No todo puede sucumbir en la misma debacle.
Sobre el siglo XX, uno de los más calamitosos de la historia.
| Pablo Heras Alonso.
A pesar de los años transcurridos, varias son las cadenas de televisión que nos “regalan” documentales –Apocalipsis—sobre la I y II Guerras Mundiales. Documentales siempre vistos desde el lado vencedor: los vencidos nunca tienen razón y son siempre “los malos”. Del inicio de la Gran Guerra 28 julio 1914) han pasado 107 años; de la II (3 septiembre 1939), ochenta y dos. Se rompió de tal manera la historia que todavía historiadores, políticos sensatos y gente del común parecen encontrarse en estado de shock intelectual.
La llamaron Gran Guerra a la Primera, en la que sonámbulos políticos llevaron como corderos a toda una generación de jóvenes al matadero, a su vez entontecidos por proclamas nacionalistas derivadas de ideologías de lo más variopinto. La Guerra siguiente no fue sino una prolongación, más bárbara, de la primera. Los hechos están ahí para horror de la historia.
Tales documentales me sumen en un estado de embriaguez mental, que genera en mí pensamientos encontrados; y trato de buscar los porqué; y señalar culpables; e indagar en las ideologías que sembraron la mala hierba de tal caos.
Porque son hechos que, entre otras cosas, barrieron las ideologías. Arrumbamiento del positivismo; olvido del historicismo ; objeto de museo el nihilismo de Hegel o Nietzsche; fugacidad de los existencialismos; incluso suspicacia respecto a que la verdad sea exclusiva de la ciencia... Hiroshima sabe mucho de “Little Boy”. Pero a la vez, auge de ideologías salvadoras, las teorías marxistas. Ante la hecatombe de las ideologías podría parecer que el nuevo racionalismo histórico que propugna el hombre emancipado de una autoridad trascendente también podría ser una “ideología” más.
Por la banda de estribor (la derecha de las filosofías), se pueden leer afirmaciones como éstas:
Todas esas ideologías han sucumbido, ideologías que atacaban frontalmente la religión; sólo la verdad permanece; la verdad está en la unión del hombre con Dios; la religión verdadera resurgirá pletórica y gloriosa.
Eso afirmaban coadjutores de micrófono en ristre, pensadores chichirivainas y filósofos de medio pelo ligados a la credulidad, deduciendo de forma errónea y pontificando con la solemnidad que da la masa entregada, a la vez que ni sienten ni padecen el crudo invierno que se le vino, y se le viene encima, al mundo crédulo.
No es que sucumbieran las ideologías por prescripción facultativa –aquella premonición evangélica de et portae inferi non prevalebunt-- más bien todo fue barrido por los hechos, los lúgubres hechos de dos crueles guerras mundiales a las que siguieron glaciaciones comunistas, consentidas por estados democráticos, sumidos en un incierto complejo de culpabilidad.
Como siempre, antes de ese cataclismo, primero fueron las ideas, Ideas con rostro y lugar. Visto lo visto, tendremos que afirmar que NO es el pensamiento alemán, y por extensión el centroeuropeo, el más indicado para dar recetas filosóficas, a la vista del resultado obtenido por varias generaciones de pensadores que asombraron al mundo con esotéricas profundidades, sin darse cuenta de que unos desbancaban a otros y que, finalmente, todo desembocó en hornos crematorios y gulags siberianos. ¡Cuántos españoles, de un lado y de otro, se dejaron seducir por esos bocazas del pensamiento,!
Lo que hoy necesita el mundo es una filosofía de la luz que barra las tinieblas de tanto tugurio lúgubre, se digan antros del saber o catedrales de la creencia.
Las ideologías deshumanizantes sucumbieron en el caldo de su propio pensamiento y ya no son más. Los hechos engulleron las ideas. Los filósofos metidos a redentores crearon una escuela de pensamiento que echó raíces siniestras en masas descerebradas, cuya testa sólo servía para cubrirla con cascos y cuyos pies y manos lo que mejor sabían hacer era desfilar. O fueron por obligación.
Por su parte, las doctrinas crédulas nacieron de personas que pensaron y sintieron por los demás, buscando echar raíces en seres que, sí, tenían capacidad racional pero eran funcionalmente irracionales. A falta de pensamiento, se entregaron al sentimiento y al asentimiento: sentían, se emocionaban, suspiraban, anhelaban... ¡delegando su pensamiento en otros! Y si la credulidad se niega a desaparecer se debe precisamente a que no piensa. Cree.
El pensamiento siempre es disensión y protesta, aunque “ellos”, los guardianes de las esencias intemporales y eternas, excluyeran --"nolis velis"-- la actividad del disenso para dedicarse a la explicación doxológica.
En cuanto al racionalismo histórico, que siempre ha sido el sustrato, el "humus" y el cimiento de todas las ideologías, al germinar, sólo ha podido desarrollar aspectos parciales de un credo total por imperativo de ambientes asfixiantes, extraños a él.
La sangre borra las ideologías, es una idea que tenemos fija. Ideologías de finales del siglo XIX y comienzos del XX se han convertido en los mayores mercados de la masacre: nacionalismo, origen de la Gran Guerra y fuente siempre de exclusión; nazismo o fascismo, cuando el mesías social conduce a la hecatombe; comunismo, cuando el sueño de la razón social se convierte en fúnebre aberración colectivista; cristianismo, cuando el coraje del hombre libre es trocado por huida del sufrimiento y de la maldad terrenales o, como mucho, lleva a páramos improductivos de “teologías liberadoras”.
Todas esas corrientes --de pseudo pensamiento o sentimiento-- pretendían ser la panacea salvadora de los pueblos y, como doctrina, no han sido sino epifenómenos mentales degradados, derivados de una mala digestión de las precedentes o de siglos de silencio o postración.
¿Qué queda de todo aquello? Los hechos. Causa verdadera turbación pararse a ver los pormenores y datos de aquel conflicto. Millones, muchos millones de vidas truncadas; vidas que nacieron y crecieron de una en una; vidas que no eran un número, sino un “cada uno”; vidas que tuvieron una niñez, una juventud pletórica de ilusiones, alegrías, proyectos... Y todos muertos, barridos, engullidos “por una idea”. Y tras todo eso, más miseria; ausencia de repuestos culturales; vacío.
Es preciso que la sangre de tantos inocentes se convierta en vida para los que nacen. Por eso clamamos y seguiremos proclamando que sólo hay una filosofía válida, sólo hay una religión verdadera: la persona, su bien, su perfección, su felicidad; y el bien social como “algo” anejo, que no ajeno o separado de las personas.