"¿Cómo hacer el bien, cuando es tan fácil deslizarse hacia la barbarie?" Gisèle Pelicot: El verdadero problema no es la banalidad del mal, sino su trivialización
"Cuando Hannah Arendt publicó «La banalidad del mal - Eichmann en Jerusalén» en 1963, muchos se sintieron incómodos"
"Tal vez la era de la «banalidad del mal» haya terminado y haya sido sustituida por la de su «banalización»"
"Al trivializar el mal, acabamos trivializando también la bondad, oponiendo ingenuamente a la pesadilla de los demonios nuestro pretendido panteón de santos"
"Al trivializar el mal, acabamos trivializando también la bondad, oponiendo ingenuamente a la pesadilla de los demonios nuestro pretendido panteón de santos"
Es verdad. El mal es noticia, pero el bien cuenta más. No quiero trivializar nada, al contrario, pero llevo tiempo pensando, tengo tiempo para ello, y ganas, no sé si capacidad. No es bueno tomar el crimen y las acciones cada vez más sangrientas sólo con preocupación y miedo, porque lo que leemos o lo que emerge está lejos de representar toda la realidad, compuesta de ciertos males, pero afortunadamente también de bienes, que se ven menos pero, con seguridad, son más numerosos.
Sin embargo, comparto esta reflexión en medio de la baja, media, alta intensidad de la violencia. Violencia al fin y al cabo. Hoy he enviado a algunos medios locales un artículo escrito. Lo he titulado: “A propósito de la Sra. Gisèle Pelicot, una vergonzosa masculinidad”. Si lo publican o no, yo no soy responsable. Y a estas alturas de mi reflexión, ni me interesa lo más mínimo su publicación o no.
Cuando Hannah Arendt publicó «La banalidad del mal - Eichmann en Jerusalén» en 1963, muchos se sintieron incómodos. La obra relataba cómo el atroz planificador de la Shoah, Adolf Eichmann, había optado por ocultarse tras la máscara del funcionario celoso para buscar la absolución de sus crímenes. En el juicio en el que fue acusado, el mencionado Adolf Eichmann invocó la estricta burocracia con la que planificó los convoyes a Auschwitz, como si sus banales acciones de empleado diligente debieran distinguirse de la brutalidad que le rodeaba.
Una postura que planteaba una pregunta inquietante: si la cara más fea del mal se mostraba a través de la conducta «ordinaria» de la gente corriente, ¿quién debería ser considerado realmente culpable y quién inocente? El recordatorio de su propia «mediocridad» no salvó al jerarca nazi de la condena; al contrario, quedó claro que incluso los funcionarios burócratas, intermedios y grises tienen el deber de elegir.
Más de sesenta años después, el ensayo de Hannah Arendt sigue planteando incómodas reflexiones: tal vez la era de la «banalidad del mal» haya terminado y haya sido sustituida por la de su «banalización». Un fenómeno desencadenado esta vez por el proceso inverso: el deseo de agregar, equiparar e igualar las faltas de los demás. Por ejemplo, atronando sobre la «responsabilidad colectiva» y el «mal absoluto», sin admitir distinciones. Una simplificación audaz, a partir de la elección de las palabras con las que contamos la maldad humana, creando similitudes, evocaciones y conexiones entre las palabras, incluso donde no existen.
Es así como el significado de términos como limpieza étnica, genocidio, racismo, autoritarismo, terrorismo... violaciones… han acabado plegándose a la vaguedad del sentido común, a pesar del mérito de los contextos individuales y de aquellas definiciones jurídicas construidas con estudio y precisión.
La incapacidad de discernir sus rasgos distintivos entraña otro riesgo inevitable: al trivializar el mal, acabamos trivializando también la bondad, oponiendo ingenuamente a la pesadilla de los demonios nuestro pretendido panteón de santos. Una polarización absoluta, sin matices, que no contempla dudas ni vacilaciones y que no concede derogaciones ni deserciones.
Todo lo útil parece bueno y urgente; todo lo que amenaza nuestras convicciones o intereses, execrable y a aniquilar al instante. Una polaridad que no nos permite captar la maraña de la realidad, hecha de gradaciones intermedias entre la paz perpetua y la guerra total,…, entre la inocencia y la culpabilidad,…, entre la bondad y la maldad.
Frente a esta parálisis, resulta tan importante como urgente restablecer en nuestro pensamiento alguna forma de correspondencia entre nosotros y el mal que percibimos. Corresponder, significa «dar una respuesta adecuada» al desafío planteado. Pero si el único reflejo es imprimir la marca de Caín a cualquiera que no se ajuste a nosotros, nunca sabremos si de esa respuesta puede surgir algo inesperado.
Un compromiso que es cualquier cosa menos trivial. Y es precisamente en nombre de la superación de esta banalidad que deberíamos volver a escuchar las razones del Mal. No para encontrar atenuantes, sino porque considerarlas justamente es la única manera de comprender lo que realmente entendemos por Bien.
¿Qué puede a unos hombres ponerse al servicio de una propuesta loca y ruin de violar a una mujer drogada, inconsciente…? ¿Son «monstruos» u «hombres corrientes»? Trivializar el mal sólo contribuiría a «absolver» de la culpa de una violación de libro de tomo y lomo.
Pero ¿de qué banalidad estoy hablando? No, no es cuestión de absolver a nadie. No pretendo dar ninguna explicación de una violación. Durante el juicio, se han oído proclamaciones de exculpaciones, de inocencias…, explicando y razonando incluso lo inverosímil. Las acciones eran monstruosas, pero quienes las llevaron a cabo eran personas normales, ni demoníacas ni monstruosas.
Y esto no explica lo inexplicable. Existe una «banalidad del mal» que no puede ignorarse si se quiere evitar volver a caer en la espiral infernal del mal. Ciertamente, no porque el mal, en sí mismo, sea trivial. Ni porque quienes lo cometen puedan considerarse triviales. Sino porque todos podemos hacer el mal, a veces sin darnos cuenta, aunque no seamos sádicos ni monstruosos. No se trata de negar que la perversión existe y que algunas personas sienten un goce particular al hacer sufrir a los demás. Se trata más bien de explicar que el bien y el mal no están separados por una barrera infranqueable. Aunque la barrera siempre existe, superarla es mucho más fácil de lo que uno se imagina.
Ninguno de nosotros está a salvo de la barbarie. Nadie puede saber cómo se habría comportado o cómo se comportaría en determinadas circunstancias. Al contrario, todos podemos «trivialmente» hacer el mal, porque la barbarie y la civilización coexisten en cada ser humano. La satisfacción del instinto, como la obediencia ciega al deber, pueden llevar a cualquiera a actuar sin pensar. Y cuando uno deja de pensar, ya no es capaz de distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. El concepto de banalidad del mal no es, pues, un mero eslogan.
Al contrario. Es quizá la única manera de explicar la radicalidad del mal humano: radical precisamente porque es trivial; radical porque todo el mundo puede hacerlo, a veces trivialmente, aunque algunos decidan no hacerlo. No es difícil entender por qué se hace el mal. La verdadera dificultad está en otra parte: ¿cómo hacer el bien, cuando es tan fácil deslizarse hacia la barbarie, cuando basta dejarse llevar por la corriente de las pulsiones para olvidar nuestra humanidad común?
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