Anhelamos la escucha especialmente cuando sufrimos. La necesitamos como la cierva sedienta busca el agua. Buscamos la escucha y esperamos la palabra: la palabra oportuna, comprensiva, adecuada, la que sostiene y, en su caso, orienta, ilumina, conforta, consuela.
En otros tiempos le dábamos la debida importancia a la “custodia de la boca y disciplina de la lengua”, conscientes del poder que tiene la palabra de generar mal, mentira, destrucción, si es dicha desordenadamente o con mala intención y voluntad de daño.
La palabra consuelo, para algunos denostada, arcaica, superada, está tomando en algunos lugares, una cierta relevancia. Como si se quisiera recuperar en su genuino poder y valor. Y me uno a este movimiento de rescate de la importancia y nobleza del objetivo y voluntad de consolar al afligido.
Consolar tiene como primera expresión la de consolar con las palabras. Las palabras, que una vez dichas ya no nos pertenecen, y tienen una gran importancia a la hora de abrir el corazón a la esperanza, o de encaminarlo a la desesperación.
Consolar puede ayudar a vivir, a volver a dar un sentido a la vida, pero únicamente cuando nuestro corazón está animado por la esperanza y es capaz de transmitirla a través de las palabras, de las relaciones y de la presencia que consuela las soledades. La esperanza mantiene abierto un futuro en las personas de las que nos ocupamos.