"En cuarentena no hay rutinas tras las que esconderse" Manuel Reyes Mate: "Para tomarse en serio que 'lo primero es la salud' habría que deponer el progreso"
"Estamos ante una de esas experiencias históricas mayores que cuestionan las verdades establecidas"
"La Iglesia podría patentar la cuarentena. No es una broma. La cuarentena o cuaresma es un tiempo de aislamiento, pero también de preparación para una gran empresa, de puesta a punto ante un reto que no permite despiste sino máxima concentración"
"La salida a la crisis actual dependerá del tipo de respuesta que demos"
"A su manera Camus llevaba a la cuarentena de Orán, la ciudad en la que sitúa La Peste, las grandes preocupaciones de la cuarentena de Jesús en el desierto"
"Habría que elevar el sufrimiento a categoría política (y no sólo moral)"
"La ayuda que puede prestar el cristianismo en este momento es la de ofrecer una atalaya milenaria que permite enjuiciar en su justa medida el alcance de la historia que nos envuelve"
"El sentido del trabajo trasciende el del valor de cambio al que queda reducido en el sistema capitalista"
"La salida a la crisis actual dependerá del tipo de respuesta que demos"
"A su manera Camus llevaba a la cuarentena de Orán, la ciudad en la que sitúa La Peste, las grandes preocupaciones de la cuarentena de Jesús en el desierto"
"Habría que elevar el sufrimiento a categoría política (y no sólo moral)"
"La ayuda que puede prestar el cristianismo en este momento es la de ofrecer una atalaya milenaria que permite enjuiciar en su justa medida el alcance de la historia que nos envuelve"
"El sentido del trabajo trasciende el del valor de cambio al que queda reducido en el sistema capitalista"
"Habría que elevar el sufrimiento a categoría política (y no sólo moral)"
"La ayuda que puede prestar el cristianismo en este momento es la de ofrecer una atalaya milenaria que permite enjuiciar en su justa medida el alcance de la historia que nos envuelve"
"El sentido del trabajo trasciende el del valor de cambio al que queda reducido en el sistema capitalista"
"El sentido del trabajo trasciende el del valor de cambio al que queda reducido en el sistema capitalista"
| Manuel Reyes Mate
Religión Digital me invita a una valoración de la Iglesia católica en la pandemia. No parece aventurado afirmar que esta institución se ha visto sorprendida, como cualquier otra, por la catástrofe sobrevenida, de ahí que tenga que revisar no sólo su funcionamiento sino también sus prioridades.
Un test sobre nuestra humanidad
Quisiera, sin embargo, fijarme en algo previo. No tanto en cómo la pandemia condicione el ser y el estar de la Iglesia en el mundo, cuanto en lo que pueda condicionar el cristianismo a la pandemia, es decir, en lo que pueda decir la cultura cristiana a las preguntas que está planteando esta colosal epidemia. Porque estamos ante una de esas experiencias históricas mayores que cuestionan las verdades establecidas. El científico Eudild Carbonell, codirector de los yacimientos arqueológicos de Atapuerca, habla de uno de esos raros momentos de la historia que “ponen en peligro la especie”. El Presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, decía que estamos ante un “test sobre nuestra humanidad”. Y el Papa Francisco pide “un plan para resucitar” porque lo que está en peligro es la vida.
Son todas palabras mayores, como si estuviéramos inmersos de verdad en una catástrofe humanitaria, confusamente predicha en los últimos años por quienes denunciaban las amenazas que suponían los ataques a la naturaleza o el desarrollo armamentístico. Esas negras profecías se han cumplido pero por obra y gracia de un minúsculo virus que ha puesto en jaque el poderío del desarrollo civilizatorio. Pero, de nuevo, los distintos “avisadores del fuego” se han visto desbordados por la dimensión de la catástrofe y también por cómo se ha producido.
Hay que partir pues de que estamos en un momento de peligro epocal y no ante una gripe circunstancial. Claro que podemos vencer el desafío con una vacuna, pero esa victoria sería una tregua pues ahora sí estamos convencidos de la fragilidad de la existencia humana. Ante un desafío de esta magnitud todas las voces que pueblan el planeta son convocadas para que digan algo que pueda valer como respuesta eficaz.
¿Tiene algo que decir esta vieja tradición judeo-cristiana? Podría patentar la cuarentena. No es una broma. La cuarentena o cuaresma es un tiempo de aislamiento, pero también de preparación para una gran empresa, de puesta a punto ante un reto que no permite despiste sino máxima concentración. Un tiempo propicio a la reflexión sobre la vida ya que no hay rutinas tras las que esconderse.
La cuarentena de Jesús en el desierto
Cuarentenas ha habido muchas en la realidad y en la ficción como bien nos recuerda la historia y testifica la literatura. Pero ha habido una memorable porque en ella se plantearon las grandes preguntas que tiene que hacerse la humanidad para sobrevivir. Me refiero a la de Jesús en el desierto, justo en el momento en el que decide abandonar su anonimato e iniciar su vida pública.
A ella se refiere Dostoievski en La Leyenda del Gran Inquisidor. Recordemos el contexto. Ivan, el hermano ateo que odia a Dios porque permite el sufrimiento de los inocentes, discute con su hermano pequeño, Alioscha, un novicio creyente que ama a su hermano pero que cree en Dios. Para quitarle la venda de los ojos, el hermano mayor le cuenta un cuento o, como él dice, “un poema”. Le habla de un viernes santo en Sevilla donde el público que se prepara para las procesiones está muy excitado por el auto de fe del día anterior, jueves santo, en el que han sido quemados en la hoguera cien herejes, en un acto solemne presidido por el Gran Inquisidor.
De repente aparece Él, Jesús, “suavemente, inadvertido”, pero la gente le reconoce, se apiña en torno suyo “pero él pasa en silencio entre ellos con una mansa sonrisa de dolor infinito”. Le duele lo que está ocurriendo. También lo ha visto el Gran Inquisidor, quien, consciente del peligro que el recién venido representa, le sale al paso y, sin mediar palabra, le manda prender y encerrarle en un oscuro calabozo del Santo Tribunal. En la soledad de la noche, hasta allí se dirige el viejo Inquisidor, con un candil en la mano, para interrogarle. “¿Para qué has venido”, le pregunta autoritario. El Gran Inquisidor no necesita respuesta. Sabe que no le gusta lo que ha hecho la Iglesia y por eso ha vuelto, para censurarles. Pero el viejo Inquisidor no va a permitirlo porque Jesus se equivocó en vida.
Respondió mal a las tres preguntas o “tentaciones” del diablo, de ahí la infelicidad de la gente. Eran preguntas claves pues “en esas tres cuestiones está todo hasta tal punto intuido y predicho y hasta tal extremo ha resultado justificado, que añadirle ni quietarle nada es imposible”, señala el autor de Los Hermanos Karamazov. Entonces sí tuvo la ocasión de hacer feliz a la humanidad, pero desaprovechó el momento. No supo responder adecuadamente, por eso él y la Iglesia tuvieron que corregirle. Para que el hombre sea feliz. El Gran Inquisidor no sólo representa a la Iglesia, sino a todos nosotros; más aún, representa al espíritu que ha guiado el mundo y que nos ha traído hasta aquí, en su empeño por salvarnos. Hay que volver a esas preguntas y revisar las respuestas.
La salida a la crisis actual dependerá del tipo de respuesta que demos, pues cada una de ellas conforma un tipo determinado de historia. La primera pregunta que le hace el diablo va directa al grano: ¿qué es lo primero: el pan o la libertad? “Tu elegiste la libertad”, le dice el diablo, y te equivocaste porque el hombre prefiere el pan aunque sea al precio de la esclavitud. La libertad es fuente de sufrimiento porque obliga a decidir y eso nos lleva a la transgresión y a la culpa. Primer gran error: optaste por la libertad y no supiste ver que el hombre huye de esa carga pues está dispuesto a sacrificar todo por la seguridad. La segunda pregunta se refiere al papel del milagro. La gente necesita milagros, líderes carismáticos, ideologías salvíficas. “Tu, pudiéndoles hacer, te negaste en redondo”, le dice el diablo, porque querías que la gente fuera responsable. En vez del milagro, el misterio. Segundo gran error porque la gente es débil y huye de sus responsabilidades. Quiere que se lo den todo hecho y eso es lo que hacemos nosotros.
"Querías que la gente fuera responsable. En vez del milagro, el misterio", le dice el diablo a Jesús en la obra de Dostoievski
Luego el diablo le llevó a la cima de un monte desde donde se veía el mundo. “Todos estos reinos te daré si me reconoces como el símbolo del poder”. No aceptaste esta generosa oferta que te hubiera permitido ser el líder mundial, ser respetado y seguido por todo el mundo. ¡La de guerras que hubieras evitado! Pero te negaste a aceptar el poder, la gloria, la fama del mundo porque lo tienes en poco. Despreciaste el poder mundano porque es impotente ante el valor de lo despreciable. Te parece más valiosa la pobreza que el poder del dinero. Tercer gran error, le dice el Gran Inquisidor, que nosotros hemos corregido porque conocemos al ser humano mejor que tú y sabemos lo que de verdad valora. En vez de libertad, pan; en vez de responsabilidad, seguridad protectora; en vez de promesas de felicidad a los pobres y débiles, poder. Y como el Gran Inquisidor no está dispuesto a que Él socave su gran obra, le dice con firmeza “mañana, a una orden mía, arderás en la hoguera. Dixit”.
El Gran Inquisidor de Dostoievski y el nihilismo denunciado por Camus, nuestros contemporáneos
Todo depende de cómo respondamos a esas grandes preguntas sobre la libertad, la responsabilidad y la compasión. Albert Camus, fiel lector del novelista ruso, se aplicó el cuento en La Peste, la novela que le llevó al Premio Nobel. Publicada en 1947, está escrita durante la II Guerra Mundial como una metáfora del nazismo. El fascismo corrió por Europa como la peste porque no encontró diques de contención, es decir, porque se encontró con una tierra abonada con lo que él llamaba “nihilismo”, es decir, el modo de vida de su generación. El nihilismo era la versión moderna del espíritu del mundo que reivindica el Gran Inquisidor.
Quien en la novela encarna al profeta de Nazaret es el Dr Rieux, el médico increyente pero que se desvive luchando contra la peste. Sabe que la batalla está perdida, que al final la muerte se impone, pero está convencido de que “la única actitud honesta consiste, aunque a algunos resulte ridícula, en hacer bien lo que se sabe hacer”, en su caso, curar.
El Dr Rieux no necesita a Dios para comportarse “honestamente”, pero -y esto sí que conviene señalarlo- si no tuviera noticias de las respuestas de Jesús, que le cuenta su maestro Dostoievsky, no habría manera de explicarse su conducta. Si está convencido de que la batalla está perdida, ¿por qué entregarse incondicionalmente a la tarea de curar? Lo suyo sería el “nihilismo” de su generación que no impide ser médico pero sin sufrir porque mueran niños ya que eso forma parte de la vida. En lugar de esa indiferencia profesional, él se sume en un debate teológico sobre el sentido del sufrimiento. Por eso son tan decisivos los cruces de palabras entre el Dr Rieux y el Padre Paneloux. Al jesuita, que habla un poco de memoria, le espeta "lo que yo odio es la muerte y el mal". Al más puro estilo bíblico, el Dr Rieux cuestiona la creación por la presencia del sufrimiento y de la muerte.
Nada extraño que Sartre le echara en cara lo que más podía ofender a su espíritu agnóstico: "a Vd parece que le interesa más Dios que el hombre". No es verdad. Le interesa el hombre que sufre. Lo que sí es verdad es que para indignarse ante el hombre que sufre tenía que tener un sentido sagrado del hombre. A su manera Camus llevaba a la cuarentena de Orán, la ciudad en la que sitúa La Peste, las grandes preocupaciones de la cuarentena de Jesús en el desierto.
"El fascismo corrió por Europa como la peste porque no encontró diques de contención"
Elegir entre visión progresista o apocalíptica de la historia
Volvamos al coronavirus. Hoy se oye por doquier que “lo primero es la salud”. Se dice pensando en este momento coyuntural de la pandemia. Ahora bien, para tomarse enserio ese voto y hacerlo valer en tiempos de normalidad, habría que marcarse como objetivo la lucha contra la enfermedad, y contra la pobreza y contra la injusticia, es decir, habría que elevar el sufrimiento a categoría política (y no sólo moral).
Pero eso es mucho pedir porque va en contra de nuestras convicciones más profundas. Sabemos que la historia se ha construido sobre el sufrimiento de los más débiles. Eso ha sido así hasta hoy. Y lo hemos aceptado y justificado porque es el precio del progreso. El desarrollo de occidente, por ejemplo, es impensable sin la plusvalía que generaron los esclavos o la explotación de la clase obrera o el expolio a los campesinos, tal y como cuenta Marx en el capítulo XXV del primer libro de El Capital. Y ese es el problema: que para cambiar, para hacer la historia de otra manera, -para tomarse en serio la frase “lo primero es la salud”- habría que deponer el progreso.
No basta corregir sino cambiar el rumbo de la historia. Habría desde luego consenso en combatir el sufrimiento, pero como nadie está dispuesto a cuestionar la autoridad del progreso que se alimenta de él, la historia seguirá su rumbo. El coche, el consumismo, los viajes, la segunda vivienda, los supermercados a tope son ya como nuestra segunda piel. Por eso la pregunta que hay que hacerse es si es concebible un modo distinto de vivir individual y colectivamente. Antes de plantearse un cambio de vida hay que plantearse si es concebible un modo de ser diferente.
Es una pregunta de orden práctico pero que tiene también una carga teórica o, dicho de otra manera, no se trata sólo de cambiar de hábitos sino de pensar de otra manera. El cambio práctico sería, pues, posible si las preguntas que plantea la vida no tuvieran más respuesta que las del Gran Inquisidor/Espíritu del mundo. Lo que, sin embargo, nos revela aquella cuarentena es que no son las únicas.
La ayuda que puede prestar el cristianismo en este momento es la de ofrecer una atalaya milenaria que permite enjuiciar en su justa medida el alcance de la historia que nos envuelve, es decir, de nuestra forma de estar en el mundo. La historia no la inventa desde luego el Gran Inquisidor, ni siquiera Herodoto, ni mucho menos los historiadores. La historia nace, como dice Jacob Taubes, “el octavo día de la creación”. Aparece en el preciso momento en el que el ser humano pone en juego su libertad. Y lo que nos cuenta el mito bíblico de la caída es que el primer gesto libre es una transgresión, causa del sufrimiento y de la muerte.
Lo que entonces se pone en marcha es un tipo de existencia volcada en dar respuesta al deseo de felicidad cuestionado por el sufrimiento y la muerte. Aparece la historia como vuelta al paraíso o como redención del deseo originario de felicidad. La lucha contra el sufrimiento es la razón de ser de la historia del hombre. No hay un objetivo superior. La tradición judeocristiana que tan hondamente ha elaborado esta experiencia en su mito de la caída, caracteriza de apocalíptica a esa concepción de la historia.
Apocalíptica no significa catastrófica sino el convencimiento de que la respuesta a la pregunta por el sufrimiento tiene que darse en este tiempo humano, que es limitado y no eterno, y en este mundo y no en otro. Este esquema apocalíptico de historia está movido por el aguijón del sufrimiento y por la esperanza de que una respuesta es posible.
Pero los cristianos no lo soportaron. Esperaban la vuelta del Mesías a la vuelta de la esquina y como la parusía se hacía esperar renunciaron a esta concepción de la historia y la cambiaron por otra, que llamamos gnóstica, y cuya versión blanca y modernizada es el progreso. Para estos viejos y nuevos progresistas, el tiempo no es finito sino inagotable y su valor consiste en propiciar el momento siguiente con lo que vacía de sentido y contenido el momento presente. Y ahí estamos: esperando que el tiempo lo cure y sacrificando el momento presente al siguiente porque no hay nada que esperar aquí y ahora.
Lo que la tradición cristiana dice es que el tiempo del progreso no es el único ni el bueno. Y lo dice con conocimiento de causa porque la matriz del progreso es el pensamiento gnóstico. Y lo dice porque pese a todo tiene memoria apocalíptica. La potente voz del Inquisidor no ha hecho enmudecer la elocuencia del silencio del prisionero.
Dice pues la tradición cristiana que otro tipo de historia es posible, al precio de entender que el tiempo del hombre y del mundo es limitado, como limitados son sus recursos, de ahí que haya que cuidarlos; al precio también de entender que la vida del ser humano exige, para sostenerse, hermanarse con la naturaleza cuyo tutor es el hombre; al precio de entender que hay noche y hay día, días festivos y días laborables, es decir, que se trabaja para vivir y no se vive para trabajar (el día festivo no es un día de descanso, de puesta a punto de la máquina para volver al trabajo, sino más bien lo contrario: el día festivo es el que da sentido al trabajo), de ahí la necesidad de una vida sobria y austera; al precio de entender que el mundo es de todos, que las respuestas tienen que ser globales porque las preguntas también lo son, y que como dijo Rousseau, el primero que gritó “esto es mío” cometió un robo, de ahí el peligro de las apropiaciones y identidades colectivas.
"Dice la tradición cristiana que otro tipo de historia es posible, entendiendo que hay noche y hay día, días festivos y días laborables, es decir, que se trabaja para vivir y no se vive para trabajar (el día festivo no es un día de descanso, de puesta a punto de la máquina para volver al trabajo, sino más bien lo contrario: el día festivo es el que da sentido al trabajo)"
En estos días de confinamiento hemos oído relatos sorprendentes. Entre las iniciativas solidarias está, por ejemplo, la de un colectivo de carteros que en su tiempo libre se ponen a disposición de empresas para llevar adonde sea respiradores que salvan vidas. Reconocen que esas horas extras, por agotadoras que sean, les proporcionan más satisfacción que todo el dinero de las horas reglas y remuneradas. Es una señal de que el sentido del trabajo trasciende el del valor de cambio al que queda reducido en el sistema capitalista. Que ese esfuerzo gratuito sea además el más satisfactorio abre la puerta a una alternativa que está por explorar: por supuesto que se tiene que poder vivir del trabajo pero sin olvidar que hay formas gratuitas de laborar que son gratificantes.
En este momento en el que la humanidad está a prueba, la primera pregunta que nos tenemos que hacer es si esta manera de ser y de estar en el mundo, es la natural y, por tanto, insuperable, o si hay alternativas. La sabiduría que emana de una tradición milenaria como la judeocristiana nos dice que esta concepción nuestra de la historia, basada en unos valores que resumimos en el concepto de progreso, ni es única ni es la primera. Nació en un momento determinado de la historia, cuando los cristianos dieron prematuramente por fracasada la parusía, la concepción originaria, de corte apocalíptica, y la sustituyeron por otra, claramente gnóstica. Por muy secularizado que se nos presente el progreso, sólo lo superaremos si lo interpretamos como la marca blanca modernizada de una concepción teológica gnóstica.
Concluyendo
“Otro mundo es posible pero no tendrá lugar”, titulaba Le Monde recientemente una de sus tribunas. No parece que vayamos a aprender mucho de esta dura crisis. Si ya Primo Levi constataba, al salir de Auschwitz, que “no hemos salido ni mejores, ni más sabios”, razones hay para desconfiar de nuestra capacidad de aprendizaje ahora. No va a ser fácil renunciar a nuestro confortable modo de vida. Con esa inercia hay que contar.
Lo que sí podemos hacer ahora es cuestionar su inevitabilidad. No es verdad que el capitalismo sea imbatible porque es natural, ni la ideología del progreso, inevitable, porque es una religión. Son construcciones históricas y por eso podemos hablar con conocimiento de causa de que otro mundo es posible. Las respuestas del Gran Inquisidor, por muy bien que nos represente, no son las únicas. Esto es lo que los cristianos pueden decir al mundo. Y lo deben decir porque, pese a ser Occidente un espacio secularizado, se sigue calentando, como decía Nietzsche, en el rescoldo de esta tradición.