Tomás de Aquino y la Biblia
En su tiempo, la enseñanza de la sagrada doctrina en las universidades (que entonces eran todas eclesiásticas) se centraba en el estudio de las Sagradas Escrituras. Tenía tres grados. El primer grado consistía en una lectura cursiva, o sea seguida y rápida, de todos los libros de la Biblia. Era un primer conocimiento de su letra, porque se consideraba que la teología tenía que partir de la Palabra de Dios.
El segundo grado era como una síntesis conceptual. Se confrontaban pasajes bíblicos que parecían estar en contradicción, se aducían las interpretaciones que de ellos habían dado los Padres de la Iglesia y se trataba de armonizarlas por medio de las dos grandes herramientas de la lógica: las distinciones y las definiciones. Con esta base ya se podía pasar al tercer grado, que eran los grandes comentarios magistrales de los distintos libros de la Biblia, en los que se aplicaban aquellas nociones teológicas a la letra de las Escrituras.
Santo Tomás de Aquino recorrió estos tres grados, primero como alumno y después como profesor. Para él, la Suma Teológica no era más que un instrumento para poder estudiar más profundamente la Biblia. Sus obras más importante eran, y son aún, sus grandes comentarios a los evangelios, principalmente el de Juan, y a las cartas paulinas, sobre todo Romanos y Hebreos.
En tiempo de santo Tomás, Biblia y Teología formaban una sola disciplina, la sacra doctrina, pero más adelante la teología se independizó de la Biblia. Durante los siglos siguientes se partía de los manuales de teología, se formulaban unas tesis teológicas y se buscaban sentencias bíblicas que, arrancadas de su contexto, corroboraran las tesis que el teólogo había excogitado. Así se llegó a una escolástica rancia y decadente, contra la que con razón se reaccionó, bien con estudios de teología positiva, volviendo a las fuentes: Biblia, liturgia, concilios, Padres de la Iglesia; o bien abandonando la filosofía aristotélico-tomista y partiendo de las diversas filosofías modernas, tal como el mismo santo Tomás había sido revolucionario y hasta había sido condenado por los teólogos de la Sorbona por haber dejado el agustinismo platónico tradicional y haberse pasado al realismo aristotélico.
La gran lección que nos sigue dando santo Tomás es que la teología ha de partir de la Biblia y ha de servir para volver a ella y entenderla mejor. La teología, y su hermanito menor que es el catecismo, han de estar al servicio de la Palabra de Dios, pero si las sirvientas se creen señoras, estamos perdidos.
Una teología o un catecismo que en vez de guiarnos en la comprensión de la Biblia pretendan ahorrarnos su lectura, nos estafan. Son como aquellos censores cinematográficos que se sacrificaban, veían todas las películas y después nos decían a nosotros cuáles podíamos ver y cuáles no. Así, durante siglos los teólogos han considerado que la lectura de la Biblia era peligrosa; ellos se sacrificaban, la leían entera y nos contaban, a su modo, lo que les parecía más necesario para nuestra fe y nuestra moral. Fue, en buena parte, una reacción contra el luteranismo, que hacía bandera de la sola Scriptura. Pero el Vaticano II nos ha enseñado que todo cristiano ha de leer por sí mismo la Sagrada Escritura, aunque siempre guiado por el Magisterio. Tengámoslo presente ahora que se ha lanzado la consigna de la nueva evangelización.
León XIII, el primer Papa que se enfrentó con realismo al mundo surgido de la Revolución francesa, fue también el que promovió el neotomismo, un tomismo puesto al día. Como diría el P. Sertillanges: estudiar santo Tomás con el mismo método crítico con el que en la Sorbona le habían enseñado a estudiar a los clásicos. Y fue León XIII quien, empapado del auténtico tomismo, inauguró con sus encíclicas la doctrina social y política de la Iglesia.