Amigos, conocidos y otras verdades -17-IV-2018-
Amigos, conocidos y otras verdades
Yo -de los amigos- tengo un concepto exigente. Y no es, creo, deformación conceptual. Del amigo, del que tengo por amigo, me fío. Y, si me fío, le creo, le aguanto como él de ha de aguantar a mí, le digo la verdad de lo que pienso, alabo sus virtudes pero no me recato de echarle en cara también sus defectos o vicios y salidas de tono; a los amigos les doy lo que puedo hasta perder horas de sueño por ellos…. Pero, a mi vez, les exijo que ellos me den también algo, sobre todo que no me den “coba” y que me ayuden a mirar, a ver, a escuchar, a saber criticarme de la mano de sus críticas a “mis cosas”. Que me digan lo que piensan sobre lo que yo haga, piense o cavile…
En una palabra, les requiero a que sean amigos y a que, con el tesoro de su amistad me den ese otro tesoro de su “verdad” sin falsías ni camelos melífluos
El dicho de la Biblia –Eclesiastico, VI, 14- de que “quien encuentra un amigo, halla un tesoro”, si se le despoja de su posible barniz romántico, encierra gran carga de realismo y puede abanderar una de las buenas claves del vivir. La amistad es una necesidad del alma menesterosa de los hombres, y lleva consigio –entre sus flecos amables o risueños- el valor inconmensurable del “compartir” –las ideas también- para crecer juntos e ir así, de la mano, más lejos y más seguros los dos….
Esa tan sugerente frase de Las Confesiones, con la que san Agustín añora al amigo perdido llamándole nada menos que “dimidium animae meae” -la “mitad de mi alma”, si realza por un lado la entrañable calidad humana de la amistad, lleva a pensar que los amigos de verdad no pueden ser muchos, porque ni el alma ni el corazón dan para tanto…. Por eso, alguno ha dicho que los amigos son pocos y los conocidos, muchos. Va diferencia, claro, de “amigo” a “conocido”. El amigo está; el “ comnpocido” viene y va, plñasa y sigue…
De los amigos hablo y en los amigos pensaba esta mañana al enhebrar estas reflexiones, al leer el comentario de un amigo –de Emilio, un cura gallego tan bravo al saltar en paracaídas como cordial y servicial al contarte un chiste o una anécdota vibrante de su vida- a uno de mis ensayos.
A mis reflexiones del domingo pasado les puse como rótulo “Atrévete a creer”. Al trasluz del evangelio del día, contemplaba la fe como un reto humano de la máxima entidad y calidad: una fuente de merecimientos, porque quien sólo cree lo que ve muestra unos horizontes tan cortos y pequeños como sus ojos, sus narices o su epidermis, y quedarse en eso no supone gran cosa; y una consigna de amor: el que cree pone su corazón al mismo paso de su mente. Es, ni más ni menos, lo que el atormentado Unamuno señala en su idea de El diario íntimo, cuando confesaba que, al rezar, reconocìa con el corazón al Dios que discutía con su mente. La fe es amor.
Ayer, lunes, recibía de Emilio este mensaje de respuesta a mis ideas sobre la gracia y el mérito de la fe; especialmente de esa fe que más merece la pena porque va en ello una trascendencia en la que –hasta sin saberlo- creemos, aunque a la hora de las verdades a ras de tierra, lo trascendente pueda parecernos ilusorio, innecesario o prescindible.
Me dice Emilio; “Te agradezco mucho tus
reflexiones, no sólo por lo que aprendo, sino también por lo que me
obligan a recordar y actualizar. Pienso que tenemos que atrevernos a creer, porque no tenemos más remedio. En mi modestísima opinión, (ya quisiera yo que no fuera tan modestísima), el hombre está hecho para la fe. En la vida ordinaria es imposible vivir sin la fe humana, por la imposibilidad de comprobarlo todo, así que tenemos que fiarnos de lo que nos dicen. Y en la vida sobrenatural, porque sin fe, no podríamos conocer nada o casi nada. Claro que los hombres solemos ser demasiado pretenciosos y presumimos màs de la razón, como si razón y fe no tuvieran el mismo Autor. En una entrevista al Dr. Ochoa, le preguntaron por qué moría el hombre y el Nobel respondió: "Mire usted; el hombre muere, porque está hecho para morir". Nosotros estamos hechos para la fe, humana y divina, afortunadamente”.
Gratitud es hoy mi respuesta a las glosas del amigo. ¿Qué aprendo yo de él en estas frases suyas? Una cosa sobre todo: Tenemos que atrevernos a creer porque no tenemos más remedio que creer. Condenados a creer, como condenados a ser libres o a equivocarnos. El hombre limitado no puede vivir sin fe; la humana desde luego; pero también esa otra fe, sobrenatural, que es la que se palpa en ese evangelio del domingo, y que es la que no pone puertas al campo de las ansias del hombre de ser más y más, hasta el infinito, hasta el verdadero “superhombre”; que no es –por suerte- el del Nietzche nihilista, ni otros y otros que no pasan de ser “espantapájaros” inanes e imposibles de tejas abajo, nada convincentes por tanto y que no han conseguido, a pesar de sueños y esfuerzos, hacer del hombre un “dios” como en el fondo pretendían.
Gracias por ello, amigo, y que cunda tu amigable tarea de caridad cristiana, la de subir “al otro” a los hombros de uno –hasta los más pequeños entre los hombres tienen hombros y horizontes- para ayudarle a ver más lejos, e ir después más confiado.
El “Atrévete a creer” lo tomo yo como hermano gemelo del “Atrévete a saber” o “Atrévete a pensar”. ¿No es acaso la fe uno de los caminos hacia la sabiduría?
Un día de estos mis reflexiones irán posiblemente hacia esos campos del “saber de los que no saben,, pero quieren saber”: el que quiere saber, como el que quiere creer ya está sabiendo y ya está creyendo.
Gracias, amigo, de nuevo. Y hasta mañana mismo. Con otras reflexiones y con otros intercambios. Eso es amistad.
SANTIAGO PANIZO ORALLO
Yo -de los amigos- tengo un concepto exigente. Y no es, creo, deformación conceptual. Del amigo, del que tengo por amigo, me fío. Y, si me fío, le creo, le aguanto como él de ha de aguantar a mí, le digo la verdad de lo que pienso, alabo sus virtudes pero no me recato de echarle en cara también sus defectos o vicios y salidas de tono; a los amigos les doy lo que puedo hasta perder horas de sueño por ellos…. Pero, a mi vez, les exijo que ellos me den también algo, sobre todo que no me den “coba” y que me ayuden a mirar, a ver, a escuchar, a saber criticarme de la mano de sus críticas a “mis cosas”. Que me digan lo que piensan sobre lo que yo haga, piense o cavile…
En una palabra, les requiero a que sean amigos y a que, con el tesoro de su amistad me den ese otro tesoro de su “verdad” sin falsías ni camelos melífluos
El dicho de la Biblia –Eclesiastico, VI, 14- de que “quien encuentra un amigo, halla un tesoro”, si se le despoja de su posible barniz romántico, encierra gran carga de realismo y puede abanderar una de las buenas claves del vivir. La amistad es una necesidad del alma menesterosa de los hombres, y lleva consigio –entre sus flecos amables o risueños- el valor inconmensurable del “compartir” –las ideas también- para crecer juntos e ir así, de la mano, más lejos y más seguros los dos….
Esa tan sugerente frase de Las Confesiones, con la que san Agustín añora al amigo perdido llamándole nada menos que “dimidium animae meae” -la “mitad de mi alma”, si realza por un lado la entrañable calidad humana de la amistad, lleva a pensar que los amigos de verdad no pueden ser muchos, porque ni el alma ni el corazón dan para tanto…. Por eso, alguno ha dicho que los amigos son pocos y los conocidos, muchos. Va diferencia, claro, de “amigo” a “conocido”. El amigo está; el “ comnpocido” viene y va, plñasa y sigue…
De los amigos hablo y en los amigos pensaba esta mañana al enhebrar estas reflexiones, al leer el comentario de un amigo –de Emilio, un cura gallego tan bravo al saltar en paracaídas como cordial y servicial al contarte un chiste o una anécdota vibrante de su vida- a uno de mis ensayos.
A mis reflexiones del domingo pasado les puse como rótulo “Atrévete a creer”. Al trasluz del evangelio del día, contemplaba la fe como un reto humano de la máxima entidad y calidad: una fuente de merecimientos, porque quien sólo cree lo que ve muestra unos horizontes tan cortos y pequeños como sus ojos, sus narices o su epidermis, y quedarse en eso no supone gran cosa; y una consigna de amor: el que cree pone su corazón al mismo paso de su mente. Es, ni más ni menos, lo que el atormentado Unamuno señala en su idea de El diario íntimo, cuando confesaba que, al rezar, reconocìa con el corazón al Dios que discutía con su mente. La fe es amor.
Ayer, lunes, recibía de Emilio este mensaje de respuesta a mis ideas sobre la gracia y el mérito de la fe; especialmente de esa fe que más merece la pena porque va en ello una trascendencia en la que –hasta sin saberlo- creemos, aunque a la hora de las verdades a ras de tierra, lo trascendente pueda parecernos ilusorio, innecesario o prescindible.
Me dice Emilio; “Te agradezco mucho tus
reflexiones, no sólo por lo que aprendo, sino también por lo que me
obligan a recordar y actualizar. Pienso que tenemos que atrevernos a creer, porque no tenemos más remedio. En mi modestísima opinión, (ya quisiera yo que no fuera tan modestísima), el hombre está hecho para la fe. En la vida ordinaria es imposible vivir sin la fe humana, por la imposibilidad de comprobarlo todo, así que tenemos que fiarnos de lo que nos dicen. Y en la vida sobrenatural, porque sin fe, no podríamos conocer nada o casi nada. Claro que los hombres solemos ser demasiado pretenciosos y presumimos màs de la razón, como si razón y fe no tuvieran el mismo Autor. En una entrevista al Dr. Ochoa, le preguntaron por qué moría el hombre y el Nobel respondió: "Mire usted; el hombre muere, porque está hecho para morir". Nosotros estamos hechos para la fe, humana y divina, afortunadamente”.
Gratitud es hoy mi respuesta a las glosas del amigo. ¿Qué aprendo yo de él en estas frases suyas? Una cosa sobre todo: Tenemos que atrevernos a creer porque no tenemos más remedio que creer. Condenados a creer, como condenados a ser libres o a equivocarnos. El hombre limitado no puede vivir sin fe; la humana desde luego; pero también esa otra fe, sobrenatural, que es la que se palpa en ese evangelio del domingo, y que es la que no pone puertas al campo de las ansias del hombre de ser más y más, hasta el infinito, hasta el verdadero “superhombre”; que no es –por suerte- el del Nietzche nihilista, ni otros y otros que no pasan de ser “espantapájaros” inanes e imposibles de tejas abajo, nada convincentes por tanto y que no han conseguido, a pesar de sueños y esfuerzos, hacer del hombre un “dios” como en el fondo pretendían.
Gracias por ello, amigo, y que cunda tu amigable tarea de caridad cristiana, la de subir “al otro” a los hombros de uno –hasta los más pequeños entre los hombres tienen hombros y horizontes- para ayudarle a ver más lejos, e ir después más confiado.
El “Atrévete a creer” lo tomo yo como hermano gemelo del “Atrévete a saber” o “Atrévete a pensar”. ¿No es acaso la fe uno de los caminos hacia la sabiduría?
Un día de estos mis reflexiones irán posiblemente hacia esos campos del “saber de los que no saben,, pero quieren saber”: el que quiere saber, como el que quiere creer ya está sabiendo y ya está creyendo.
Gracias, amigo, de nuevo. Y hasta mañana mismo. Con otras reflexiones y con otros intercambios. Eso es amistad.
SANTIAGO PANIZO ORALLO