Arte, religión, política colonial y expresiones de poder No solo se trata de estatuas: son legitimaciones de conceptos
Muchos, manifestando indignación por la destrucción del patrimonio, han reaccionado hablando de ‘saqueos’, emitiendo juicios que se desvían del problema de fondo
Las representaciones, desde una perspectiva antropológica, albergan multitud de connotaciones, y por ello con frecuencia pueden estar legitimando conceptos que vulneran los derechos humanos
Quedarse en lamentar esa clase de perjuicios materiales y hablar de ‘vandalismo’ sirve más que nada para criminalizar a quien pide justicia
Quedarse en lamentar esa clase de perjuicios materiales y hablar de ‘vandalismo’ sirve más que nada para criminalizar a quien pide justicia
La vieja polémica de los ataques a monumentos ha recuperado actualidad por los recientes daños a diferentes estatuas, en el contexto de la oleada de protestas antirracistas que se está viviendo en Estados Unidos, desde el brutal asesinato al afroamericano George Floyd. Muchos, manifestando indignación por la destrucción del patrimonio, han reaccionado hablando de ‘saqueos’, emitiendo juicios que se desvían del problema de fondo: no se trata solo de ‘asaltar’ estatuas, sino de oponerse a legitimaciones de ideologías y conceptos como la discriminación racial o la colonización.
Quienes afirman que no se puede responder a la violencia con más violencia, deberían recordar que, donde hay o ha habido víctimas, debe existir el deber de la reparación. Del mismo modo, a quienes aman, estudian y protegen el arte y la cultura no solo habría que exigirles un compromiso con lo estético, sino con los mensajes que transmite. Las representaciones, desde una perspectiva antropológica, albergan multitud de connotaciones, y por ello con frecuencia pueden estar legitimando conceptos que vulneran los derechos humanos. Ofensivos para las comunidades vulneradas y absolutamente reprobables desde una mirada ética.
Por supuesto que la historia no puede cambiarse ni debe juzgarse con ojos de hoy, pero sí se pueden tomar decisiones que persigan la justicia social, dándoles el lugar que les corresponde a los que han sido tradicionalmente humillados, marginados o invisibilizados. La cuestión es encontrar un modo lo más congruente posible con esos anhelos de paz y justicia que se reivindican. En ese sentido, darle el nombre 'Black lives matter' a una plaza en Washington cumple con el doble objetivo de conmemorar a la víctima y hacerlo de una manera no violenta, lo que no puede decirse de derrumbar una escultura de Fray Junípero Serra o de Cristóbal Colón. Pero quedarse en lamentar esa clase de perjuicios materiales y hablar de ‘vandalismo’ sirve más que nada para criminalizar a quien pide justicia. Olvida, en definitiva, la preocupación de esas manifestaciones de protesta por una problemática verdaderamente seria y global: el racismo y la violencia estructural -de herencia colonial- que siguen existiendo en nuestras sociedades.
La historia nunca ha sido neutra (porque la han escrito los que han despreciado y puesto precio a los vencidos) y el tiempo siempre ha ido puliendo los significados de nombres e imágenes. Un mismo personaje histórico, Miguel de Cervantes (valdrían también Machado, Goya... tantos), para algunos puede significar libertad, pensamiento crítico, resistencia, y para otros tradición y patriotismo. Y si le erigimos un monumento en algún lugar de América, queramos o no, creamos una relación nueva: utilizamos al autor con un evidente trasfondo colonial.
Lo mismo que la memoria histórica, el activismo demanda reparación: que un genocida como Leopoldo de Bélgica siga sobre pedestales o el dictador del régimen franquista siguiera en el Valle son hechos que perpetúan los horrores de la esclavitud y los crímenes del franquismo, respectivamente. Y así se podría elaborar una larga lista de casos en los que los monumentos se vuelven un problema, por ser contenedores de mucho más que historia: ideología, legitimación del status quo, conmemoración de los verdugos y no de las víctimas.
Breve historia del activismo iconoclasta
Ya en la antigüedad griega, Pausanias recogió que, ante un pueblo atemorizado por un ‘fantasma’, el Oráculo de Delfos recomendó que se creara una escultura que lo representase, y la amarraran a una roca, para conseguir vencerle. El arte ha sido el espejo de las ideas y miedos de los individuos o las culturas que lo crean, y también las religiones han conocido desde sus orígenes el poder de las representaciones (y han querido beneficiarse de él para celebrar lo propio y condenar lo diferente). “Incitación al llanto, a la acción militante, a seguir causas, emprender largos viajes, elaborar imágenes parecidas a las que nos han conmovido profundamente, destruir la que nos molesta”. Con estas palabras explicó David Freedberg, en un enorme estudio, la influencia de las imágenes en las emociones de sus espectadores, y el consecuente peso sociopolítico que han tenido las representaciones en la historia.
Reconocemos el poder de la imagen, dice Freedberg, en el momento en que queremos destruirla o venerarla. Desde este prisma se comprende el comportamiento de quienes llevan flores a imágenes de santas (ya de por sí coronadas de rosas), quienes peregrinan para besar reliquias, quienes se detienen en la tienda de souvenirs de una catedral o quienes ‘queman’ a un personaje público en las Fallas.
Ese aspecto visceral de las imágenes y el uso que hacemos de ellas, genera controversia y ha traído de cabeza a las Iglesias, de San Bernardo a Martín Lutero. Pero también ha trascendido el ámbito religioso, poniéndose al servicio de las ideologías políticas. Así, si las revoluciones modernas se desencadenaron a partir del que se pudiera considerar el primer escrache de la historia (a Luis XVI y María Antonieta), esos mismos revolucionarios necesitaron tomar los viejos espacios de poder y producir nuevos mártires. El Marat de David no deja de ser, por ejemplo, un monumento a la gloria y caída de unos ideales por los que, al mismo tiempo, se habían logrado libertades y se habían colocado terroríficas guillotinas.
Siglos después, el arte contemporáneo reinventó la iconoclasia y Marcel Duchamp le pintó un bigote a la Mona Lisa. Con un gesto aparentemente tan simple, amplió la experiencia que se tenía de ese retrato y todo lo que había terminado representando: la belleza de un pasado idealizado. Contra esa idealización, los artistas desde entonces vieron necesaria la reforma, aunque fuera a través de la risa o el juego de los dobles sentidos, y ya en los años 60 combinaron el “artivismo” con la defensa de los derechos sociales.
Fue el caso de colectivos como Ne Pas Plier, que en los 90 denunció en protestas callejeras el desempleo y “que a los signos de la miseria no se les sumase la miseria de los signos”. O creadores como el brasileño Cildo Meireles, en permanente denuncia del nuevo imperialismo. Nuestras sociedades de hoy, con tantas injusticias y desigualdades que corregir, siguen necesitando manifestaciones artísticas y actitudes naturalmente políticas, que hagan memoria de los pisoteados.