La cuestionada reforma de Francisco
Bonum ex integra causa. Malum ex quocumque defectu. Siempre me pareció un adagio filosófico irrealista si se aplica a los humanos. Por contra, nadie es perfecto. Entre nuestros aciertos, siempre padeceremos nuestras deficiencias y errores. También, nuestros miedos, sin contar con nuestras bajas pasiones y evidentes limitaciones.
Hace un par de meses, algunos periodistas católicos se reunían en Madrid para apoyar al actual Papa en su actividad al frente del Catolicismo. Lo hicieron para contrarrestar voces críticas de otros periodistas y de algunos jerarcas. Porque Francisco tiene detractores. Los tiene fuera y dentro de la Institución. Dentro del Episcopado. Dentro del Colegio Cardenalicio. En su Curia. En los movimientos católicos de corte tradicional o integrista. Me inclino a pensar que se trata de discrepantes bienintencionados. Como mucho, podríamos calificarlos de adversarios. No de enemigos. El dicho agustiniano "Roma locuta causafinita" ha de entenderse muy relativamente. El obispo de Hipona lo pronunció en un específico contexto apologético del siglo V. La mayor parte de los papas ejerció su misión con decencia, con algunos aciertos, pero con muchos errores de fondo y forma. Léase, si no, la Historia desapasionadamente.
Madame Cornuel, siglo XVII, inmortalizó la frase "nadie es héroe para su ayuda de cámara". Es posible que yo, por haber vivido muy cerca de un Papa durante 8 años, tenga una visión propia y menos positiva del Papado, y por ende, del actual Papa. En mis escritos me he atrevido a desvelar miserias, injusticias y errores en la Curia Romana. Ello, al más alto nivel de la institución católica, lo que incluye al bueno de papa Montini.
Cinco años de Pontificado es un período suficientemente largo para que Francisco, como cualquier gobernante, aunque sea "monarca absoluto", muestre resultados. Nadie podrá negar el "talante" conciliador, la humildad, la sensibilidad ante acuciantes problemas y el influjo diplomático mundial de Francisco. La trayectoria pontifical de Francisco supera en calidad a la ejercida por sus inmediatos predecesores. Más, sin duda, a la del "santo súbito" quien, en su largo reinado, plasmó negras huellas difíciles de borrar. Por poner un ejemplo, la sordina operada por Francisco en la Congregación de la Fe supone un benéfico soplo renovador del Espíritu. Ello va unido al rechazo de todo proselitismo y a un nuevo sesgo del ecumenismo.
Su encomiable actividad diplomática, con proyección universal, lleva aparejado un claro populismo, ¡no siempre barato!. Su actividad ad intra es menos visible. ¿Podría calificarse de "buenismo"? Sus casi diarias homilías, semejantes a las de cualquier párroco ilustrado, inundan los medios de carácter religioso. Sus planes de reforma de la Institución católica son propósitos inconcretos, inconclusos, inseguros, tímidos. Diría que irrealizables. Porque ¿quién pone el cascabel al gato?. Para la reforma de la Curia, ha encargado al G8. Son cardenales. Fueron educados, adoctrinados, destacadamente formados en su trayectoria vital como seminaristas, curas, obispos. El "capelo" fue una "coronación" por su fidelidad al estatus. Ya son príncipes. Son el estatus. ¿Se puede esperar de ellos un sustantivo cambio positivo de la propia Institución que los moldeó? Piénsese en las monarquías absolutas. Como mucho, de ellas surgían – surgen - constituciones "otorgadas", migajas de beneficios. En ellas los ciudadanos son sólo súbditos, cuando no esclavos.
Si la Iglesia Católica pretende seguir sosteniendo que ella es continuación del movimiento de Jesús, parece lógico que quien la presida busque adecuar esa Iglesia a la vida y enseñanzas del Nazareno. Y Jesús no distinguió entre hombre y mujer en niveles de dignidad y preeminencia. Jesús no quiso que alguien dominara sobre los demás, sino que sirviera a los demás. Jesús vivió como pobre y prefirió a los pobres. Jesús no tentó a su Dios pidiendo o exigiendo milagros. Jesús no hizo uso de condenas. Y podríamos anotar otras inconformidades eclesiásticas al espíritu jesuánico.
Me daría con un canto en los dientes si la Iglesia (y el Vaticano) suscribiera y pusiera en práctica los derechos humanos proclamados por la ONU en 1948. La Declaración surgió de lo más íntimo de la Humanidad, de las conciencias iluminadas por nuestro Dios, al márgen de creencias y religiones institucionalizadas.
Omito enumerar éxitos o logros de la Iglesia. Como ya he apuntado, los hay y los tuvo. Al enumerar ahora las deficiencias, no pretendo ser exhaustivo. Tampoco, original. Me referiré a algunos temas que, a mi entender, merecen revisión, algunos incluso urgente renovación, en una Iglesia semper reformanda.
¿Por qué sólo los varones pueden ocupar puestos de responsabilidad: sacerdotes, obispos, papas?.
¿Qué fundamento racional y evangélico tienen los dogmas cristológicos de los primeros concilios, imbuídos como están de filosofía helenística, para ser impuestos como artículos de fe?
¿No ha llegado el momento de reinterpretar y revisar también otros dogmas y definiciones conciliares y papales?
¿Qué pensar de la acumulación de poderes en el papa-rey-infalible-vicario de Cristo?
¿Puede tolerarse que un obispo o párroco continúe en su puesto cuando es rechazado por sus fieles?
¿A qué vienen las canonizaciones, en su mayoría endogámicas, políticas, compradas o populistas?
¿Qué fundamento tienen los llamados milagros, sucesos que nunca deberían atribuirse a un Dios que supuestamente no discrimina, y mucho menos para ensalzar a los que fueron (o son sus herederos) poderosos, ricos y famosos?
¿Por qué tildar de divinas las apariciones, cuando sólo podemos confesar nuestra ignorancia ante eventos que, como mucho y a la sazón, son misteriosos?
¿Tiene algún sentido continuar con la institución cardenalicia, originariamente humilde y servicial, devenida escandalosa en el Renacimiento y hoy semejante a la "real nobleza" discriminatoria en el Episcopado?
¿No es el momento de analizar el ritualismo cristiano, con capas seculares de mimetismo vacío de sentido?
¿A qué viene continuar con la concepción negativa de la sexualidad?
¿Cómo resolver la actual asfixiante escasez de presbíteros que lideren las comunidades locales, concretamente nuestras parroquias?
¿Hasta qué punto es justa y no simoníaca la percepción de estipendios y pagas por la dispensación de los sacramentos y sacramentales, incluidas intenciones de misa?
¿Por qué exigir el celibato de por vida a los clérigos?
¿Ha llegado, por fin, el momento de la desclericalización?
¿Una nueva dimensión de comunidades monásticas?
¿No debería prohibirse el bautizo de los infantes que supone una banalización de lo religioso, amén de una inoportuna e injusta invasión en la personalidad del menor?
¿No es una indecencia de triste recuerdo seguir invocando indulgencias parciales o plenarias, incluso vinculando su obtención al dinero y al turismo?
¿Ha de plantearse ya la conveniencia y oportunidad de renunciar a la anacrónica antievangélica supremacía política del Estado de la Ciudad del Vaticano que acarrea confusión y lastra el ecumenismo? Al respecto, opino que tal renuncia aportaría al Papado un mayor prestigio social, de manera análoga a cuanto sucedió con la pérdida de los Estados Pontificios a partir de 1870, incluso antes de los Pactos Lateranenses de 1929 creadores del actual Estado del Vaticano.
Insisto. La reforma de la Iglesia, a comenzar por la Curia, no puede ser diseñada exclusivamente por cardenales, sean ocho o más. La reforma debería surgir del estudio y del sentir de la comunidad creyente. Varones y mujeres. Teólogos/as, sociólogos/as, universidades, jerarcas, instituciones cristianas, pueblo llano. No precisamente de un Concilio Ecuménico al uso. En el horizonte realizable, habrá de vislumbrarse una adecuada democratización en la elección de quienes vayan a regirnos, también desde Roma, sin distinción de sexos. Nótese que el sistema de elección democrática está en vigor desde siempre en Órdenes e Institutos religiosos. La Curia romana sigue exigiéndolo. Por ello, resulta más escandaloso que cada Papa diseñe, a su antojo, el colegio elector de su sucesor. Percíbalo o no el Papa, quiéranlo o no los cardenales y obispos, estamos hablando de "nuestra" Iglesia.
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Celso Alcaina es autor del libro "ROMA VEDUTA. Monseñor se desnuda" (Liber Factory, 2016, visionnet.es)
Hace un par de meses, algunos periodistas católicos se reunían en Madrid para apoyar al actual Papa en su actividad al frente del Catolicismo. Lo hicieron para contrarrestar voces críticas de otros periodistas y de algunos jerarcas. Porque Francisco tiene detractores. Los tiene fuera y dentro de la Institución. Dentro del Episcopado. Dentro del Colegio Cardenalicio. En su Curia. En los movimientos católicos de corte tradicional o integrista. Me inclino a pensar que se trata de discrepantes bienintencionados. Como mucho, podríamos calificarlos de adversarios. No de enemigos. El dicho agustiniano "Roma locuta causafinita" ha de entenderse muy relativamente. El obispo de Hipona lo pronunció en un específico contexto apologético del siglo V. La mayor parte de los papas ejerció su misión con decencia, con algunos aciertos, pero con muchos errores de fondo y forma. Léase, si no, la Historia desapasionadamente.
Madame Cornuel, siglo XVII, inmortalizó la frase "nadie es héroe para su ayuda de cámara". Es posible que yo, por haber vivido muy cerca de un Papa durante 8 años, tenga una visión propia y menos positiva del Papado, y por ende, del actual Papa. En mis escritos me he atrevido a desvelar miserias, injusticias y errores en la Curia Romana. Ello, al más alto nivel de la institución católica, lo que incluye al bueno de papa Montini.
Cinco años de Pontificado es un período suficientemente largo para que Francisco, como cualquier gobernante, aunque sea "monarca absoluto", muestre resultados. Nadie podrá negar el "talante" conciliador, la humildad, la sensibilidad ante acuciantes problemas y el influjo diplomático mundial de Francisco. La trayectoria pontifical de Francisco supera en calidad a la ejercida por sus inmediatos predecesores. Más, sin duda, a la del "santo súbito" quien, en su largo reinado, plasmó negras huellas difíciles de borrar. Por poner un ejemplo, la sordina operada por Francisco en la Congregación de la Fe supone un benéfico soplo renovador del Espíritu. Ello va unido al rechazo de todo proselitismo y a un nuevo sesgo del ecumenismo.
Su encomiable actividad diplomática, con proyección universal, lleva aparejado un claro populismo, ¡no siempre barato!. Su actividad ad intra es menos visible. ¿Podría calificarse de "buenismo"? Sus casi diarias homilías, semejantes a las de cualquier párroco ilustrado, inundan los medios de carácter religioso. Sus planes de reforma de la Institución católica son propósitos inconcretos, inconclusos, inseguros, tímidos. Diría que irrealizables. Porque ¿quién pone el cascabel al gato?. Para la reforma de la Curia, ha encargado al G8. Son cardenales. Fueron educados, adoctrinados, destacadamente formados en su trayectoria vital como seminaristas, curas, obispos. El "capelo" fue una "coronación" por su fidelidad al estatus. Ya son príncipes. Son el estatus. ¿Se puede esperar de ellos un sustantivo cambio positivo de la propia Institución que los moldeó? Piénsese en las monarquías absolutas. Como mucho, de ellas surgían – surgen - constituciones "otorgadas", migajas de beneficios. En ellas los ciudadanos son sólo súbditos, cuando no esclavos.
Si la Iglesia Católica pretende seguir sosteniendo que ella es continuación del movimiento de Jesús, parece lógico que quien la presida busque adecuar esa Iglesia a la vida y enseñanzas del Nazareno. Y Jesús no distinguió entre hombre y mujer en niveles de dignidad y preeminencia. Jesús no quiso que alguien dominara sobre los demás, sino que sirviera a los demás. Jesús vivió como pobre y prefirió a los pobres. Jesús no tentó a su Dios pidiendo o exigiendo milagros. Jesús no hizo uso de condenas. Y podríamos anotar otras inconformidades eclesiásticas al espíritu jesuánico.
Me daría con un canto en los dientes si la Iglesia (y el Vaticano) suscribiera y pusiera en práctica los derechos humanos proclamados por la ONU en 1948. La Declaración surgió de lo más íntimo de la Humanidad, de las conciencias iluminadas por nuestro Dios, al márgen de creencias y religiones institucionalizadas.
Omito enumerar éxitos o logros de la Iglesia. Como ya he apuntado, los hay y los tuvo. Al enumerar ahora las deficiencias, no pretendo ser exhaustivo. Tampoco, original. Me referiré a algunos temas que, a mi entender, merecen revisión, algunos incluso urgente renovación, en una Iglesia semper reformanda.
¿Por qué sólo los varones pueden ocupar puestos de responsabilidad: sacerdotes, obispos, papas?.
¿Qué fundamento racional y evangélico tienen los dogmas cristológicos de los primeros concilios, imbuídos como están de filosofía helenística, para ser impuestos como artículos de fe?
¿No ha llegado el momento de reinterpretar y revisar también otros dogmas y definiciones conciliares y papales?
¿Qué pensar de la acumulación de poderes en el papa-rey-infalible-vicario de Cristo?
¿Puede tolerarse que un obispo o párroco continúe en su puesto cuando es rechazado por sus fieles?
¿A qué vienen las canonizaciones, en su mayoría endogámicas, políticas, compradas o populistas?
¿Qué fundamento tienen los llamados milagros, sucesos que nunca deberían atribuirse a un Dios que supuestamente no discrimina, y mucho menos para ensalzar a los que fueron (o son sus herederos) poderosos, ricos y famosos?
¿Por qué tildar de divinas las apariciones, cuando sólo podemos confesar nuestra ignorancia ante eventos que, como mucho y a la sazón, son misteriosos?
¿Tiene algún sentido continuar con la institución cardenalicia, originariamente humilde y servicial, devenida escandalosa en el Renacimiento y hoy semejante a la "real nobleza" discriminatoria en el Episcopado?
¿No es el momento de analizar el ritualismo cristiano, con capas seculares de mimetismo vacío de sentido?
¿A qué viene continuar con la concepción negativa de la sexualidad?
¿Cómo resolver la actual asfixiante escasez de presbíteros que lideren las comunidades locales, concretamente nuestras parroquias?
¿Hasta qué punto es justa y no simoníaca la percepción de estipendios y pagas por la dispensación de los sacramentos y sacramentales, incluidas intenciones de misa?
¿Por qué exigir el celibato de por vida a los clérigos?
¿Ha llegado, por fin, el momento de la desclericalización?
¿Una nueva dimensión de comunidades monásticas?
¿No debería prohibirse el bautizo de los infantes que supone una banalización de lo religioso, amén de una inoportuna e injusta invasión en la personalidad del menor?
¿No es una indecencia de triste recuerdo seguir invocando indulgencias parciales o plenarias, incluso vinculando su obtención al dinero y al turismo?
¿Ha de plantearse ya la conveniencia y oportunidad de renunciar a la anacrónica antievangélica supremacía política del Estado de la Ciudad del Vaticano que acarrea confusión y lastra el ecumenismo? Al respecto, opino que tal renuncia aportaría al Papado un mayor prestigio social, de manera análoga a cuanto sucedió con la pérdida de los Estados Pontificios a partir de 1870, incluso antes de los Pactos Lateranenses de 1929 creadores del actual Estado del Vaticano.
Insisto. La reforma de la Iglesia, a comenzar por la Curia, no puede ser diseñada exclusivamente por cardenales, sean ocho o más. La reforma debería surgir del estudio y del sentir de la comunidad creyente. Varones y mujeres. Teólogos/as, sociólogos/as, universidades, jerarcas, instituciones cristianas, pueblo llano. No precisamente de un Concilio Ecuménico al uso. En el horizonte realizable, habrá de vislumbrarse una adecuada democratización en la elección de quienes vayan a regirnos, también desde Roma, sin distinción de sexos. Nótese que el sistema de elección democrática está en vigor desde siempre en Órdenes e Institutos religiosos. La Curia romana sigue exigiéndolo. Por ello, resulta más escandaloso que cada Papa diseñe, a su antojo, el colegio elector de su sucesor. Percíbalo o no el Papa, quiéranlo o no los cardenales y obispos, estamos hablando de "nuestra" Iglesia.
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Celso Alcaina es autor del libro "ROMA VEDUTA. Monseñor se desnuda" (Liber Factory, 2016, visionnet.es)