Un hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó cayó en manos de unos ladrones que, además robarle todo lo que llevaba, lo dejaron malherido y desangrándose. Llegó un sacerdote, y dio un rodeo para no encontrárselo. Llegó un levita y también dio un rodeo para no encontrárselo. Entonces llegó un
samaritano que tuvo misericordia de aquel pobre hombre, se le acercó y, al verle desangrándose al sol y cubierto de moscas, y no pudiendo de momento hacer otra cosa, iba a alejarlas, pero el herido le dijo con un hilo de voz: “Déjalas, déjalas, que éstas ya están hartas...”.