PAN PARA HOY, HAMBRE PARA MAÑANA. Sobre la Primera Carta Pastoral de Don Abilio, obispo de Osma-Soria
La he leído con interés. He de confesar que me ha gustado; me ha gustado su estilo, su forma de expresarse, cálida, directa, trasparente; he apreciado la estructura de la Carta, sus planteamientos, sobre todo, su contenido. La siento cargada de unción, de hondura espiritual, de sentido pastoral y cercanía. Cito unas palabras de la Carta que me llaman la atención por su honda carga teológica: «Está claro que lo más importante y esencial en la vida de la Iglesia es nuestra comunión con Jesucristo y con el Padre en el Espíritu Santo, es decir, la primacía de la gracia de Dios, de su amor sin medida a la humanidad, a todo hombre, a toda mujer. El protagonismo principal corresponde al Espíritu Santo que Jesucristo Resucitado nos concede de modo especial en la Eucaristía».
Pero aquí no voy a detenerme en describir el contenido de los seis capítulos de la Carta. Sí deseo, en cambio, fijar mi atención en la oferta de solución que propone Don Abilio para resolver los graves problemas que se detectan en la Diócesis de Osma-Soria. La propuesta del obispo apunta a un relanzamiento de la «vida comunitaria», centrada en las «Comunidades Parroquiales».
De entrada, se ofrece en la Carta una visión objetiva, lacerante, de la grave crisis vocacional que atraviesa la Diócesis y de la preocupante situación del presbiterio diocesano. Para ello, se sirve, en buena parte, del Sínodo Diocesano (1994-1998) y de la Misión Diocesana (2011-2014). De una manera descarnada describe el Obispo la situación sociológica de la región con estas palabras: «Como ya se constató en la asamblea sinodal, el individualismo, la carencia de líderes o animadores, la soledad de la mujer, la despoblación y la alta tasa de edad de los pocos habitantes que quedan en muchos pueblos, la desaparición de escuelas..., provoca pérdida de cultura e identidad, falta de autoestima, falta de interés por una formación permanente, ausencia de conciencia crítica ante la situación. Todo lo cual lleva a una pasividad en la participación sociopolítica con el consiguiente empobrecimiento de la provincia».
Insiste el Obispo en resaltar aún más la gravedad de la situación: «El problema de la despoblación, la dispersión y el envejecimiento suponen un verdadero desafío para la sociedad soriana y para la Iglesia diocesana. Además, la extensión del territorio hace que los sacerdotes inviertan muchísimo tiempo en desplazamientos».
El problema resulta aún más doloroso si nos referimos a la situación del presbiterio. Dice el Obispo con amargura: «Otro desafío preocupante que nos toca a todos de cerca es la prolongada sequía vocacional al presbiterado». A este propósito hay que señalar que durante los últimos diez años sólo se ha ordenado un sacerdote en la diócesis y, en este momento, sólo hay dos seminaristas. La tasa de edad de los sacerdotes es alarmante: Casi dos tercios de los sesenta párrocos existentes en la provincia soriana tienen más de 65 años. Esto, evidentemente, hace que nos preguntemos con preocupación cómo va a resolverse el relevo vocacional de los sacerdotes jubilados o fuera de servicio.
El panorama descrito nos abre interrogantes inquietantes: quién va a sostener y animar la vida cristiana de las numerosas comunidades parroquiales rurales, envejecidas y despobladas, carentes de atención y de servicios, que van languideciendo día a día inexorablemente. Más en concreto, nos preguntamos quién ofrecerá a las comunidades la mesa de la Palabra y la mesa de la eucaristía; quién presidirá la cena del Señor y reavivará la fe adormecida de los hermanos; quién estará junto a ellos en los momentos críticos de la vida, cuando contraen matrimonio, o cuando están enfermos, o cuando la vida se apaga; dónde estará la mano amiga del sacerdote para bendecirles y animarles en los momentos difíciles. Las preguntas se multiplican y, en la situación actual, todas se quedan sin respuesta. No hay sacerdotes. O su presencia se limita a la visita rápida, casi de funcionario, para decir la misa de los domingos.
El problema es grave porque está en juego la pervivencia de las pequeñas comunidades parroquiales, dispersas por la provincia, que languidecen, no solo sociológicamente, sino también en lo más hondo de sus raíces religiosas cristianas. Y, a mi juicio, me temo que este problema no va a resolverse con el proyecto de crear las llamadas «comunidades parroquiales», tal como lo propone Don Abilio. Ni siquiera el esfuerzo misionero, o el incremento de la pastoral vocacional, sin duda de importancia capital en la vida de las comunidades eclesiales, responde con eficacia a la solución del grave problema planteado. Como tampoco resuelven el problema recursos, cargados de buena voluntad pero insuficientes, como los sacrificados desplazamientos dominicales de los curas de un pueblo a otro para decir misa, o las celebraciones de la Palabra con distribución de la comunión dirigidas por religiosas o laicos comprometidos. Son soluciones piadosas, cargadas de buena voluntad, pero insuficientes: pan para hoy y hambre para mañana.
Me voy a permitir ahora aportar una respuesta al problema. Ya la he propuesto en otras ocasiones. Se trata de una solución que, con toda seguridad, por motivos obvios, no está en manos del obispo. Yo me pregunto por qué la Iglesia, la Jerarquía que la gobierna, no se decide de una vez a incorporar al ministerio ordenado a laicos comprometidos, debidamente formados y responsables, los llamados «viri probati», para que se incorporen al presbiterio diocesano y puedan colaborar con el obispo en el ministerio pastoral. Ellos podrían asumir tareas concretas en la animación de las comunidades parroquiales, presidiendo la eucaristía y alentando con su presencia inmediata, cercana, la vida de los hermanos.
No se trataría necesariamente, por supuesto, de laicos célibes. El acceso al ministerio presbiteral estaría abierto a hombres casados, inmersos en sus profesiones laborales, hombres de fe y comprometidos en el seguimiento de Jesús. Tampoco sería necesaria una plena dedicación al ministerio; bastaría una dedicación a tiempo parcial. En todo caso, al hacer esta propuesta, me apoyo en mi plena convicción teológica de que el ejercicio del ministerio sacerdotal no conlleva necesariamente la práctica del celibato. Esta apreciación está comúnmente aceptada entre los teólogos.
La propuesta del Obispo de Osma-Soria es importante, de hondo calado teológico y pastoral. A largo plazo su propuesta dará su fruto indudablemente. Además, aparte las estrategias que puedan ensayarse, los creyentes estamos convencidos de que, en última instancia, el impulsor y reanimador de la vida de las Iglesias es el Espíritu, derramado en la Iglesia por el Resucitado. Esa es nuestra fuerza y nuestra esperanza.
Pero aquí no voy a detenerme en describir el contenido de los seis capítulos de la Carta. Sí deseo, en cambio, fijar mi atención en la oferta de solución que propone Don Abilio para resolver los graves problemas que se detectan en la Diócesis de Osma-Soria. La propuesta del obispo apunta a un relanzamiento de la «vida comunitaria», centrada en las «Comunidades Parroquiales».
De entrada, se ofrece en la Carta una visión objetiva, lacerante, de la grave crisis vocacional que atraviesa la Diócesis y de la preocupante situación del presbiterio diocesano. Para ello, se sirve, en buena parte, del Sínodo Diocesano (1994-1998) y de la Misión Diocesana (2011-2014). De una manera descarnada describe el Obispo la situación sociológica de la región con estas palabras: «Como ya se constató en la asamblea sinodal, el individualismo, la carencia de líderes o animadores, la soledad de la mujer, la despoblación y la alta tasa de edad de los pocos habitantes que quedan en muchos pueblos, la desaparición de escuelas..., provoca pérdida de cultura e identidad, falta de autoestima, falta de interés por una formación permanente, ausencia de conciencia crítica ante la situación. Todo lo cual lleva a una pasividad en la participación sociopolítica con el consiguiente empobrecimiento de la provincia».
Insiste el Obispo en resaltar aún más la gravedad de la situación: «El problema de la despoblación, la dispersión y el envejecimiento suponen un verdadero desafío para la sociedad soriana y para la Iglesia diocesana. Además, la extensión del territorio hace que los sacerdotes inviertan muchísimo tiempo en desplazamientos».
El problema resulta aún más doloroso si nos referimos a la situación del presbiterio. Dice el Obispo con amargura: «Otro desafío preocupante que nos toca a todos de cerca es la prolongada sequía vocacional al presbiterado». A este propósito hay que señalar que durante los últimos diez años sólo se ha ordenado un sacerdote en la diócesis y, en este momento, sólo hay dos seminaristas. La tasa de edad de los sacerdotes es alarmante: Casi dos tercios de los sesenta párrocos existentes en la provincia soriana tienen más de 65 años. Esto, evidentemente, hace que nos preguntemos con preocupación cómo va a resolverse el relevo vocacional de los sacerdotes jubilados o fuera de servicio.
El panorama descrito nos abre interrogantes inquietantes: quién va a sostener y animar la vida cristiana de las numerosas comunidades parroquiales rurales, envejecidas y despobladas, carentes de atención y de servicios, que van languideciendo día a día inexorablemente. Más en concreto, nos preguntamos quién ofrecerá a las comunidades la mesa de la Palabra y la mesa de la eucaristía; quién presidirá la cena del Señor y reavivará la fe adormecida de los hermanos; quién estará junto a ellos en los momentos críticos de la vida, cuando contraen matrimonio, o cuando están enfermos, o cuando la vida se apaga; dónde estará la mano amiga del sacerdote para bendecirles y animarles en los momentos difíciles. Las preguntas se multiplican y, en la situación actual, todas se quedan sin respuesta. No hay sacerdotes. O su presencia se limita a la visita rápida, casi de funcionario, para decir la misa de los domingos.
El problema es grave porque está en juego la pervivencia de las pequeñas comunidades parroquiales, dispersas por la provincia, que languidecen, no solo sociológicamente, sino también en lo más hondo de sus raíces religiosas cristianas. Y, a mi juicio, me temo que este problema no va a resolverse con el proyecto de crear las llamadas «comunidades parroquiales», tal como lo propone Don Abilio. Ni siquiera el esfuerzo misionero, o el incremento de la pastoral vocacional, sin duda de importancia capital en la vida de las comunidades eclesiales, responde con eficacia a la solución del grave problema planteado. Como tampoco resuelven el problema recursos, cargados de buena voluntad pero insuficientes, como los sacrificados desplazamientos dominicales de los curas de un pueblo a otro para decir misa, o las celebraciones de la Palabra con distribución de la comunión dirigidas por religiosas o laicos comprometidos. Son soluciones piadosas, cargadas de buena voluntad, pero insuficientes: pan para hoy y hambre para mañana.
Me voy a permitir ahora aportar una respuesta al problema. Ya la he propuesto en otras ocasiones. Se trata de una solución que, con toda seguridad, por motivos obvios, no está en manos del obispo. Yo me pregunto por qué la Iglesia, la Jerarquía que la gobierna, no se decide de una vez a incorporar al ministerio ordenado a laicos comprometidos, debidamente formados y responsables, los llamados «viri probati», para que se incorporen al presbiterio diocesano y puedan colaborar con el obispo en el ministerio pastoral. Ellos podrían asumir tareas concretas en la animación de las comunidades parroquiales, presidiendo la eucaristía y alentando con su presencia inmediata, cercana, la vida de los hermanos.
No se trataría necesariamente, por supuesto, de laicos célibes. El acceso al ministerio presbiteral estaría abierto a hombres casados, inmersos en sus profesiones laborales, hombres de fe y comprometidos en el seguimiento de Jesús. Tampoco sería necesaria una plena dedicación al ministerio; bastaría una dedicación a tiempo parcial. En todo caso, al hacer esta propuesta, me apoyo en mi plena convicción teológica de que el ejercicio del ministerio sacerdotal no conlleva necesariamente la práctica del celibato. Esta apreciación está comúnmente aceptada entre los teólogos.
La propuesta del Obispo de Osma-Soria es importante, de hondo calado teológico y pastoral. A largo plazo su propuesta dará su fruto indudablemente. Además, aparte las estrategias que puedan ensayarse, los creyentes estamos convencidos de que, en última instancia, el impulsor y reanimador de la vida de las Iglesias es el Espíritu, derramado en la Iglesia por el Resucitado. Esa es nuestra fuerza y nuestra esperanza.