La evangelización de Europa

En Hechos de los Apóstoles 16,10, que leíamos el pasado sábado, se cuenta un acontecimiento de gran importancia para la historia de la Iglesia: la llegada de san Pablo a Europa. No era éste el plan del apóstol de las gentes, y le costó mucho al Espíritu Santo conducirlo en esta dirección. Fue en su segundo viaje misionero. Se había separado de Bernab, había tomado por compañero a Silas y se le añadiría Lucas.

Partiendo de Antioquía de Siria, Recorrieron Siria y Cilicia, pasaron por Derbe y Listra y entrando en Asia Menor (la actual Turquía) querían ir a evangelizar la región que entonces era la provincia de Asia (al oeste de la península, donde se fundarían más tarde las siete iglesias del Apocalipsis, presididas por Éfeso) pero “el Espíritu Santo se lo impidió” (16,6); Lucas no dice cómo, pero les quedó muy claro que no podía ir por allí. Entonces quisieron dirigirse a la provincia de Bitinia, al norte de la península, “pero no se lo consintió el Espíritu de Jesús” (16,6); tampoco dice cómo. No les quedó entonces otro camino libre que hacia el oeste, por la región de la Misia, que atravesaron hasta llegar al puerto de Tróade. Fue allí donde el Espíritu Santo les dijo finalmente qué esperaba de ellos: “Por la noche Pablo tuvo una visión: un macedonio (debió identificarlo por el modo de vestir) estaba de pie suplicándole: Ven a Macedonia y ayúdanos”. Entonces, convencidos de que tal era la voluntad de Dios, se embarcaron, atravesaron el Mar Egeo y desembarcaron en Neápolis, y de allí a Filipos. Así empezó la evangelización de Europa.

El continente europeo tardaría aún varios siglos en ser totalmente evangelizado, pero el centro de gravedad del cristianismo se fue desplazando poco a poco de este a oeste. El primer centro había sido primero Jerusalén, después fue Antioquía de Siria, donde por primera vez los discípulos se llamaron cristianos, más tarde sería Efeso, donde según la tradición vivieron la Virgen María y el apóstol y evangelista san Juan, y finalmente sería Roma, regada por la sangre de los príncipes de los apóstoles Pedro y Pablo. Al principio la comunidad de Roma era de lengua griega, porque el cristianismo se había difundido sobre todo entre la colonia oriental. Más tarde fue bilingüe y finalmente prevalecería el latín, pero aun actualmente en las misas papales el evangelio se canta en griego y en latín.

Europa estaba providencialmente destinada a jugar un papel primordial en la Iglesia. Más allá del ámbito estrictamente religioso, llegaría a ser, en la Edad Media, la realización social más plena del evangelio, con una cultura, arte, leyes, costumbres y fiestas cristianas y una compenetración entre la Iglesia y el Estado, lo que se ha llamado la alianza del trono y el altar.

Fue la “cristiandad”, inculturación del cristianismo, aunque con los inconvenientes que posteriormente se han señalado. En la creación de esta sociedad cristiana jugaron un papel primordial los monasterios, que forjaron la cultura de la divisa benedictina del ora et labora, “ora y trabaja”, síntesis de la fe cristiana y la dignidad del trabajo. A aquellos pueblos bárbaros, guerreros, que encontraban normal vivir de la guerra y el botín, los monjes les inculcaron el sentido de la paz y el orden y también la dignidad del trabajo.

Cuando a partir del siglo XVI se descubren nuevos mundos, de Europa saldrán los misioneros que los evangelizarán. Pero en los últimos siglos, con la Ilustración, la Revolución francesa y la industrialización, Europa se descristianiza y se descubre como “país de misión”. Últimamente Juan Pablo II, al convocar la “nueva evangelización”, ha venido a ser como otra aparición de aquel macedonio que se apareció a san Pablo y que hoy clama de nuevo: “¡Ven y ayúdanos!”. Solo que ahora han de venir a evangelizar Europa sacerdotes, religiosos y religiosas de aquellos continentes y países que siglos atrás habían evangelizado los europeos.

La Europa medieval, la cristiandad, tenía una sólida unidad basada en la común fe cristiana. Más tarde la dividirían las guerras, a menudo guerras de religión, o más bien guerras con el pretexto de la religión. Después de la segunda guerra mundial, en 1945, tratando de evitar que se repitiera aquella matanza, se vivió el momento más dulce del movimiento por la unidad europea. Rivalizaban entonces dos grandes proyectos europeístas: el democratacristiano, ya que en aquellos años los partidos democratacristianos eran muy potentes en la Alemania de Adenauer, la Italia de De Gasperi y la Francia de Schuman; y el proyecto socialista, con el belga Spaak, que propugnaba la Europa de los obreros.

Pío XII apoyó con todas sus fuerzas el proyecto democratacristiano y, apelando a las raíces cristianas de nuestro continente, proclamó a san Benito “padre de Europa”. Un relieve esculpido en la fachada del monasterio de Montserrat lo recuerda. Más tarde, Pablo VI declararía el patronazgo litúrgico. Pero la comunidad europea que finalmente salió no ha sido ni la cristiana ni la socialista, sino la de las multinacionales y los mercados financieros.

El macedonio sigue gritando: “Ven y ayúdanos!” Si la dignidad del trabajo ha sido una característica de la civilización europea (a diferencia de la dignidad de no tener que trabajar, propia de otras culturas), somos muy poco europeos si toleramos que haya una parte tan importante de la población que no encuentra trabajo. Europa ha de recibir de nuevo el evangelio, con su mensaje social, hasta lograr que la economía sea reflejo de aquel designio divino de salvación universal que san Pablo llamaba oikonomia, presidido no ya por el interés egoísta sino por la solidaridad y el amor al prójimo.
Volver arriba