Las ideologías son como una mecedora

Tienen razón quienes dicen que discutiendo una y otra vez sobre la enseñanza religiosa y, ahora, sobre la Educación para la Ciudadanía en la escuela, olvidamos otros problemas mucho más serios e importantes que afectan a la calidad de nuestro sistema educativo. Lo dicen una y otra vez, pero nadie les hace caso. A nosotros, la sociedad que sale en los medios, la “opinión publicada”, nos gusta el debate de ideas; mejor aún, el debate entre ideologías. El debate de ideas es muy difícil. Uno plantea su idea y otros la acogen o rechazan dando buenas razones para una u otra cosa, y permitiendo que el primero añada nuevos argumentos, y así ver si es posible aclarar y concretar algo. El debate de ideologías, por el contrario, es un combate entre ideas preconcebidas y fijas. Las ideas, aquí, son armas o piedras que hemos de lanzar a la cabeza de nuestros enemigos a ver, si así, los sacamos de su error, o los aplastamos. Las ideologías son como corazas frente a las opiniones de otros, o como diccionarios de opinión que nos permiten hablar sin pensar y tomar postura sin titubeos. Las ideologías son esquemas que nos vuelven intelectualmente perezosos. ¿Para qué pensar cada día si ya lo hicieron otros del grupo por nosotros? Las ideologías parecen ideas muy firmes y pensadas, pero son intereses bien envueltos en cánticos y banderas.

También en el debate escolar hay más ideologías que ideas. No debemos simplificar los conflictos. Simplificar es reducir todo a una idea simple y acomodarnos en ella como en una mecedora. Hay que tener cuidado con las “ideas mecedora”, porque pareciendo que lo decimos todo, no decimos nada. Nos sirven en una discusión en el bar o en una comida de familia, pero despachar los conflictos sociales con una sola idea, esto es bueno y esto es malo, éstos sólo buscan esto, y aquéllos sólo quieren lo otro, es realmente pobre. Pondría ejemplos sobre la Iglesia, los Jueces, los Partidos o los Medios de Comunicación que están en la mente de todos. No los repetiré.

Pero es cierto que estamos en un momento en que discutimos por dos concepciones de sociedad. Las fuerzas más liberales defienden una sociedad donde las personas sean individuos identificados ante todo con sus intereses, deseos y logros. Claro, como en el punto de partida generalmente disponen de más medios heredados y mejor cualificación profesional, sus oportunidades sociales son mayores y las posibilidades de mantener el estatus, mejores. Todo esto es más complejo, y la diversidad de posiciones extrema, pero de fondo es cierto que esa defensa de la soberanía de la persona como individuo con derechos y libertades, en solitario, es bastante común. Algunos incluso hablan de que el único derecho de autodeterminación es el que corresponde a cada individuo con su vida y, esto, con la más absoluta libertad en todas y cada una de las decisiones que tome. La persona como individuo es ley única para sí misma y el Estado laico es el que la respeta en cualquier circunstancia.

Otros, las fuerzas sociales más abiertas, digámoslo así, defienden (quisiéramos) una sociedad donde las personas sean individuos referidos siempre a una colectividad próxima, y al cabo mundial; y donde el bien común constituya el marco de acuerdo para los intereses, deseos y logros de cada uno. La conciencia y la libertad del individuo son, para éstos, igual de sagradas, pero no crean lo bueno y lo malo en función del propio gusto, coyuntura, o interés, sino en diálogo con la experiencia común de toda la sociedad y, sobre todo, con las necesidades de los más débiles. Valoran el propio esfuerzo y creen que hay que recompensar la iniciativa de los mejores, pero piensan que nadie puede quedar excluido del disfrute de los derechos humanos sin culpa propia. Por eso exigen un Estado laico que sirva a las iniciativas de la sociedad pero siempre que, a la vez, posibilite su igualdad y vigile que todas respeten los derechos humanos. De nuevo, todo es más complejo, pero nos entendemos.

Es verdad, por tanto, que detrás de cada debate social hay intereses de todo tipo; generalmente, legítimos; otras veces, muchas, no tan legítimos, porque obedecen a ideologías y posiciones sociales que no pueden, ¡aunque quieran!, acoger a todos y menos a los más débiles. Conviene por ello debatir sobre ideas y depurar ideologías.

La Iglesia, desde donde yo hablo, tiende a ver la vida social según los sectores sociales más conservadores. Ellos le son más cercanos y entre ellos hay más católicos. Por otro lado, la acompañan en la defensa de valores humanos que parecen antiguos, pero que muchas veces no lo son, o que admiten interpretaciones morales que no lo son. Mucha gente “moderna” esto nunca se detiene a pensarlo. Es también un comportamiento “ideológico”, su mecedora particular. Ella, la Iglesia, quiere también ser testigo de las necesidades de los últimos de la sociedad, pero no resulta creíble porque está atrapada en la red de los partidos y grupos sociales más conservadores. No sabe, por tanto, cómo escapar a esta dinámica. Quizá, porque es difícil y algunos quieren pasarle factura todavía. Quizá, más bien, porque una sabia elección de posiciones cristianas en lo personal y en lo social no puede verificarse sin sacrificios; es decir, sin un precio para la ideología social que muchos de sus dirigentes y de sus fieles se resisten a abandonar. Pero el reto está ahí.
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