Semillas de esperanza
«La utopía es hija de la esperanza. Y la esperanza es el ADN de la raza humana. Pueden quitárnoslo todo menos la fiel esperanza» (Pedro Casaldáliga).
Me decía hace años un gran amigo que cuando un país pierde la esperanza, el futuro se vuelve gris, incierto, amenazante. Es como si perdiera el espíritu que le habita, lo que le hace seguir adelante, día tras día. Igual que hablamos de una colectividad, lo mismo podemos decir de cualquier persona.
Estos tiempos terribles de crisis económica, de valores, de perspectiva, producen en la gente una enorme pérdida de seguridad y confianza. En la clase política en primer lugar, en la política en general. Pero, al sentirnos inseguros, amenazados, sentimos desconfianza ante cualquiera que pueda ocultar por un instante nuestro horizonte vital, ante quien estimemos que pueda privarnos de nuestro bienestar actual.
La esperanza no es una ilusión como se suele creer, como se cree por lo general. Los sueños pueden ser el sinónimo que se utiliza también para definirla.
Pero la esperanza es algo que se ve, se palpa, se concretiza. Es una virtud, pero que aterriza fácilmente. Lo mismo que el amor: no se puede definir en toda su profundidad, pero se puede verificar en la práctica diaria, en cualquier tipo de ambiente humano.
La esperanza alimenta los sueños, las ilusiones, los anhelos. Es la fuerza motriz que los impulsa y que los mantiene vivos. Sin la pequeña esperanza, como diría Péguy, van languideciendo y se apagan. Es como esa llovizna suave, constante, que no se percibe apenas, pero que nos va empapando poco a poco.
La esperanza comparte las luchas, las alegrías, la felicidad de la gente y también sus fracasos, sus dificultades, sus lágrimas. Quien se deja habitar por la esperanza, quien la alimenta diariamente, quien se mueve bajo su órbita constante, adquiere otro talante vital que se huele, se siente, se contagia.
No es fácil mantener la esperanza, en la gente, en los esfuerzos por mejorar distintas situaciones sociales, manteniendo siempre la sonrisa como una bandera, como una señal de que las brasas de la ilusión, el empeño, la confianza, siguen encendidas. No es lo normal que cuando se acumulan fracasos, decepciones, reveses, no se pierda la paz, ni la alegría profunda, ni la esperanza.
No obstante, es normal tener momentos de decaimiento. No somos héroes. Pero cuando estamos unidos, cuando luchamos codo a codo, cuando nos sostienen en la caída, y levantamos al que se siente sin ánimos, la esperanza remonta el vuelo, como el águila llena de vitalidad y energía, y resurgimos más vivos, más humanos.
Ayudar a recobrar y mantener la esperanza es una tarea delicada, lenta: hay que dedicar tiempo, detalles, cariño y paciencia activa. Escribe José Antonio Pagola: «Generar esperanza en las personas es siempre una tarea delicada. No es infundir en ellas ánimos pasajeros. Lo que necesita la persona es recuperar una fuerza interior duradera, una aceptación positiva de la situación, una confianza básica que le permita en adelante afrontar el futuro de una manera lúcida, responsable y digna».
En ese trabajo y deseo, en la lucha y la utopía, en la ternura y la ilusión, se vislumbran, se hacen presentes una tierra nueva, un hombre y una mujer nueva, una nueva realidad. Bajo el árbol frondoso de la esperanza se dan los frutos más sabrosos, de una humanidad más feliz, solidaria y fraterna.
«Felices quienes conservan en su corazón la promesa, quienes mantienen encendidas las ascuas de la Esperanza».