Un banquete donde se come y se bebe
Una vez más, sin embargo, yo voy a apostar por la importancia de un banquete eucarístico en el que se come y se bebe. De entrada voy a remitirme nada menos que a unas palabras de Jesús: Los judíos discutían entre sí, diciendo: ¿Cómo este hombre puede darnos a comer su carne? Jesús les respondió: Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre, verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él (Jn 6, 52-56).
El que come mi carne y bebe mi sangre. Estas palabras las repite Jesús con insistencia, hasta la saciedad. Además, al instituir la eucaristía, lo hace en el entorno de una cena. Una cena en la que se come y se bebe. Y así lo entendió siempre la comunidad cristiana. Desde los primeros tiempos. Sabemos que, hasta bien entrada la edad media, toda la comunidad compartió el pan y el cáliz. Las iglesias orientales nunca dejaron de hacerlo. Y en occidente, hasta hoy, el sacerdote nunca ha dejado de comulgar bebiendo del pan y el cáliz. De lo contrario, ¡horror, la misa sería inválida! La comunidad de los fieles dejaron hace tiempo de comulgar del cáliz. Hasta la reforma del Vaticano II. Ahora se han abierto las puertas.
Es cierto que los teólogos, desde la edad media, aseguran que Cristo está presente en el pan y en el vino consagrados indistintamente. Recurren a un artificio teológico muy sofisticado, el de la «concomitancia». Es decir, que donde está el cuerpo del Señor debe estar también su sangre; porque el cuerpo de Cristo en la eucaristía es un cuerpo resucitado, vivo, con sangre. Como puede apreciarse la razón es, como dice el castizo, de pata de banco. Santo Tomás de Aquino da muy poca importancia a este razonamiento.
Precisamente santo Tomás subraya la importancia de la eucaristía como banquete. Él es el que redactó la preciosa antífona de la fiesta del Corpus, el O sacrum convivium («oh sagrado convite»). Un banquete, además, donde se come y se bebe. Porque ése es el simbolismo sacramental, el gesto de mediación sacramental, a través del cual vivimos y celebramos nuestro encuentro con Jesús, el Crucificado-Resucitado, que nos hace pasar, junto con él, de la muerte a la vida, de este mundo al Padre.
Comer y beber. A este doble gesto, Tomás de Aquino lo llama la perfecta refectio. Es la forma plena, la más perfecta de celebrar la cena del Señor. Ahí entra el juego de las parejas, de los elementos dobles, símbolos de plenitud (couples de totalité): pan y vino, comida y bebida, comer y beber; lo mismo que vida y muerte, luz y tinieblas, cuerpo y sangre, cielo y tierra, subir y bajar, entrar y salir: todos ellos símbolos de totalidad y plenitud (Louis Dussaut, L’Eucharistie, Pâques de toute la vie, Cerf, Paris 1972).
Compartir el cáliz, beber del cáliz en la eucaristía, no es un capricho; no es una banalidad; no es una manía del Concilio promovida por los liturgistas. Forma parte de la entraña misma de la eucaristía. Es una lástima que esta práctica no pueda mantenerse en la misa de las parroquias por la gran asistencia de fieles: unas veces por motivos prácticos, otras por desidia de los curas. Pero en las comunidades pequeñas, tratándose de grupos pequeños y mentalizados, en espacios reducidos, no se debe dar la espalda a uno de los elementos más importantes de la renovación litúrgica conciliar. Nada justifica que todos los que asisten a la mesa eucarística dejen de participar en plenitud comiendo el pan y bebiendo del cáliz de la salvación, convertidos en el cuerpo y en la sangre del Señor.