'Sindrome 1933', el libro que Francisco recomendó a Pedro Sánchez Reyes Mate: "¿Acaso no seguimos demonizando al otro, sobre todo si es pobre, negro o moro?"
"Sánchez y el Papa Francisco, en su encuentro en el Vaticano, hablaron del peligro que encierran las ideas doctrinarias y, para conjurarlas, el Papa recomendaba este libro"
"El libro se pregunta cómo fue posible que en el país más culto de Europa –en Alemania se vendían más periódicos que en Italia, Francia y Gran Bretaña juntos- llegara al poder, por vía democrática, un partido político de matones con un cabo desquiciado al frente"
"¿Hay mucha diferencia entre los discursos de Hitler y el tono insultante, faltón y de sal gorda de muchos parlamentarios?"
"¿Hay mucha diferencia entre los discursos de Hitler y el tono insultante, faltón y de sal gorda de muchos parlamentarios?"
| Manuel Reyes Mate
Del encuentro que el Papa Francisco mantuvo hace unas semanas con el Presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, saltó la noticia de que el Papa había recomendado al político español un libro escrito por un comunista judío titulado "Sindrome 1933". Hablaban del peligro que encierran las ideas doctrinarias y, para conjurarlas, el Papa recomendaba este libro.
1933 es el año en que Adolf Hitler “asalta el poder” y es nombrado Canciller. El libro se pregunta cómo fue posible que en el país más culto de Europa –en Alemania se vendían más periódicos que en Italia, Francia y Gran Bretaña juntos- llegara al poder, por vía democrática, un partido político de matones con un cabo desquiciado al frente.
Lo primero que llama la atención es la ceguera de Europa. Si Hitler y los suyos triunfaron fue porque otros les habían preparado el terreno. Los políticos, los intelectuales, los obreros, los sindicalistas estaban tan a lo suyo que no se enteraron del malestar social que creaban. El autor, Siegmund Ginzberg, nos invita a repasar ese momento.
En primer lugar, la insensatez de los políticos. Había 34 partidos políticos. Cada colectivo que se preciara tenía el suyo. Había partidos por profesiones, por confesiones religiosas, por clases sociales, por regiones. No había manera de gobernar, así que vuelta a las urnas: en un año dos votaciones para elegir Presidente, tres para el Parlamento, sin hablar de las convocatorias territoriales. En cinco años, cinco elecciones generales. Y en los últimos catorce años, los alemanes habían conocido a 13 cancilleres y 21 gobiernos.
Enfrente, una sociedad que se sentía abandonada. Los obreros se sintieron solos, dispuestos a echarse en brazos de quien se interesara por ellos. El mundo obrero, otrora bien encuadrado por potentes sindicatos y partidos políticos, veía ahora cómo se desangraban en luchas intestinas. Les interesaba más la pelea entre reformistas y revolucionarios que las respuestas a su miseria.
Particularmente llamativa, la irresponsabilidad del mundo de la cultura. Los artistas, por ejemplo, celebraban el expresionismo, que era un culto a la violencia y a la subversión. Eso se traducía en desórdenes callejeros que metían el miedo en el cuerpo de una clase media que decía basta. En las universidades, científicos y antropólogos se dejaban seducir por teorías biologistas que preparaban el terreno al racismo político. Había filósofos que pensaban haber descubierto la nueva piedra filosofal, a saber, el populismo. Todo era pueblo, todo tenía que ser popular. Querían acabar con todos los distingos anteriores –de religión, de clase social, de diferencia territorial- en nombre del pueblo, del pueblo alemán se entiende. Para formar parte de él había que tener un ADN específico (Geist) y el pueblo tenía que contar con un líder capaz de interpretar ese espíritu. Estaban convocando al Führer.
La prensa también echó una mano. Potentes empresas editoriales se apuntaron al amarillismo porque eso vendía más. Las páginas de sucesos sustituyeron a las noticias bien documentadas. En esa pugna por el sensacionalismo, la prensa afín al nazismo era insuperable pues no ponía límite a la manipulación de los hechos y de los sentimientos. Unos de sus periódicos, Der Stürmer, armó un escándalo con la noticia de que una tienda de judíos vendía zapatos de mujer con tacones de aguja con la perversa intención de deformar en planos los pies de una mujer aria. Lo que recuerda el autor es que muchas de esas grandes empresas periodísticas tenían capital judío y se dejaron arrastrar por la corriente.
"Unos de sus periódicos, Der Stürmer, armó un escándalo con la noticia de que una tienda de judíos vendía zapatos de mujer con tacones de aguja con la perversa intención de deformar en planos los pies de una mujer aria"
El terreno estaba abonado para que alguien sacara las consecuencias. El mérito de Hitler fue saber leer lo que estaba ocurriendo. Había que poner fin al desgobierno, acabando con la multiplicación de partidos. Él propuso un movimiento nacional donde cupieran todos: obreros y patrones, religiosos y paganos, prusianos o bávaros. Para dar consistencia a ese conglomerado lo importante era entender lo que les unía. Lo que el nazismo entendió perfectamente es que nada une tanto como el enemigo común. El enemigo del pueblo es el forastero. Y nadie representa mejor lo extraño que el que tiene otra sangre. El enemigo que les uniera tenía que ser el judío, que es de otra raza y que viene de fuera. Gracias al judío los alemanes de Hitler eran por fin un pueblo.
Tras hacerse con el pueblo, Hitler podía acometer los problemas concretos. Mano dura contra los alborotadores. Se les crea campos de concentración donde acabarán yendo también los enemigos políticos. Y campos de exterminio, para acabar con el enemigo que amenaza la integridad aria del alemán. Pone fin también a la funesta manía de votar, declarando el estado de excepción permanente. El éxito le lleva a creerse el elegido de un destino único y decide someter el mundo con una guerra que sólo podía perder…
Todo esto es conocido por la historia, de ahí que se pregunte el autor qué le lleva a recordarlo si hoy no hay campos de exterminio, ni Hitlers en el poder, ni las tensiones sociales de antaño. Responde que lo hace “por una nimiedad: tendemos a minimizar el peligro y a negar las evidencias”. Eso es lo que quiere trasladar el Papa: que hay señales preocupantes a las que no damos importancia.
En primer lugar, la emigración: ¿acaso no seguimos demonizando al otro, sobre todo si es pobre, negro o moro?. Luego está el populismo: ¿hemos renunciado a inventarnos un enemigo para tener bien amarrados a los nuestros? El abandono de los que no tienen trabajo: ¿por ventura no son hoy como ayer los que se echan en brazos de la extrema derecha?
Miremos a la prensa: ¿dónde han quedado los libros de estilo que exigían confirmar las noticias antes de darlas, por no hablar del periodismo de trinchera en las tertulias? Analicemos el lenguaje: ¿hay mucha diferencia entre los discursos de Hitler y el tono insultante, faltón y de sal gorda de muchos parlamentarios? Los partidos políticos, ¿piensan en la gobernanza o en la clientela? Y sobre los intelectuales: ¿cómo es posible que en España algo tan irracional como el nacionalismo merezca credibilidad?
Podríamos decir al autor que conocemos las respuestas a esas preguntas, otra cosa es que las interpretemos como síntomas de un movimiento profundo. Eso que sí supo detectar y aprovechar Hitler, es lo que no vemos nosotros.
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