Opus contra sacerdocio femenino
Me crucé con él en las escaleras. Unas regias escaleras de piedra. Van del claustro a la planta principal, la segunda. Estoy en el renacentista Palazzo del Sant'Uffizio. Don Álvaro Portillo, llamado “del Portillo” desde su incorporación al Opus, sube jadeante. Un manojo de papeles en mano. Me saluda en castellano. Desde hace más de cinco años, nos encontramos cada lunes. Es el día semanal de la “Consulta”. La “Feria IIª”, la “reunión de consultores”. Asisten unos 20 clérigos. Son curiales de alto rango, representantes de institutos religiosos y profesores de universidades romanas. Estudian y proponen la heterodoxia o la ortodoxia. Luego, en “Feria IVª”, los Cardenales, entre 15 y 20, decretan. Normalmente asumen el dictamen del “coetus consultorum”.
Ese día Don Álvaro llega con retraso. “Tranquilo, Don Álvaro, Mons. Hamer todavía no se ha movido”. Hablo del arzobispo-secretario. Preside y modera la reunión. Su despacho es contiguo al mío. Acabo de verlo. Está ordenando los papeles relativos al tema de hoy: “ordenación sacerdotal de mujeres”.
El Papa había pedido su estudio al Santo Oficio. En pocos años Montini exploró eventuales cambios en materia disciplinaria, litúrgica o doctrinal. Lo hacía acudiendo al dicasterio competente, la redenominada “Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe”. Parece como que Pablo VI bombardeara aquel viejo Palazzo con sugerencias provocativas. Lo hizo también con otros temas sensibles: sustitución de las especies eucarísticas allí donde no hay vino ni cereales, la abolición del celibato obligatorio o los métodos artificiales anticonceptivos. Es aventurado diagnosticar las profundas convicciones e intenciones de Montini. Muy probablemente quería ejecutar el espíritu del Concilio Vaticano II. Pero, dado que él conocía la constitución y la mentalidad de la Congregación, no es descabellado pensar que pretendiera justificar su inmovilismo anticonciliar escudándose en el ex-Santo Oficio, la ex-Santa Inquisición.
Don Álvaro del Portillo era el secretario general del Opus Dei, la mano derecha del “Padre”. El Cardenal Ottaviani había pedido a Escrivá un representante de la Obra. Se integraría en el “coetus consultorum”. Fue designado Don Álvaro. No era teólogo. Era ingeniero de Caminos. Había estudiado lo más elemental de Teología en un cursillo cuando, por voluntad discrecional del fundador, iba a ser ordenado sacerdote en 1944. Posteriormente obtendría la licenciatura en Derecho Canónico en el Angelicum.
La circunstancia de no tratarse de un entendido en Teología era extensible – y se repite - en la mayor parte de los consultores. En su designación pesa la representación institucional, más que la competencia intelectual. La mitad de ellos son curiales de carrera, normalmente con doctorado en Derecho Canónico. Otros, superiores de órdenes religiosas, como el Maestro General de los dominicos. Algunos son expertos en materias no teológicas, como sociología o filosofía. Y es que para observar (superficialmente!) la coincidencia o discrepancia de una doctrina con los dogmas, bastaba tener presente un Denzinger y una Biblia. Y ésta, interpretada en la línea de los concilios, particularmente el Tridentino y el Vaticano I. Sobre la naturaleza y la aparente incompetencia de la “Consulta” he colgado un artículo en mi blog (“Teólogos en pelotas ante el Santo Oficio”). También he publicado un largo artículo en la revista Compostellanum, vol. LIII, 2008, pp.187-245 (“Procedimiento doctrinal en el Santo Oficio”).
Sintetizando, el procedimiento doctrinal, trátese de un libro, de un autor o de un tema concreto, comienza por una denuncia o una propuesta. Los oficiales curiales - por entonces yo entre ellos - recopilamos todo cuanto pueda referirse al tema y lo exponemos en un cuadernillo impreso. El cuadernillo es entregado a dos consultores (raramente a un experto externo) para que elaboren sus ponencias por separado. Recibidas las dos ponencias, se añaden al cuadernillo impreso y se reparte íntegro a todos los consultores. En una sucesiva Feria Iiª se debatirá y sus conclusiones se elevarán a la Congregación de Cardenales.
Lo habitual era que los consultores se resistieran a aceptar ser ponentes. Unos, por falta de tiempo, dadas sus perentorias ocupaciones de gobierno o de docencia. Otros, porque se consideraban ignorantes o poco capacitados en el tema. Eso restringía el número de ponentes disponibles. Don Álvaro estaba siempre dispuesto. No importaba la materia o su complejidad. Lo mismo en dogmática que en moral, en disciplina que en liturgia, en Biblia que en patrística. Nosotros íbamos a lo fácil. Sabíamos que Don Álvaro nos aceptaría el cuadernillo y que puntualmente nos traería una extensa ponencia. Sospechábamos que en Bruno Buozzi disponía de un equipo que le preparaba los trabajos. Por el nivel de los escritos, debían de ser estudiantes de la Obra. Don Álvaro firmaba.
Las ponencias elaboradas por otros consultores eran de reducidas dimensiones, entre cinco y treinta páginas. Las de Don Álvaro solían superar las cincuenta, a veces las cien páginas. Resultaba chocante la seguridad con la que exponía y dictaminaba doctrinas, actitudes y motivaciones. Su fundamentación se reducía a un elenco de textos bíblicos, de santos padres, de concilios, de autores escolásticos. Todo, acrítico. Si los evangelios ponen en boca de Jesús una palabra, un dicho, una enseñanza, eso era precisamente lo que sucedió. Si un santo padre o filósofo afirmó algo, aunque hoy sea considerado anacrónico, eso iba a misa. Si un concilio definió algo en base a un texto bíblico traído en un sentido tendencioso o erróneo, nadie debería discutirlo.
Sus ponencias rezumaban Denzinger, Concordancias de la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento) y Mansi. Así era como llenaba páginas y páginas. Sus conclusiones ponían en aprieto al resto de consultores. Éstos no se atrevían a pronunciarse contra la Biblia, contra los concilios, contra los santos padres, contra los papas. Y, si alguno discrepaba, Don Álvaro se sulfuraba. Defendía la ortodoxia y la tradición. Llegaba a tacharlos de herejes. Por lo demás, el resto del “coetus consultorum” no había dedicado tanto tiempo al tema como los ponentes. Era de esperar, y así sucedía, que las conclusiones de los ponentes prevalecieran.
Entre Don Álvaro y yo las relaciones eran cordiales. Interiormente lo consideraba no capacitado en el campo teológico. Algunos de mis compañeros pensaban lo mismo. En sus dictámenes y en sus intervenciones nunca citaba el Vaticano II. Como si no hubiera sucedido. Un día barajábamos nombres para la renovación de la “Consulta”. Yo propuse los españoles Marcelino Zalba, S.J. y Antonio Mª Javierre, S.D.B. Fue entonces cuando el prefecto, Cardenal ´Seper, manifestó que “Don Álvaro del Portillo huele a polilla, algo así como un armario que se abre después de muchos años de estar cerrado”. Sus palabras nos dejaron perplejos. Don Álvaro, quien había dominado doctrinalmente la Congregación desde 1965, no fue sustituido. Continuó su labor hasta 1975, cuando sucedió a Escrivá al frente del Opus.
Este lunes, Don Álvaro defenderá su ponencia sobre el sacerdocio de las mujeres. Yo ya conozco sus razonamientos. Estoy seguro de que el “coetus consultorum” concluirá que las féminas están excluidas del sacerdocio. Por designio divino. Los miembros de la “Consulta” pronunciarán el “placet” a la conclusión de Don Álvaro. Ermenegildo Lío, O.F.M., el otro ponente, se muestra menos contundente, pero llega a la misma conclusión en su breve ponencia. Según ambos, Jesús escogió a doce hombres, no mujeres, para constituir y continuar su Iglesia. La Jerarquía no tiene poder para cambiar el plan de Jesús. Eso, envuelto en una nube machista de afirmaciones, frases, razonamientos, humillaciones e insultos hacia la mitad del género humano.
Se remontaba al Génesis, al Levítico, a los patriarcas, a los sacerdotes de Israel. Citaba a San Pablo y su pretensión de silenciar a la mujer. Recorría testimonios patrísticos, tan evidentes y contundentes como el de San Agustín (“la mujer es un ser inferior y no está hecha a imagen y semejanza de Dios”), de San Jerónimo (“todo lo que toca una mujer con período lo convierte en impuro”). Y Santo Tomás, el padre de nuestra Teología: “la mujer es defectuosa y mal nacida y proviene de una falta de poder activo”. Todo corroboraba la masculinización del sacerdocio instaurado por Jesús y organizado por la Iglesia primitiva.
En su voto-ponencia, Don Álvaro no se atrevía a citar su “Camino” y las normas básicas del Opus Dei. Y, sin embargo, sospecho que condicionaban su argumentación y sus conclusiones. La espiritualidad inoculada en la Obra por José María Escrivá Albás (luego autollamado Josémaría Escrivá de Balaguer y Albás) no deja lugar a dudas. “Ellas no hace falta que sean sabias, basta que sean discretas” (Camino 946). “Eres curioso, preguntón, oliscón y ventanero. ¿no te da vergüenza ser tan poco masculino? Sé varón”(Camino 50). Y en sus normas internas, la Obra discrimina a las numerarias respecto de los numerarios. Así, a la hora de elegir el prelado, las numerarias han de contentarse con el mero voto consultivo. Hay otras normas que evidencian discriminación y recelo ante el sexo femenino. A diferencia de los varones numerarios, las numerarias dormirían en camas sin colchón, sobre tabla. No podrán hablar con nadie en su trabajo ni deben conocer el nombre de los residentes. El servicio doméstico (llamado de administración) está reservado a las mujeres. Finalmente, es significativo el texto diferente de la oración con que unos y otras finalizan sus reuniones. Para la sección de varones: “Santa María, esperanza nuestra, asiento de sabiduría, ruega por nosotros”. Y para las mujeres: “Santa María, esperanza nuestra, esclava del Señor, ruega por nosotras.”
Como es obvio, la negación del sacerdocio femenino no es achacable al Opus. Mi testimonio no va más allá de una anécdota curial. Como en otros temas doctrinales o disciplinares, el Opus ha dejado su impronta en éste, nada intrascendente. Lo he escrito más arriba. Puede que Pablo VI abrigara alguna esperanza de cambio en esta materia al proponer su estudio en el Santo Oficio. Puede que se haya llevado una desilusión. O no. La conclusión del “coetus consultorum”, confirmada por los Cardenales, sirvió al Papa Wojtyla para reafirmar y zanjar el asunto. En su “Ordinatio sacerdotalis” de 1994, Juan Pablo II se atreve a afirmar que “la Iglesia carece de facultad para conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres y que este dictamen debe ser definitivo para todos los fieles”. Es cuanto concluía Álvaro del Portillo. Y el ex-Santo Oficio, en 1995, aclaró que la imposibilidad del sacerdocio femenino ha sido “propuesto infaliblemente por el magisterio ordinario y universal y exige asentimiento incondicional” Roma locuta. ¿Causa finita? Queda un futuro.
Ese día Don Álvaro llega con retraso. “Tranquilo, Don Álvaro, Mons. Hamer todavía no se ha movido”. Hablo del arzobispo-secretario. Preside y modera la reunión. Su despacho es contiguo al mío. Acabo de verlo. Está ordenando los papeles relativos al tema de hoy: “ordenación sacerdotal de mujeres”.
El Papa había pedido su estudio al Santo Oficio. En pocos años Montini exploró eventuales cambios en materia disciplinaria, litúrgica o doctrinal. Lo hacía acudiendo al dicasterio competente, la redenominada “Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe”. Parece como que Pablo VI bombardeara aquel viejo Palazzo con sugerencias provocativas. Lo hizo también con otros temas sensibles: sustitución de las especies eucarísticas allí donde no hay vino ni cereales, la abolición del celibato obligatorio o los métodos artificiales anticonceptivos. Es aventurado diagnosticar las profundas convicciones e intenciones de Montini. Muy probablemente quería ejecutar el espíritu del Concilio Vaticano II. Pero, dado que él conocía la constitución y la mentalidad de la Congregación, no es descabellado pensar que pretendiera justificar su inmovilismo anticonciliar escudándose en el ex-Santo Oficio, la ex-Santa Inquisición.
Don Álvaro del Portillo era el secretario general del Opus Dei, la mano derecha del “Padre”. El Cardenal Ottaviani había pedido a Escrivá un representante de la Obra. Se integraría en el “coetus consultorum”. Fue designado Don Álvaro. No era teólogo. Era ingeniero de Caminos. Había estudiado lo más elemental de Teología en un cursillo cuando, por voluntad discrecional del fundador, iba a ser ordenado sacerdote en 1944. Posteriormente obtendría la licenciatura en Derecho Canónico en el Angelicum.
La circunstancia de no tratarse de un entendido en Teología era extensible – y se repite - en la mayor parte de los consultores. En su designación pesa la representación institucional, más que la competencia intelectual. La mitad de ellos son curiales de carrera, normalmente con doctorado en Derecho Canónico. Otros, superiores de órdenes religiosas, como el Maestro General de los dominicos. Algunos son expertos en materias no teológicas, como sociología o filosofía. Y es que para observar (superficialmente!) la coincidencia o discrepancia de una doctrina con los dogmas, bastaba tener presente un Denzinger y una Biblia. Y ésta, interpretada en la línea de los concilios, particularmente el Tridentino y el Vaticano I. Sobre la naturaleza y la aparente incompetencia de la “Consulta” he colgado un artículo en mi blog (“Teólogos en pelotas ante el Santo Oficio”). También he publicado un largo artículo en la revista Compostellanum, vol. LIII, 2008, pp.187-245 (“Procedimiento doctrinal en el Santo Oficio”).
Sintetizando, el procedimiento doctrinal, trátese de un libro, de un autor o de un tema concreto, comienza por una denuncia o una propuesta. Los oficiales curiales - por entonces yo entre ellos - recopilamos todo cuanto pueda referirse al tema y lo exponemos en un cuadernillo impreso. El cuadernillo es entregado a dos consultores (raramente a un experto externo) para que elaboren sus ponencias por separado. Recibidas las dos ponencias, se añaden al cuadernillo impreso y se reparte íntegro a todos los consultores. En una sucesiva Feria Iiª se debatirá y sus conclusiones se elevarán a la Congregación de Cardenales.
Lo habitual era que los consultores se resistieran a aceptar ser ponentes. Unos, por falta de tiempo, dadas sus perentorias ocupaciones de gobierno o de docencia. Otros, porque se consideraban ignorantes o poco capacitados en el tema. Eso restringía el número de ponentes disponibles. Don Álvaro estaba siempre dispuesto. No importaba la materia o su complejidad. Lo mismo en dogmática que en moral, en disciplina que en liturgia, en Biblia que en patrística. Nosotros íbamos a lo fácil. Sabíamos que Don Álvaro nos aceptaría el cuadernillo y que puntualmente nos traería una extensa ponencia. Sospechábamos que en Bruno Buozzi disponía de un equipo que le preparaba los trabajos. Por el nivel de los escritos, debían de ser estudiantes de la Obra. Don Álvaro firmaba.
Las ponencias elaboradas por otros consultores eran de reducidas dimensiones, entre cinco y treinta páginas. Las de Don Álvaro solían superar las cincuenta, a veces las cien páginas. Resultaba chocante la seguridad con la que exponía y dictaminaba doctrinas, actitudes y motivaciones. Su fundamentación se reducía a un elenco de textos bíblicos, de santos padres, de concilios, de autores escolásticos. Todo, acrítico. Si los evangelios ponen en boca de Jesús una palabra, un dicho, una enseñanza, eso era precisamente lo que sucedió. Si un santo padre o filósofo afirmó algo, aunque hoy sea considerado anacrónico, eso iba a misa. Si un concilio definió algo en base a un texto bíblico traído en un sentido tendencioso o erróneo, nadie debería discutirlo.
Sus ponencias rezumaban Denzinger, Concordancias de la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento) y Mansi. Así era como llenaba páginas y páginas. Sus conclusiones ponían en aprieto al resto de consultores. Éstos no se atrevían a pronunciarse contra la Biblia, contra los concilios, contra los santos padres, contra los papas. Y, si alguno discrepaba, Don Álvaro se sulfuraba. Defendía la ortodoxia y la tradición. Llegaba a tacharlos de herejes. Por lo demás, el resto del “coetus consultorum” no había dedicado tanto tiempo al tema como los ponentes. Era de esperar, y así sucedía, que las conclusiones de los ponentes prevalecieran.
Entre Don Álvaro y yo las relaciones eran cordiales. Interiormente lo consideraba no capacitado en el campo teológico. Algunos de mis compañeros pensaban lo mismo. En sus dictámenes y en sus intervenciones nunca citaba el Vaticano II. Como si no hubiera sucedido. Un día barajábamos nombres para la renovación de la “Consulta”. Yo propuse los españoles Marcelino Zalba, S.J. y Antonio Mª Javierre, S.D.B. Fue entonces cuando el prefecto, Cardenal ´Seper, manifestó que “Don Álvaro del Portillo huele a polilla, algo así como un armario que se abre después de muchos años de estar cerrado”. Sus palabras nos dejaron perplejos. Don Álvaro, quien había dominado doctrinalmente la Congregación desde 1965, no fue sustituido. Continuó su labor hasta 1975, cuando sucedió a Escrivá al frente del Opus.
Este lunes, Don Álvaro defenderá su ponencia sobre el sacerdocio de las mujeres. Yo ya conozco sus razonamientos. Estoy seguro de que el “coetus consultorum” concluirá que las féminas están excluidas del sacerdocio. Por designio divino. Los miembros de la “Consulta” pronunciarán el “placet” a la conclusión de Don Álvaro. Ermenegildo Lío, O.F.M., el otro ponente, se muestra menos contundente, pero llega a la misma conclusión en su breve ponencia. Según ambos, Jesús escogió a doce hombres, no mujeres, para constituir y continuar su Iglesia. La Jerarquía no tiene poder para cambiar el plan de Jesús. Eso, envuelto en una nube machista de afirmaciones, frases, razonamientos, humillaciones e insultos hacia la mitad del género humano.
Se remontaba al Génesis, al Levítico, a los patriarcas, a los sacerdotes de Israel. Citaba a San Pablo y su pretensión de silenciar a la mujer. Recorría testimonios patrísticos, tan evidentes y contundentes como el de San Agustín (“la mujer es un ser inferior y no está hecha a imagen y semejanza de Dios”), de San Jerónimo (“todo lo que toca una mujer con período lo convierte en impuro”). Y Santo Tomás, el padre de nuestra Teología: “la mujer es defectuosa y mal nacida y proviene de una falta de poder activo”. Todo corroboraba la masculinización del sacerdocio instaurado por Jesús y organizado por la Iglesia primitiva.
En su voto-ponencia, Don Álvaro no se atrevía a citar su “Camino” y las normas básicas del Opus Dei. Y, sin embargo, sospecho que condicionaban su argumentación y sus conclusiones. La espiritualidad inoculada en la Obra por José María Escrivá Albás (luego autollamado Josémaría Escrivá de Balaguer y Albás) no deja lugar a dudas. “Ellas no hace falta que sean sabias, basta que sean discretas” (Camino 946). “Eres curioso, preguntón, oliscón y ventanero. ¿no te da vergüenza ser tan poco masculino? Sé varón”(Camino 50). Y en sus normas internas, la Obra discrimina a las numerarias respecto de los numerarios. Así, a la hora de elegir el prelado, las numerarias han de contentarse con el mero voto consultivo. Hay otras normas que evidencian discriminación y recelo ante el sexo femenino. A diferencia de los varones numerarios, las numerarias dormirían en camas sin colchón, sobre tabla. No podrán hablar con nadie en su trabajo ni deben conocer el nombre de los residentes. El servicio doméstico (llamado de administración) está reservado a las mujeres. Finalmente, es significativo el texto diferente de la oración con que unos y otras finalizan sus reuniones. Para la sección de varones: “Santa María, esperanza nuestra, asiento de sabiduría, ruega por nosotros”. Y para las mujeres: “Santa María, esperanza nuestra, esclava del Señor, ruega por nosotras.”
Como es obvio, la negación del sacerdocio femenino no es achacable al Opus. Mi testimonio no va más allá de una anécdota curial. Como en otros temas doctrinales o disciplinares, el Opus ha dejado su impronta en éste, nada intrascendente. Lo he escrito más arriba. Puede que Pablo VI abrigara alguna esperanza de cambio en esta materia al proponer su estudio en el Santo Oficio. Puede que se haya llevado una desilusión. O no. La conclusión del “coetus consultorum”, confirmada por los Cardenales, sirvió al Papa Wojtyla para reafirmar y zanjar el asunto. En su “Ordinatio sacerdotalis” de 1994, Juan Pablo II se atreve a afirmar que “la Iglesia carece de facultad para conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres y que este dictamen debe ser definitivo para todos los fieles”. Es cuanto concluía Álvaro del Portillo. Y el ex-Santo Oficio, en 1995, aclaró que la imposibilidad del sacerdocio femenino ha sido “propuesto infaliblemente por el magisterio ordinario y universal y exige asentimiento incondicional” Roma locuta. ¿Causa finita? Queda un futuro.