Sacerdotes que sirven a su pueblo no de pasarela
"No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida distinta de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a su condición. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres, y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas, y busquen incluso atraer a las que no pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme un solo rebaño y un solo Pastor. Mucho ayudan para conseguir esto las virtudes que con razón se aprecian en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia, la urbanidad y otras cualidades que recomienda el apóstol Pablo cuando escribe: "Pensad en cuanto hay de verdadero, de puro, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza" (Fil., 4, 8)"
Presbyterorum Ordinis, 3
¡Qué hermosa vocación la del sacerdocio! ¡Qué grande responsabilidad!
Y algo tan hermoso debe conocerse bien en los años de seminario, de formación. Uno no es sacerdote para sí mismo sino para servir al pueblo de Dios. Eso es el sacerdocio ministerial: Presencia, testimonio y servicio. Las tres de la mano siempre en esa santa tensión interior de caminar hacia la santidad evitando caer en la tentación del egocentrismo o la vanidad espiritual.
No somos sacerdotes de pasarela para lucir una apariencia elegante aunque haya que tener a bien cuidar la presencia. Ni somos sacerdotes para nuestro propio orgullo personal aislándonos del mundo y de la gente a la que estamos llamados a servir y a acompañar embarrándonos las manos y cargando nuestra mochila con todos los nombres de aquellos por los que día a día damos un poquito la vida.
La Iglesia no necesita curas de museo ni de pasarela. La Iglesia necesita sacerdotes santos y en esa tarea hemos de centrarnos a pesar de nuestros pecados e incoherencias.
El texto citado al inicio del decreto conciliar Presbyterorum Ordinis nos llama a ser hombres de profunda vida interior que no escatiman tiempo ante el sagrario y la meditación de la Palabra pero también hombres que no se desentienden de las luchas de su pueblo, de su gente.
En concreto la invitación a crecer en las virtudes que edifican una sociedad fraterna: bondad de corazón, sencillez y afabilidad en el trato, que seamos hombres cordiales, agradables en las relaciones con las personas. Hombres de palabra, sinceros, claros y sin doblez. Hombres que se preocupan y se ocupan de las dificultades de la gente a la que sirven, que no son ajenos a sus luchas y sufrimientos.
En definitiva, hombres que saben estar en la presencia de Dios y en la presencia de su pueblo.
Presbyterorum Ordinis, 3
¡Qué hermosa vocación la del sacerdocio! ¡Qué grande responsabilidad!
Y algo tan hermoso debe conocerse bien en los años de seminario, de formación. Uno no es sacerdote para sí mismo sino para servir al pueblo de Dios. Eso es el sacerdocio ministerial: Presencia, testimonio y servicio. Las tres de la mano siempre en esa santa tensión interior de caminar hacia la santidad evitando caer en la tentación del egocentrismo o la vanidad espiritual.
No somos sacerdotes de pasarela para lucir una apariencia elegante aunque haya que tener a bien cuidar la presencia. Ni somos sacerdotes para nuestro propio orgullo personal aislándonos del mundo y de la gente a la que estamos llamados a servir y a acompañar embarrándonos las manos y cargando nuestra mochila con todos los nombres de aquellos por los que día a día damos un poquito la vida.
La Iglesia no necesita curas de museo ni de pasarela. La Iglesia necesita sacerdotes santos y en esa tarea hemos de centrarnos a pesar de nuestros pecados e incoherencias.
El texto citado al inicio del decreto conciliar Presbyterorum Ordinis nos llama a ser hombres de profunda vida interior que no escatiman tiempo ante el sagrario y la meditación de la Palabra pero también hombres que no se desentienden de las luchas de su pueblo, de su gente.
En concreto la invitación a crecer en las virtudes que edifican una sociedad fraterna: bondad de corazón, sencillez y afabilidad en el trato, que seamos hombres cordiales, agradables en las relaciones con las personas. Hombres de palabra, sinceros, claros y sin doblez. Hombres que se preocupan y se ocupan de las dificultades de la gente a la que sirven, que no son ajenos a sus luchas y sufrimientos.
En definitiva, hombres que saben estar en la presencia de Dios y en la presencia de su pueblo.