Trabajos forzados en el Valle
Los defensores de la obra alegan que todos eran voluntarios, que percibían un salario y además se les perdonaba parte de su pena de prisión expiando su culpa a pico y pala. Sí, formalmente eran voluntarios, pero eran como aquel condenado a la horca a quien dejaban escoger el árbol del que lo colgarían. Mejor ciertamente trabajar al aire libre que pudrirse amontonados en una de aquellas prisiones superpobladas e insalubres. Opción tanto más preferible si además percibían un salario, por mísero que fuera, que les permitía enviar algo a la familia, con gran negocio de la empresa constructora (Huarte o algún otro de los aventajados concesionarios de obras públicas) que explotaba aquella mano de obra barata, y mejor aún si encima se les descontaban varios días de prisión por cada uno de los trabajados. Era aquella una voluntariedad muy especial.
El P. José Agustín Pérez del Pulgar, S. J., se enorgullecía de haber creado la “Obra de la Redención de Penas por el Trabajo” (Orden del 7-X-1938), en colaboración con el Director General de Prisiones, que curiosamente atendía al nombre de “Máximo Cuervo”, que no era un mote impuesto por los presos, sino que realmente se llamaba así. En aquella institución, que se pretendía humana y hasta cristiana, latía la idea perversa de que aquellos presos republicanos no eran solo delincuentes sino también pecadores, que necesitaban expiar su pecado con el trabajo, como Adán después del pecado original. Si según el psiquiatra del régimen Vallejo Nájera los comunistas eran enfermos mentales, para Pérez del Pulgar todos los republicanos eran pecadores. El sistema podía haberse llamado “Reducción de penas”, pero el nombre de “Redención” tenía una sobrecarga bíblica y teológica con la cual aquel negocio del trabajo casi gratuito se asimilaba sacrílegamente a la obra de la Redención de Cristo.
¿Humanidad? Según las instrucciones impartidas por el P. Pérez del Pulgar a los capellanes de prisión, no tenían que poner nunca en duda la justicia de las condenas, ni ofrecer sus buenos oficios para aliviar la condición de los presos. Era una mentalidad bastante generalizada. Son numerosos los testimonios de la actitud inhumana de muchos capellanes de prisiones, que (con honrosas excepciones) en sus sermones o alocuciones a los presos no solo aprobaban las sentencias sino que les decían que no eran dignos de la misericordia con que el Caudillo los trataba. Cuando Carrasco Formiguera fue apresado con toda su familia, sus hijos pequeños, en el orfelinato donde estaban recluidos, se disponían a comulgar, como de costumbre, en la misa del domingo, pero les dijeron que estaban en pecado y antes tenían que confesarse, y cuando lo hicieron el cura les puso a todos la misma penitencia: “Reza un padrenuestro por la conversión de tu padre”.
Cuando tras la derrota de los países del Eje Franco quiso maquillar su régimen, uno de los retoques fue convertir aquel mausoleo de los vencedores de la guerra civil en sitio de oración por todos los muertos de ambos bandos y santuario de reconciliación, con un centro de estudios de la doctrina social de la Iglesia, que contribuiría a la paz en el futuro. Entonces ya no había lugar para pecadores redimiéndose con su trabajo.