrlo nada mejor que abandonar las dignidades, los boatos y el bullicio cortesano y dedicarse a vivir una vida recogida y de oración. Ya desde muy niño dio muestras de que le gustaba la soledad y cuando su padre visitaba sus extensas posesiones él gustosamente le acompañaba porque se le brindaba la ocasión de hablar con siervos de Dios, que huyendo del mudo se habían retirado a aquellas tierras agrestes para vivir en soledad y penitencia.
Por su cabeza no dejaba de rondarle la idea de plantar un suntuoso monasterio en esas tierras reconquistada a los moros, que fuera un oasis de paz o como el mismo dice “La casa de Dios y la puerta del cielo, donde el pecador pudiera encontrar refugio en cualquier hora; que se convirtiera a Ti de todo corazón, para que desates todos los nudos de sus pecados”. Un lugar donde los monjes no tuvieran otra obligación que alabar, dar gracias a Dios y tratar de ser santos, dejando los cuidados de las cosas materiales en otras manos. Los colonos habrían de ser quienes se encargarían de cultivar las extensas posesiones, los pastores guardarían los rebaños, los albañiles, los herreros, los panaderos, los cocineros, cada cual a lo suyo. Celestial utopía; pero como Rosendo poseía bienes, tenía poder, estaba bien relacionado y además disponía de influencias, pues fue y lo hizo tal y como lo tenía planeado, fundando el convento de S. Salvador construido en Celanova (Orense); la obra más importante de su vida que habría de convertirse en lugar de referencia para más de cincuenta monasterios y prioratos repartidos por toda España, llegando a ser su refugio, al que escapaba siempre que podía para curar las heridas recibidas en la batalla del espíritu, que constantemente tuvo que librar, porque su vida siempre fue una vida muy agitada.
Después de haberlo pensado concienzudamente decide abandonar la dignidad episcopal para ingresar como humilde monje en el convento que él había fundado; así se lo pide al abad Frankila. Toma el hábito y se le recibe en la Comunidad como uno de tantos, trabaja en la cocina, sirve a la mesa, celebra la misa y canta en el coro como cualquier otro monje. Es aquí donde se encuentra a gusto y realizado. Su verdadera vocación era ésta, pero ¡oh ironías de la vida!, cuando parecía que había encontrado su destino definitivo recibe una carta de Ordoño II, donde le pide que se encargue “del gobierno de la provincia que mandó tu padre y terrenos adyacentes hasta el mar…” y ahí tenemos a Rosendo que precipitadamente tiene que salir del convento para convertirse en gobernador de una vasta región. Tuvo ocasión de comprobar, no sin gran sufrimiento por su parte, cómo la esclavitud se había extendido entre muchos nobles cristianos, incluso entre obispos, práctica que el trató de erradicar exhortando a todos y predicando con el ejemplo.
Una vez cumplida su misión volvió a su refugio, para dedicarse a las cosas de Dios y del espíritu, pero no habría de ser por mucho tiempo porque de nuevo volvió a ser llamado; esta vez Rosendo vuelve a ser solicitado para que se haga cargo del gobierno de la diócesis de Santiago, para sustituir a Sisnando apresado por sus desmanes y Rosendo, entendiendo que ésa era la voluntad de Dios, allá que se fue, sin dejar por ello la diócesis de Compostela, hasta que Sisnando logró escapar y entrando en el palacio episcopal le obligó, puñal en mano, a salir por piernas y otra vez al refugio, en esta ocasión, ya de forma definitiva.
Durante tres años seguidos Rosendo pudo vivir la paz y el silencio de los muros monacales y prepararse para la última partida de este mundo. Consciente de que se acercaba el final escribe su testamento, donde se pueden leer estas palabras “Viendo que los días de mi vida corren inexorablemente, que se debilitan las fuerzas en mi cuerpo y que mi último momento se acerca, ya empecé a considerar en el interior de mi corazón las cosas que anduve desde mi primera edad” para dejarlo todo preparado y ponerlo bajo la providencia de Dios, hasta que Rosendo pudo partir a la casa del Padre en el año 977.
Reflexión desde el contexto actual:
Magnífico el mensaje que nos trasmite con su vida el santo de hoy, vigente en todas las épocas y para todas las personas. Los santos siempre han de estar en función de quienes les rodean, sacrificando sus proyectos personales en beneficio del bien general. Siempre es bueno darse cuenta de que una cosa es la devoción personal y otra mucho más importante es la obligación general que nos imponen los demás, lejos de cualquier egoísmo. Nos cuesta entender que a veces el servicio a Dios es el servicio al prójimo y en esto Rosendo nos dejó un claro ejemplo de vida. Para conmemorar el XI centenario de su muerte fue convocado en 2007 por el obispo de Mondoñedo-Ferrol y por el de Orense, el Año Jubilar Rosendiano.