Una aventura fabulosa, una historia entretejida de fe, empeño misionero, audacia, paciencia y mucho amor a la selva 75 Años del Vicariato San José del Amazonas
Llegamos a esta efemérides en una situación límite a la que, tristemente, ya casi estamos acostumbrados. Nos las vemos y nos las deseamos para financiar el Vicariato, los gastos corrientes: la manutención de los misioneros, el pago a los trabajadores… Hay que estar siempre pidiendo y vivimos de limosna.
Por otra parte está la escasez de misioneros: de los 16 puestos de misión, hay 7 donde no contamos con presbítero; y a esos se suman 2 en los que directamente no hay nadie. Esta es la realidad. Pienso que la fórmula de la “commissio” está agotada.
El 13 de julio de 1945 el Papa Pio XII, mediante la Bula In Catholici Orbis, creó la Prefectura Apostólica de San José del Amazonas; diez años más tarde la elevaría al grado de Vicariato Apostólico. Así comenzó una aventura fabulosa, una historia entretejida de fe, empeño misionero, audacia, paciencia y sobre todo mucho amor a la selva, a estos pueblos.
El documento encargaba la evangelización de esta región a la Orden de los Frailes Menores, bajo la figura de la “commissio”: “Hanc autem territorii partem, ita finibus circumscriptam, in novam erigimus et constituimus Praefecturam Apostolicam, quam Ioseph de Amazones denominandam decernimus eamque Ordinis Fratrum Minorum Missionariorum curis, ad Nostrum tamen et Apostolicae Sedis beneplacitum, committimus”. De hecho esta historia la iniciaron los franciscanos de la provincia San José del Canadá, a quienes la Orden confió el gobierno y el mantenimiento, económico y en personal, de la misión en este pedazo de Amazonía peruana.
Se puede decir que los pioneros vivieron una auténtica epopeya misionera. El barco “Le Gaulois”, en el que viajaban varios franciscanos, zarpó desde el frío Quebec remontando el estuario del San Lorenzo hasta el océano Atlántico, en una increíble travesía que terminó en el delta del Amazonas, donde naufragó. Todos los enseres que transportaban se hundieron, excepto la caja de madera que contenía el cáliz. Nadie falleció, pero tuvieron que empezar de nuevo. No se amilanaron y en una segunda tentativa lograron cumplir su objetivo surcando el Gran Río hasta Iquitos, una hazaña en toda regla. No en vano el lema de Dámaso Laberge, primer vicario apostólico, era “Ne deficiant in via” (“No desfallezcan en el camino” Mt 15, 32).
Después de eso se desencadenó un desarrollo extraordinario de la misión. Los canadienses y las congregaciones que se unieron (Hospitalarias de San José, Misioneras Parroquiales, Ursulinas, etc.) trabajaron incansablemente y fundaron parroquias, escuelas, centros de salud, internados… Fueron respondiendo a los retos que encontraron, con los instrumentos y la mentalidad de una época convulsa por la revolución del Vaticano II. Entre ellos y ellas hubo genios, santos, valientes; y también limitaciones humanas, episodios escritos con renglones torcidos, como en cualquier gesta.
El fin de siglo registró un descenso de sacerdotes y religiosos común por todas partes. El vicario apostólico ya no era canadiense y entre los misioneros había cada vez más laicos. Ocurrió un crack económico en 2011 del que todavía nos estamos recuperando. Desde noviembre de 2014 el Vicariato apenas ha recibido apoyo económico por parte de la Orden Franciscana; oficialmente sigue siendo la responsable del envío de personal y de proporcionar los medios adecuados para el funcionamiento de esta Iglesia, pero de hecho ya no funge como tal.
Y así llegamos a esta efemérides, en una situación límite a la que, tristemente, ya casi estamos acostumbrados. Nos las vemos y nos las deseamos para financiar el Vicariato, los gastos corrientes: la manutención de los misioneros, el pago a los trabajadores… Hay que estar siempre pidiendo y vivimos de limosna. Para poder realizar nuestras tareas (visitas a las comunidades, catequesis, encuentros, pastoral variada…) continuamente hemos de estar presentando proyectos y rindiendo cuentas, siempre en la incertidumbre, siempre luchando.
Por otra parte está la escasez de misioneros: de los 16 puestos de misión, hay 7 donde no contamos con presbítero; y a esos se suman 2 en los que directamente no hay nadie. Esta es la realidad. Pienso que la fórmula de la “commissio” ya no da para más; el asignar los territorios de misión a grandes congregaciones religiosas poderosas en personal y en recursos económicos valió en el pasado y logró apreciables éxitos, pero hoy día casi nadie en la Iglesia dispone de mucha gente y mucha plata. Todos somos pequeños y creo que se trata de sumar. Ojalá las autoridades estén estudiando maneras alternativas de gestionar las misiones, pero mientras llegan decisiones y cambios, acá necesitamos urgentemente una solución inmediata para continuar en pie.
Ni siquiera hemos podido celebrar en condiciones, pero al menos en Punchana hicimos un brindis el día 13. Se proyectaban fotos antiguas y actuales, todas de misioneros. Imágenes en blanco y negro de los de ayer, hombres y mujeres míticos que se dejaron la vida (algunos literalmente) por los más humildes en estas tierras; pero también rostros a colores, de los tiempos recientes, unos pasaron fugazmente, otros permanecieron, muchos dejaron huella. Mezclados con todos, iban apareciendo nuestras propias caras, las de los misioneros actuales. Confieso que al verme ahí, sentí sorpresa y una combinación de rubor y orgullo. Amo el Vicariato, me duele el Vicariato, y para mí es prodigioso estar acá y continuar escribiendo, junto con mis compañeros, esta fascinante historia. Solo le pedí a Diosito que nos haga dignos de ella.