La “soledad institucional” de Juan XXIII
Una manifestación clamorosa de aquella oposición fue el boicot del diario vaticano, L’Osservatore romano, a la noticia del anuncio del Concilio. Juan XXIII hizo pública su decisión en el solemne acto de conclusión del octavario de oraciones por la unión de las Iglesias cristianas, el 25 de enero de 1959, en la basílica de San Pablo Extramuros.
Dejando prácticamente de lado la intención ecuménica propia del octavario, la celebración conclusiva había sido convertida en oración por “la Iglesia del silencio”, especialmente la de China. Es la expresión que había acuñado Pío XII para referirse a los cristianos de países comunistas (otros, maliciosamente, la aplicaban a la misma Iglesia católica, en la que la voz del Sumo Pontífice era la única que se podía oír).
Juan XXIII, desde luego, en su homilía habló de la persecución en algunos países, pero lo más importante de la jornada tuvo lugar después. Su Santidad había convocado a los diecisiete cardenales asistentes al acto a un consistorio, en la sala capitular de la abadía benedictina de San Pablo.
Fue entonces cuando les anunció, “inspirándose en las costumbres seculares de la Iglesia” (la celebración de concilios en momentos de dificultad o de cambios), tres acontecimientos: un sínodo diocesano de Roma, un concilio ecuménico para la Iglesia universal y la puesta al día del Código de Derecho Canónico.
Si dispuso un sínodo diocesano, fue porque cuando comunicó la decisión a su Secretario de Estado, Domenico Tardini, éste, por no decirle descaradamente que era un disparate, le observó que según el Código de Derecho canónico las diócesis han de tener un sínodo al menos cada diez años, y en Roma no se había hecho nunca. Juan XXIII le contestó tranquilamente: “Pues tendremos primero un sínodo romano, y luego un concilio universal”.
El Osservatore romano había recibido con antelación la homilía pública del Papa y la alocución reservada a los cardenales, y en el número del lunes/martes, 26/27 de enero, aparecido como de costumbre el 25 por la tarde, anunciaba con un gran titular a toda página: El Sumo Pontífice Juan XXIII asiste a Sagrados Ritos de súplica en la Basílica Ostiense. Debajo, en tipos más pequeños, un subtítulo: Históricos acontecimientos para la vida de la Iglesia anunciados por Su Santidad. En un recuadro, sin ningún título ni subtítulo, daba escuetamente la nota que el servicio de prensa del Vaticano había facilitado a todos los medios de comunicación, con la triple decisión del Papa.
El resto de la primera página estaba ocupado por la homilía pública del Papa y dos fotos de la ceremonia en la basílica. El diario mencionaba finalmente la reunión con los cardenales, “a los que dirigió una alocución de la que damos cuenta en la primera página”. Ningún título ni subtítulo, ni editorial ni comentario subrayaba la noticia del siglo, que en cambio ya voceaban de modo destacado los medios de comunicación de todo el mundo.
Cuando en 1979, en un seminario sobre Juan XXIII y el Concilio, dirigido por el profesor Giuseppe Alberigo, en el Istituto per le Scienze Religiose de Bolonia, me tocó analizar la reacción de la prensa universal ante la noticia del Concilio, quedé atónito ante el silencio del diario vaticano.
En un primer momento pensé que la redacción del cotidiano no había tenido tiempo de reaccionar. Pero la noticia ya la conocían, por la nota del servicio de prensa que reproducían en el recuadro. Sólo aludían a ella con aquel enigmático subtítulo Históricos acontecimientos para la vida de la Iglesia anunciados por Su Santidad. En los días siguientes tampoco se habla de lo que sigue siendo gran noticia mundial. El 28, nada.
El 29, sin destacarlo con ningún titular, dice que el Papa, en la audiencia general, cuando se disponía a dirigir el rezo del Ángelus, “ha invitado a los presentes y, naturalmente, a todos los fieles, a aplicar los tres Gloria Patri que se dicen al final de la triple invocación a María a las tres intenciones indicadas el domingo pasado por Su Santidad junto al sepulcro de San Pablo Apóstol; esto es: el Sínodo Diocesano de Roma; el Concilio Ecuménico; la puesta al día de la legislación eclesiástica contenida en el Código de Derecho Canónico”.
El día 30, se menciona “Una carta del cardenal Montini sobre el próximo Concilio Ecuménico” (Montini era demasiado importante para silenciarlo, pero sale en la última página, en letra pequeña, y entre las variadas “Noticias italianas”, tales como consultas para un nuevo gobierno, la feria avícola de Verona y medidas para el desarrollo del Mezzogiorno).
No hallo más referencias hasta el 11 de febrero, con un artículo del cardenal Antonio Bacci, el latinista de la Curia, sobre “¿En qué lengua se hablará en el futuro Concilio Ecuménico?” (en latín, desde luego).
El 15 de febrero el teólogo Raimundo Spiazzi O.P. escribe sobre “Santo Tomás y los concilios ecuménicos”. El 6/7 de abril Carlo Boyer S.J., especialista en cuestiones ecuménicas precisa los “Significados diversos de la palabra ecuménico”. Y el 29 de abril se publica la exhortación radiada del Papa, con motivo del mes de mayo, pidiendo a los fieles oraciones por el éxito del Concilio, pero los titulares sólo dicen que el Papa “convoca especiales súplicas en el inminente mes de mayo”. En adelante llano tienen más remedio que hacerse eco de las noticias referentes al gran acontecimiento.
Alguien de muy arriba debió decir a la redacción del Osservatore que no hablaran del Concilio, porque aquello era una locura que por fuerza habría que parar. A pesar de la “soledad institucional” de que hablaba Lercaro, el Papa siguió impulsando los preparativos y manteniendo vivo con sus alocuciones el clima de entusiasmo popular por el Concilio.
Cuando éste se inauguró, el 11 de octubre de 1962, la gran mayoría del episcopado mundial estaba muy lejos de compartir el proyecto de aggiornamento de Juan XXIII. El Papa había consultado a todos los obispos sobre qué temas debería tratar el Concilio, y las respuestas habían sido decepcionantes. Casi todos los obispos españoles se limitaban a pedir la condena solemne del comunismo y la intensificación de la devoción a la Virgen.
Es muy significativo que al principio de las sesiones conciliares los cronistas o periodistas llamaban “mayoría” a los obispos conservadores, y “minoría” a los renovadores, pero en muy poco tiempo, semanas, por no decir días, se invirtió espontáneamente la terminología, y en adelante se habló de la mayoría renovadora o conciliar y la minoría conservadora o anticonciliar.
Fue decisiva para la inversión la persona de Juan XXIII, que a pesar de respetar totalmente la libertad de los padres conciliares (Pablo VI sería más “intervencionista”) con sus alocuciones optimistas alentó el espíritu de aggiornamento. Su memoria e intercesión lo siguen manteniendo vivo en la Iglesia, contra la actual marea involucionista. Es su grande y permanente milagro, para mí más sonado que curar un cáncer.