Me duele la liturgia, pero más los liturgos

Estoy leyendo con dolor algunos comentarios, altamente negativos, sobre la situación de la liturgia en la Iglesia (J.M. Castillo, P. D’Ors, J.A. Cabré). Me duele el tono derrotista; me duele también la realidad pastoral, que debemos reconocer, y que en muchos casos resulta lamentable; me duele, sobre todo, la falta de formación de muchos pastores, su desconocimiento de las líneas de fuerza que dan sentido a la liturgia.

Coincido con sus críticas a la reforma litúrgica conciliar. Se quedó corta en muchos aspectos. Me duele. La traducción de los textos latinos a las lenguas vivas no ha resuelto el problema del lenguaje. Porque nuestra manera de entender y de imaginar la realidad no coincide con el de los autores que redactaron los antiguos textos de oración. Hoy entendemos y vivimos la fe con acentos diferentes. Los textos traducidos no reflejan la chispa ocurrente que poseían los textos originales.

Tampoco se ha acertado con la remate de los símbolos y de los rituales. La gente los entiende escasamente. Porque los ritos litúrgicos pertenecen a otro universo simbólico, al mundo rural; y solo se entienden desde una experiencia en permanente contacto con la naturaleza. Nuestras gentes están viviendo un afanoso éxodo del campo a la ciudad y, al entrar en las nuevas iglesias urbanas, se sienten desubicados, perdidos, incapaces de entender el lenguaje simbólico de la liturgia. Este es un problema grave. Me duele.

También me duelen las inercias y los miedos que mermaron la libertad y la iniciativa de los artífices de la reforma litúrgica. Me duele el peso de interpretaciones teológicas radicales e inflexible que, desde las altas instancias eclesiásticas, cercenaron los impulsos de una reforma más audaz y más sensible a las exigencias de la pastoral. Me duele el lastre clericalista que ha dominado importantes decisiones; como la comunión bajo las dos especies, el acceso de las mujeres al ministerio ordenado, la aceptación de la celebración plenamente comunitaria de penitencia, etc. Todo esto lo sufro, y me duele.

Pero aún me duele más el comportamiento desconcertante de muchos liturgos, pastores responsables de las celebraciones litúrgicas. Porque estoy plenamente convencido de que no son precisamente los «más de mil años de retraso que lleva la Iglesia en la liturgia» (Castillo) lo que está motivando el desconcierto de la gente, su falta de participación en las celebraciones y su alejamiento e la liturgia; hay otros motivos tan importantes como ese. Me refiero a la falta de formación de muchos pastores, a su escasa sensibilidad litúrgica, a su incontinente afición a inventar textos litúrgicos y formas nuevas de celebración; si nuestros fieles no se adentran activamente en la liturgia no es porque esta no sea atractiva o les resulte insoportable (D’Ors, Cabré); seguramente lo que se echa en falta es la viveza comunicativa del celebrante, su palabra de fe estimulante, sus gestos trasparentes capaces de mover a la asamblea a dejarse atrapar por la fuerza del misterio. Hay un nivel de fe y de espiritualidad, alimentando por la lectura de la palabra de Dios y por la oración, que está en la base de la celebración y debe ser impulsado por los liturgos responsables.

No echemos la culpa a la liturgia. No nos lavemos las manos hipócritamente para exculpar nuestra responsabilidad pastoral. No miremos hacia otra parte. Repasemos nuestras responsabilidades y examinemos si nuestro comportamiento de pastores, de liturgos, de orantes, responde a las expectativas de nuestras asambleas y comunidades. La reforma litúrgica está llena de lagunas y de fallos; aún así nos brinda muchas posibilidades para crear celebraciones vivas y profundas

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