Cincuenta años de la convocación del Concilio Vaticano II
La decisión de celebrar un concilio ecuménico ya la había anunciado el 25 de enero de 1959, apenas tres meses después de su elección al supremo pontificado, pero ahora lo convocaba formalmente y señalaba la fecha de su inicio: el 11 de octubre de aquel mismo año. Un acontecimiento histórico, que influiría poderosamente en la historia de la Iglesia y en la de toda la humanidad.
Repetidas veces dijo Juan XXIII que había tomado aquella decisión por inspiración divina. ¿Cómo hay que entender esta inspiración? El 13 de octubre de 1962, dos días después de la solemne inauguración del Concilio, en su audiencia a los observadores no católicos, que podían ser alérgicos a relatos de apariciones y revelaciones, les decía: “No me gusta apelar a inspiraciones individuales. Me contento con la recta doctrina, que enseña que todo viene de Dios. Es así como consideré inspiración celestial esta idea del Concilio”.
Entre las diversas explicaciones que dio de aquella inspiración, encuentro deliciosa la del 7 de mayo de 1962: “Fue como una flor humilde escondida en los prados: ni siquiera se la ve, pero su presencia se nota en el perfume”.
Son palabras muy características del Papa Roncalli, tan sobrenatural y a la vez tan humano. Sabemos que todo es gracia, pero normalmente no notamos sensiblemente la intervención de Dios en nuestras vidas. Lo que notamos es lo que “yo” pienso, decido y hago, y el esfuerzo que me cuesta, pero no notamos que lo hagamos por la gracia de Dios.
Sin embargo Dios concede a veces la experiencia sensible de su acción, y esto es propiamente el fenómeno místico. Con aquella poética comparación del perfume de una flor invisible, Juan XXIII expresaba su experiencia interior.
De mucho antes, ya antes de ser Papa, había pensado en la conveniencia de un concilio ecuménico, y una vez Papa lo tenía por necesario. Pero no era un irresponsable, como algunos dijeron (y siguen diciendo) y era perfectamente consciente de las dificultades con que su idea tropezaría. Pero en un cierto momento, “de improviso”, como él decía y repetía, sintió que aquello no era solo idea suya, sino que era cosa de Dios. Fue el perfume de la flor invisible. Entonces se lanzó de cabeza a su realización, contra viento y marea.
En tiempo de Pío XII se había hablado de la convocación de un concilio ecuménico. Incluso el Papa encargó con el mayor secreto a algunos eclesiásticos del Santo Oficio (Ottaviani, Ruffini...) que estudiaran su conveniencia. Pero la idea que todos ellos tenían era, ante el creciente distanciamiento con respecto al pensamiento moderno y el resquebrajamiento del dogma y de la disciplina en el seno de la misma Iglesia católica, un concilio ecuménico presidido por el Papa, máximo órgano del Magisterio y de la jurisdicción de la Iglesia, que proclamara como dogma de fe la teología y la legislación tradicionales y anatematizara a todos los que no las aceptaran.
En cambio la idea de Juan XXIII era, dada la situación actual, un concilio por medio del cual el Espíritu Santo nos diga a todos lo que tenemos que hacer.
Su proyecto topó con la resistencia cerrada de la mayoría del entorno curial (de eso hablaré otro día), pero lo mantuvieron firme la certeza de que Dios lo quería y también el entusiasmo que el anuncio del concilio suscitó en el pueblo de Dios (vox populi, vox Dei) y hasta, más allá de la frontera de la Iglesia, en todos los “hombres de buena voluntad”.