Después de que todo haya pasado
Hay quien se queja de que hoy se habla poco de los novísimos como poco se habla también del sexto mandamiento. A lo que se ve, esto no va con los nuevos tiempos y podían herir la sensibilidad del hombre moderno. Sin solución de continuidad hemos pasado de un extremo al otro. De vivir obsesionados con estos temas hemos pasado a olvidarnos ellos y yo pienso que ello es un error, porque la razón última de nuestra existencia hay que buscarla en lo que nos sucederá después de que la vida aquí abajo haya pasado. Suponemos que algo nuevo y distinto comenzará para nosotros cuando hayamos acabado el peregrinar por este mundo, porque de otra forma tendríamos que dar la razón a los existencialistas y comenzar a pensar que el hombre es una pasión inútil y que no merecía la pena haber nacido.
La muerte es una realidad que a todos nos acecha y desde que nacemos, ya somos lo suficientemente viejos para morir, por lo que nada mejor que estar preparados para que cuando llegue el momento, podamos afrontar sin miedos y sin dramatismos, pensando que no es nada más que un trámite , doloroso sin duda , pero un trámite, y que hay razones sobradas para pensar que ahí no acaba todo. El error tal vez haya estado en revestir a la muerte de ropajes fúnebres y asociarla con un juicio severísimo que casi nadie podrá resistir. Es lo que antaño se hacía para intimidar y asustar a las conciencias. Se trataba de una catequesis con manifiesta intención pedagógica, que cargaba las tintas sobre lo más oscuro y tenebroso hasta llegar a la morbosidad, pensando que de esta forma los buenos serían mejores y los malos se arrepentirían.
El tiempo ha ido demostrando que los efectos han sido otros muy distintos ; pero ello no quiere decir que tengamos que dejar de hablar de estas realidades, sino que debiéramos hacerlo de forma diferente de como se hizo en el pasado. Hay que seguir hablando de nuestro destino, de la muerte como compañera inseparable del ser humano y también de la inmortalidad que nos espera ; pero hay que hacerlo con rigor teológico, distinguiendo la realidad de la ficción y respetando siempre el misterio escatológico, sin caer en supercherías. Nos lo dijo muy claramente Benedicto XVI; «También hoy es necesario evangelizar sobre la muerte y la vida eterna, realidades particularmente sujetas a creencias supersticiosas y sincretismos, para que la verdad cristiana no corra el riesgo de mezclarse con mitologías de diferentes tipos».
Va en la condición humana sentir miedo ante la muerte hasta que te das cuenta que no deja de ser un episodio más de una historia que continua; no puede ser que nos olvidemos de la esperanza cristiana que nos asegura de que aunque nacemos para morir; morimos para volver a nacer. Hubo un tiempo en que desde fuera se nos veía a los cristianos como los predicadores de la muerte, cuando a lo que estamos llamados es a ser testigos de la Resurrección de Jesucristo. Con la mejor intención pedagógico-catequética sin duda se han cometido errores y exageraciones que conviene corregir.
Hasta tiempos relativamente recientes, que muchos hemos conocido, la existencia del limbo, por ejemplo, aparecía en los catecismos como doctrina a tener en cuenta por todo buen cristiano. El limbo se nos decía era el lugar , sin sufrimientos y sin gozos, ni bueno ni malo, inmerso en un vacío legal y ubicado en lugar próximo a las batuecas, donde irían los niños que morían sin bautizar, hasta que en 2004 Juan Pablo II nombrara una comisión teológica internacional para que revisara esta doctrina sobre su existencia que al final ha acabado por ser desestimada . También sobre el purgatorio y el infierno ha habido cambios importantes de orientación. Veamos.
Durante mucho tiempo en el mundo católico, el purgatorio y el infierno eran los temas más recurrentes en las catequesis y predicaciones. Todos se referían a
ellos. Artistas, escritores y predicadores movidos por el celo apostólico rivalizaban entre sí a ver quien ofrecía una imagen más macabra del infierno con el fin de acongojar a las conciencias y así disuadirlas de seguir pecando. El purgatorio y sobre todo el infierno eran presentados como lugares envueltos en llamas, donde el cuerpo y las almas de los condenados se derretían como la cera.
No es posible reproducir aquí y ahora la abundante literatura sobre lo que hasta hace muy poco tiempo se pensaba sobre el infierno, baste sólo recordar, como pequeño botón de muestra, el ejemplo que nos ofrece el predicador capuchino Martin von Cochem, quien nos hace una descrpción en detalle de la altura que llegan a alcanzar las llamas , alimentadas con pez y azufre, azuzadas nada menos que con el soplo de Dios, hasta adquirir temperaturas mucho más elevadas que las que pudiera alcanzar cualquier crematorio terrenal.
Todo esto y mucho más, hasta que Juan Pablo II salió al paso para decir que el infierno más que un lugar era un estado y que el fuego del purgatorio no era físico sino un fuego interior que purifica las almas. Ya con anterioridad, nada más morir Juan XXIII, en plan jocoso y con la intención de desdramatizar el asunto, en los ambientes católicos corría el chascarrillo, de que a este papa bonachón se le había visto por el infierno en traje de faena instalando una potente red de ventiladores. Las declaraciones sobre el infierno de Juan Pablo II en el trascurso de la audiencia del 28 de julio de 1999, vinieron posteriormente a quitar fuego al asunto y lo que es más importante a ponernos en guardia sobre ciertas interpretaciones referidas a las imágenes con las que la Sagrada Escritura nos presenta el infierno. La Iglesia comenzaba así a expurgar adherencias espúreas que poco tenían que ver con la autenticidad evangélica.
Ciertamente, no se cuestiona la existencia del infierno, ni del purgatorio; pero si se cuestionan otros aspectos relacionados con su naturaleza y con sus destinatarios, como puede ser la del número de los que se salvan y los que se condenan. Sabemos los nombres y apellidos de un ingente número de personas que están gozando de Dios en el cielo; pero no tenemos certeza de ninguno hombre o mujer que haya sido castigado con la condenación eterna. Según palabras de Juan Pablo II. “ No nos es dado conocer, sin especial revelación divina , si los seres humanos, y cuales, han quedado implicados efectivamente en ella” . Palabras que dan mucho que pensar y que habría que tener muy en cuenta a la hora de emprender una reelaboración actualizada de la Teología Escatológica. En cualquier caso lo que hoy parece claro es que desde la perspectiva cristiana, la muerte no debiera ir asociada a un miedo aniquilador, sino a un esperanza liberadora, según las palabras de Cristo: “ Yo te resucitaré en el día final”
La muerte es una realidad que a todos nos acecha y desde que nacemos, ya somos lo suficientemente viejos para morir, por lo que nada mejor que estar preparados para que cuando llegue el momento, podamos afrontar sin miedos y sin dramatismos, pensando que no es nada más que un trámite , doloroso sin duda , pero un trámite, y que hay razones sobradas para pensar que ahí no acaba todo. El error tal vez haya estado en revestir a la muerte de ropajes fúnebres y asociarla con un juicio severísimo que casi nadie podrá resistir. Es lo que antaño se hacía para intimidar y asustar a las conciencias. Se trataba de una catequesis con manifiesta intención pedagógica, que cargaba las tintas sobre lo más oscuro y tenebroso hasta llegar a la morbosidad, pensando que de esta forma los buenos serían mejores y los malos se arrepentirían.
El tiempo ha ido demostrando que los efectos han sido otros muy distintos ; pero ello no quiere decir que tengamos que dejar de hablar de estas realidades, sino que debiéramos hacerlo de forma diferente de como se hizo en el pasado. Hay que seguir hablando de nuestro destino, de la muerte como compañera inseparable del ser humano y también de la inmortalidad que nos espera ; pero hay que hacerlo con rigor teológico, distinguiendo la realidad de la ficción y respetando siempre el misterio escatológico, sin caer en supercherías. Nos lo dijo muy claramente Benedicto XVI; «También hoy es necesario evangelizar sobre la muerte y la vida eterna, realidades particularmente sujetas a creencias supersticiosas y sincretismos, para que la verdad cristiana no corra el riesgo de mezclarse con mitologías de diferentes tipos».
Va en la condición humana sentir miedo ante la muerte hasta que te das cuenta que no deja de ser un episodio más de una historia que continua; no puede ser que nos olvidemos de la esperanza cristiana que nos asegura de que aunque nacemos para morir; morimos para volver a nacer. Hubo un tiempo en que desde fuera se nos veía a los cristianos como los predicadores de la muerte, cuando a lo que estamos llamados es a ser testigos de la Resurrección de Jesucristo. Con la mejor intención pedagógico-catequética sin duda se han cometido errores y exageraciones que conviene corregir.
Hasta tiempos relativamente recientes, que muchos hemos conocido, la existencia del limbo, por ejemplo, aparecía en los catecismos como doctrina a tener en cuenta por todo buen cristiano. El limbo se nos decía era el lugar , sin sufrimientos y sin gozos, ni bueno ni malo, inmerso en un vacío legal y ubicado en lugar próximo a las batuecas, donde irían los niños que morían sin bautizar, hasta que en 2004 Juan Pablo II nombrara una comisión teológica internacional para que revisara esta doctrina sobre su existencia que al final ha acabado por ser desestimada . También sobre el purgatorio y el infierno ha habido cambios importantes de orientación. Veamos.
Durante mucho tiempo en el mundo católico, el purgatorio y el infierno eran los temas más recurrentes en las catequesis y predicaciones. Todos se referían a
ellos. Artistas, escritores y predicadores movidos por el celo apostólico rivalizaban entre sí a ver quien ofrecía una imagen más macabra del infierno con el fin de acongojar a las conciencias y así disuadirlas de seguir pecando. El purgatorio y sobre todo el infierno eran presentados como lugares envueltos en llamas, donde el cuerpo y las almas de los condenados se derretían como la cera.
No es posible reproducir aquí y ahora la abundante literatura sobre lo que hasta hace muy poco tiempo se pensaba sobre el infierno, baste sólo recordar, como pequeño botón de muestra, el ejemplo que nos ofrece el predicador capuchino Martin von Cochem, quien nos hace una descrpción en detalle de la altura que llegan a alcanzar las llamas , alimentadas con pez y azufre, azuzadas nada menos que con el soplo de Dios, hasta adquirir temperaturas mucho más elevadas que las que pudiera alcanzar cualquier crematorio terrenal.
Todo esto y mucho más, hasta que Juan Pablo II salió al paso para decir que el infierno más que un lugar era un estado y que el fuego del purgatorio no era físico sino un fuego interior que purifica las almas. Ya con anterioridad, nada más morir Juan XXIII, en plan jocoso y con la intención de desdramatizar el asunto, en los ambientes católicos corría el chascarrillo, de que a este papa bonachón se le había visto por el infierno en traje de faena instalando una potente red de ventiladores. Las declaraciones sobre el infierno de Juan Pablo II en el trascurso de la audiencia del 28 de julio de 1999, vinieron posteriormente a quitar fuego al asunto y lo que es más importante a ponernos en guardia sobre ciertas interpretaciones referidas a las imágenes con las que la Sagrada Escritura nos presenta el infierno. La Iglesia comenzaba así a expurgar adherencias espúreas que poco tenían que ver con la autenticidad evangélica.
Ciertamente, no se cuestiona la existencia del infierno, ni del purgatorio; pero si se cuestionan otros aspectos relacionados con su naturaleza y con sus destinatarios, como puede ser la del número de los que se salvan y los que se condenan. Sabemos los nombres y apellidos de un ingente número de personas que están gozando de Dios en el cielo; pero no tenemos certeza de ninguno hombre o mujer que haya sido castigado con la condenación eterna. Según palabras de Juan Pablo II. “ No nos es dado conocer, sin especial revelación divina , si los seres humanos, y cuales, han quedado implicados efectivamente en ella” . Palabras que dan mucho que pensar y que habría que tener muy en cuenta a la hora de emprender una reelaboración actualizada de la Teología Escatológica. En cualquier caso lo que hoy parece claro es que desde la perspectiva cristiana, la muerte no debiera ir asociada a un miedo aniquilador, sino a un esperanza liberadora, según las palabras de Cristo: “ Yo te resucitaré en el día final”