La pascua de Romero y el compromiso actual Aquel Domingo de Ramos ensangrentado en la Iglesia salvadoreña
Con todo derecho El Salvador “y en el” la Iglesia salvadoreña pueden ser calificados de “pueblo crucificado”
La espiritualidad cuaresmal predicada por Romero, encarna una doble vertiente: “identificación” con lo que “está sucediendo” en la sociedad en la que vive, y “aceptación” del camino que van tomando en su vida los acontecimientos, en una dirección cuyo destino parece irreversible
Si como bien ha dicho Ignacio Ellacuría, “con monseñor Romero, Dios ha pasado por El Salvador”, puede decirse que en estas palabras “Dios ha hablado en El Salvador”
Si al decir de Romero, “si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño”, debe agregarse sin concesiones, que la resurrección exige fidelidad al mensaje del crucificado
Si como bien ha dicho Ignacio Ellacuría, “con monseñor Romero, Dios ha pasado por El Salvador”, puede decirse que en estas palabras “Dios ha hablado en El Salvador”
Si al decir de Romero, “si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño”, debe agregarse sin concesiones, que la resurrección exige fidelidad al mensaje del crucificado
El 24 de marzo se celebra el Domingo de Ramos, con el que se inicia la semana santa. La tradicional fiesta litúrgica cristiana, que en estas regiones de América Latina, ha demostrado ser la de mayor raigambre en la religiosidad popular, coincide con el día en que el calendario litúrgico recuerda la memoria (fiesta) de San Óscar Romero, el obispo mártir de San Salvador, asesinado el 24 de marzo de 1980.
Pero la fecha tiene “este año” para la Iglesia salvadoreña connotaciones especiales. Las coincidencias pueden no tener más importancia que lo que el sentido común suele expresar con las simples palabras ¡qué coincidencia! con o sin signos de admiración. Sin embargo, para quienes leen la fe desde la historia y con ella intentan interpretarla desde los “contextos actuales”, un simple cruce de fechas en un arco de cuarenta y cuatro años, puede convertirse en una “memoria” llena de significado, activa y militante.
El pueblo salvadoreño “lo sabe” porque lo lleva en las “venas abiertas”, sin necesidad de que alguien tenga que recordárselo desde afuera o ¿tal vez sí?, considerando los rumbos que ha tomado el país con el actual gobierno y su “Régimen de Excepción”, que en marzo estará cumpliendo “dos años” de su puesta en práctica. Las autoridades salvadoreñas han cometido graves violaciones a los derechos humanos y de forma sistemática, con numerosas reformas legislativas para supuestamente enfrentar a las pandillas.
Esta política ha resultado en más de 71 mil detenciones, en su mayoría arbitrarias, el sometimiento a malos tratos y tortura y la muerte de al menos 132 personas bajo la custodia del Estado, quienes al momento de su fallecimiento no habían sido declaradas culpables de ningún delito (Cf. Zedryk Raziel, “El régimen de excepción de Bukele como instrumento para aplastar las disidencias”, [en línea]: https://elpais.com/internacional/2023-10-10/el-regimen-de-excepcion-de-bukele-como-instrumento-para-aplastar-las-disidencias.html; ver también: Rodolfo Cardenal, “El régimen de excepción fuera de control”, [en línea]: https://noticias.uca.edu.sv/articulos/el-regimen-de-excepcion-fuera-de-control).
Desde hace cuatro años la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas”, desde el Departamento de Teología y el Centro Monseñor Romero, ofrece cada semana una columna editorial de reflexión sobre el tema. También Radio YSUCA, invita a diversos especialistas en la materia, para hablar, por ejemplo, de “las condiciones en las cárceles de El Salvador”. La situación es gravísima, particularmente de cara a las elecciones; de allí la necesidad de “activar la memoria”, evocando algunos hechos inscriptos en la conciencia común de este país.
Con todo derecho El Salvador “y en el” la Iglesia salvadoreña pueden ser calificados de “pueblo crucificado”. Desde el “testimonio” de fidelidad al “Dios crucificado”, han iluminado y alentado durante décadas a tantas iglesias hermanas latinoamericanas, que de forma larvada o abiertamente, han tenido que sufrir como actualmente la vecina Nicaragua, una dictadura descarada, llevada adelante por el presidente Daniel Ortega, convertida en intolerante persecución a la Iglesia, al menos a aquellos de sus miembros que no permiten que se “domestique” el mensaje del Evangelio.
Una cuaresma “sin evasiones piadosas” y vivida con realismo
El primer domingo de cuaresma de 1980, cayó un 24 de febrero. Hacía menos de un mes que Romero había pronunciado su discurso en la Universidad de Lovaina, al serle conferido el doctorado “honoris causa” (Óscar Romero, Diario 1978-1980, Barcelona, CPL, 2015, pp. 485-487). En aquella ocasión, luego de señalar que la miseria, es un hecho colectivo, y una injusticia que clama al cielo, agrega:
“Constatar estas realidades y dejarnos impactar por ellas, lejos de apartarnos de nuestra fe, nos ha remitido al mundo de los pobres, como a nuestro verdadero lugar, nos ha movido como primer paso fundamental a encarnarnos en el mundo de los pobres. Nos hemos encontrado con campesinos sin tierra y sin trabajo estable, sin agua ni luz, sin asistencia médica cuando las madres dan a luz y sin escuelas cuando los niños empiezan a crecer. Allí nos hemos encontrado con madres y esposas de desaparecidos y presos políticos […]. En ese mundo sin rostro humano, sacramento actual del Siervo Sufriente de Yahvé, ha procurado encarnarse la Iglesia de mi arquidiócesis” (Saint Óscar Romero, Voice of the voiceless. The four pastoral Letters and other statements, Maryknoll, New York, Orbis Books, 2020, p. 196).
En la homilía del primer domingo de cuaresma en que la liturgia lee el evangelio de las tentaciones, aquel año según la versión de Lucas, Romero habla de la victoria de Cristo sobre el enemigo del proyecto salvador de Dios. Muestra que Cristo es el hombre que aprende en la experiencia personal de todo hombre, el valor de la tentación y el valor de la tentación para afianzar las convicciones del ser humano. El proyecto de Dios choca con el proyecto de la maldad. El diablo en una visión hace pasar todos los reinos y las glorias del mundo, grandes desfiles de militares…todo esto es gloria del mundo. Pero Jesús que sigue “hambreando en el desierto, no se vende a la idolatría del poder”.
La cuaresma tiene que ver con el realismo de la “liberación” de un pueblo que debe aprender, que existe una lucha entre los poderes fáciles de la tierra, desde los cuales se atropella la dignidad de la persona humana, y se van estableciendo sistemas políticos, que van como adormeciendo la conciencia de los poderosos (Óscar Romero, Homilías de resurrección y vida. Ciclo C [1979-1980], Madrid, BAC, 2018, pp. 333, 336).
Al hilo de los textos bíblicos propuestos por la liturgia, que Romero escucha “desde” la realidad que impacta en el país, no deja de recordar las “eternas prácticas cristianas” de la penitencia, el ayuno y la oración, pero insiste en su “adaptación a las situaciones de los pueblos”. Pero también de la empatía de “ver” y “oír” el clamor del pueblo, que en su queja, a veces resignada y tantas veces demandante y hasta “violenta”, da cuenta que la injusticia es contraria a su dignidad y a su opción de fe.
Durante los años de su ministerio como arzobispo de San Salvador, Romero trabajó con equipos pastorales de “relevamientos sociales”, paralelos al Estado que “mentía sistemáticamente” sobre la realidad de pobreza, persecución, desaparecidos y asesinatos; por eso habla con la “autoridad”, no solo del que vive lo que predica, sino también con datos, lugares y nombres, que “visibilizan” una realidad que se pretendía ocultar.
Los ejemplos de la espiritualidad clásica para el tiempo cuaresmal, Romero los “relee” con argumentos contundentes: “no es lo mismo una cuaresma donde hay que ayunar en aquellos países en que se come bien, que una cuaresma entre nuestros pueblos del tercer mundo, hambrientos, de hombres y mujeres revolviendo basura en busca de comida, desnutridos, en perpetua cuaresma, en ayuno constante. En estas situaciones, a los que comen bien, la cuaresma es un llamamiento a la austeridad, a desprenderse para compartir con los que tienen necesidad” (Homilía en el 2° domingo de cuaresma [2 de marzo, 1980], Óscar Romero, Ibidem, p. 368).
El llamado a la austeridad, Romero lo venía planteando desde el domingo anterior al inicio de la cuaresma de 1980. El 17 de febrero, el mismo día en que envía su carta al presidente norteamericano Jimmy Carter, denunciando el apoyo económico y militar de EE.UU, a la Junta de Gobierno, a las FF.AA y grupos paramilitares salvadoreños, para continuar su plan de represión, dice sin ambages: “Una Iglesia que no se une a los pobres para denunciar, desde los pobres, las injusticias que con ellos se cometen, no es verdadera Iglesia de Jesucristo” (Óscar Romero, Ibid. p. 298). Sabemos por su “Diario” que aquella homilía, que no pudo ser transmitida por radio YSAX, dado el atentado de bomba que había sufrido días antes, duró nada menos que una hora y cuarenta y cinco minutos (Óscar Romero, Diario 1978-1980, pp. 506, 508).
Romero es una “rara excepción”, de un obispo que “rompe” con el molde convencional de una homilía y es “escuchado con atención por su pueblo”; la razón es sencilla, tiene “algo que decir” y “algo que el pueblo espera escuchar”. La homilía de Romero, en la que se atreve a leer la carta enviada al presidente Carter, causó un revuelo en Roma, Secretaría de Estado, Nunciatura Apostólica en El Salvador y en la mayoría de los obispos salvadoreños que estaban “desconcertados”; esto, según varios testimonios, en particular, el de Ignacio Ellacuría, que se había reunido con Romero la noche del martes 19 de febrero (Cf. Óscar Romero, Diario 1978-1980, pp. 508-509).
La espiritualidad cuaresmal predicada por Romero, encarna una doble vertiente: “identificación” con lo que “está sucediendo” en la sociedad en la que vive, y “aceptación” del camino que van tomando en su vida los acontecimientos, en una dirección cuyo destino parece irreversible.
Memoria passionis en la última cuaresma
El teólogo alemán Martin Maier, ha recordado la última homilía del beato mártir Rutilio Grande sj., donde decía, “si Jesús de Nazaret volviera, como en aquel tiempo, bajando de Galilea a Judea, es decir desde Chalatenango a San Salvador, yo me atrevo a decir que no llegaría…lo pondrían preso, lo llevarían a muchas Juntas Supremas por subversivo…lo acusarían de revoltoso…contrario a la democracia…sin duda lo volverían a crucificar”.
Maier asegura que “esa homilía” fue la que selló la sentencia de muerte de Rutilio el 12 de marzo de 1977 (Cf. Martin Maier, Óscar Romero. Mística y lucha por la justicia, Barcelona, Herder, 2005, p. 46). Romero predicó su penúltima homilía (la última en la catedral de San Salvador), el 23 de marzo, 5° y último Domingo de Cuaresma. Se sabe que no grabó en el magnetófono lo que luego solía volcar en su Diario, los últimos cuatros días de su vida. Sin embargo, en aquella homilía, que según testimonios duró más de una hora, puede verse cumplir lo que Maier dijo de Rutilio.
En efecto, luego de recordar que “la cuaresma es un llamamiento a celebrar nuestra redención en ese difícil complejo de cruz y de victoria”, “que nadie debe tomar a mal que, a la luz de las palabras divinas, iluminemos las realidades sociales, políticas, económicas, porque de no hacerlo así, no sería un cristianismo para nosotros”, agrega, “hay muchos que se escandalizan de esta palabra y quieren acusarla de que ha dejado la predicación del Evangelio para meterse en política; pero yo no acepto esta acusación”.
La misma enseñanza del magisterio del Vaticano II, Medellín y Puebla, dice Romero, no puede quedar en un estudio teórico, sino que su finalidad es “para que lo vivamos y lo traduzcamos en esta conflictiva realidad de predicar el Evangelio como se debe” (Óscar Romero, Ibid. pp. 469-470). Hacia el final, dirigiéndose de manera especial a los hombres del Ejército y en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía y de los cuarteles, la palabra de Romero se vuelve “profética” en toda la magnitud y alcance de la semántica bíblica: “En nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!” (Óscar Romero, Ibid. pp. 502-503).
Si como bien ha dicho Ignacio Ellacuría, “con monseñor Romero, Dios ha pasado por El Salvador”, puede decirse que en estas palabras “Dios ha hablado en El Salvador”. Las consecuencias de las palabras de Romero pueden compararse con el vínculo que se establece en la predicación de Jesús con la Parábola de los viñadores homicidas (Mc 12, 1-12 y par.) y el “acelere” de su pasión; “existe una proximidad que la parábola establece entre cristología y el destino de los profetas” (Cf. Joachim Gnilka, El Evangelio según San Marcos. Mc 8, 27-16, 20, vol. II, Salamanca, Sígueme, 1986, p. 175).
El lunes 24 de marzo, Romero celebra una misa (“la última”) en la capilla del Hospital Divina Providencia, a las 6 de la tarde; era el primer aniversario de la muerte de Sara Meardi de Pinto, la madre de su amigo Jorge Pinto, cuyo periódico semanal “El Independiente”, había sufrido la explosión de una bomba hacía menos de dos semanas.
Las lecturas que escogió fueron: 1 Cor 15, 20-28, “Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que murieron”, luego orientó a los pocos asistentes con el salmo 23, “El Señor es mi pastor…aunque camine por valle tenebroso, ningún mal temeré, porque tú vas conmigo”; y tomó el evangelio de Juan 12, 23-26: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre…si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto”. Luego de resaltar las virtudes de aquella mujer, pide a todos la necesidad de “mirar nuestro momento histórico con esta esperanza, con este espíritu de entrega, de sacrificio y hagamos lo que podamos […] Unámonos, íntimamente, en fe y esperanza a este momento de oración por doña Sarita y por nosotros” [en este momento sonó el disparo]; (Óscar Romero, Ibid. pp. 506-507).
La homilía duró apenas ¡diez minutos!; más allá de la circunstancias, los textos bíblicos y el hecho trágico se conjugaron, para darle a su muerte el marco litúrgico de un martirio jesuánico. Romero tuvo una muerte “anunciada”; su hablar y actuar lo fueron involucrando en vida como destino, con el de su pueblo sufriente. Su palabra que nunca se sintió “encadenada” (2 Tm 2, 9), a ningún poder (ni del estado, ni de “autoridades” eclesiásticas), lo llevaron a testimoniar su fe con una muerte violenta que le propiciaron aquellos que no se oponían al “contenido dogmático” de su fe cristiana, sino a sus “opciones radicales” hechas en Jesucristo, el “autor y consumador de nuestra fe” (Hb 12, 2), y que proclama abiertamente “bienaventurados los perseguidos por la causa de la justicia” (Mt 5, 10-11).
Romero es un claro ejemplo, de que cuando un cristiano/a, con su palabra y con su vida, provocan al poder “político” aliado con las corporaciones de la riqueza en contra de los pobres, e incluso al statu quo “religioso”, indiferente o acomodaticio al gobierno de turno, la consecuencia inexorable será incomprensión, abandono, persecución y muerte.
Ramos y dolor en la despedida del pastor asesinado
La tradición más antigua de la Iglesia, enseña que el domingo de Ramos, la liturgia lee -como no lo hace en ningún otro Domingo- el evangelio de la Pasión, según cada año uno de los evangelios sinópticos. La celebración tiene un “alto contraste”, pues de una procesión con júbilo que recuerda la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén entre aclamaciones ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene, de nuestro padre David! (Mc 11, 9-10), la asamblea pasa a sumergirse inmeditamente en la escucha atenta del relato de la pasión.
El día posterior a la muerte de Romero, el martes 25 de marzo, la Conferencia Episcopal Salvadoreña emitió una “declaración”, cuyo estilo sugería que era obra del obispo Arturo Rivera Damas, que sería sucesor de Romero, desempeñaría un importante papel en los acuerdos de paz, además de fiel intérprete para el largo y enrevesado proceso de beatificación. En la declaración, se decía que muchos cientos de muertes, incluidas las de seis sacerdotes, habían precedido a la del arzobispo “en un contexto de violencia que llega a los límites de la locura” (Cf. James R. Brockman, Monseñor Romero. La biografía del mártir de América, Maliaño, Sal Terrae, 2016, p. 397).
El clima estaba enrarecido, los obispos planearon concelebrar una misa con el nuncio apostólico Emanuele Gerada (enviado luego a Pakistán) en la catedral el jueves 27, pero fue cancelada a última hora. Los transeúntes y los presentes, recibieron con hostilidad al obispo Arnoldo Aparicio (Obispo de San Vicente), cuando fue a visitar el cuerpo de Romero. Durante la semana, mientras se preparaba la misa exequial, un grupo de sacerdotes, religiosas y miembros de las comunidades eclesiales de base iniciaron un ayuno en la catedral y colgaron una gran pancarta a la entrada en la que se decía que los obispos Aparicio, Revelo, Álvarez, Freddy Delgado, la Junta y el embajador de los EE.UU no debían hacerse presentes.
Monseñor Urioste, que fue vicario general de Romero (luego promotor de la causa de beatificación), actuando como administrador de la arquidiócesis, envió a un seminarista de confianza para pedirles que retiraran la pancarta. Pero los que ayunaban se negaron, y durante aquellos días convulsos, agitados y tensos, los intentos posteriores para quitarla no tuvieron éxito. Se mantuvo como un “signo” de las divisiones de la Iglesia salvadoreña; de los obispos salvadoreños, “solo” Arturo Rivera Damas asistió a la misa exequial.
Juan Pablo II envió al cardenal Ernesto Corripio, de México, como su representante a la misa exequial, que se celebró el domingo de Ramos. Participaron también obispos de Costa Rica, Guatemala, Panamá, Perú, Estados Unidos, Ecuador, Francia, Brasil, Irlanda, España, México e Inglaterra. Junto a ellos concelebraron, el ministro de Asuntos Exteriores de Nicaragua, el padre Miguel D’Escoto y Gustavo Gutiérrez, el teólogo de la liberación peruano. Asistieron también miembros protestantes del Consejo Nacional de las Iglesias de los Estados Unidos y del Consejo Mundial de Iglesias. Casi trescientos sacerdotes de El Salvador y muchos de otras naciones concelebraron en la eucaristía.
El altar se había colocado delante de la puerta de la catedral, como se había hecho el año anterior para las exequias de los mártires de “El Despertar”, el padre Octavio Ortiz y cuatro jóvenes que murieron acribillados por la Guardia Nacional el 20 de enero de 1979 (Cf. Óscar Romero, Homilías para un pueblo que sufre. Ciclo B/I [1978-1979], Madrid, BAC, 2020, pp. 167-180). En esta ocasión, una muchedumbre de miles de personas de todas partes del país, se congregó ante las escaleras (Cf. Según el “National Catholic News Service, en una comunicación del 31 de marzo de 1980, dijo que los organizadores estimaron una participación de 200.000 personas, mientras que el Gobierno calculaba unas 30.000. La comunicación decía que parciparon 30 obispos, 300 sacerdotes y 500 religiosas).
En el momento del inicio, la policía y los cuerpos de seguridad no estaban a la vista, y los scouts y los representantes de las organizaciones populares mantenían el orden. Todo transcurría tranquilamente al principio. La misa seguía su curso cuando una amplia delegación de la Coordinadora avanzó hacia la plaza atestada de gente y envió a algunos de sus miembros a depositar una corona junto al ataúd ante el altar. El grupo aguardó en silencio en el límite de la muchedumbre mientras la misa proseguía. El cardenal Corripio estaba predicando cuando, repentinamente, una bomba explotó cerca de la delegación de la Coordinadora en la esquina más alejada del Palacio Nacional, que da a la plaza en ángulo recto frente a la fachada de la catedral. Inmediatamente comenzó un tiroteo desde la misma zona y la muchedumbre comenzó a huir.
La mayoría de la gente lo hizo hacia las calles del otro lado de la plaza, pero muchos forzaron las puertas de la catedral para entrar. Una valla de hierro separaba a la muchedumbre de las escaleras frontales, donde estaba el ataúd y el altar.
Apresuradamente, el ataúd fue trasladado al interior, en parte, porque en la confusión del momento algunos pensaban que la extrema derecha venía a robar el cuerpo. Esta podría ser la razón de la posterior declaración del Gobierno, para quien los grupos de izquierda eran los que querían robarlo. La puerta de la valla estaba cerrada para impedir que la muchedumbre la pasara durante la misa, y antes de que pudiera abrirse muchos la saltaron y otros fueron pisoteados. La mayoría de los más de cuarenta muertos aquel día fueron víctimas de los pisotones de otros. En la catedral eran miles los que estaban tan apretujados que casi no podían respirar.
Algunos testigos contaron que habían visto el cuerpo de una niña de ocho años con un agujero de bala en la frente. El reportero Christopher Dickey, del Washington Post, decía que, entre los más de treinta muertos, “menos de diez murieron por heridas de bala” (1 de abril de 1980); mientras que NC News Service, informó que hubo “más de 40 muertos y 250 heridos, según las mismas fuentes de los hospitales y de la Cruz Roja” (1 de abril de 1980). Dentro de la catedral, mientras se escuchaban disparos y explosiones en el exterior, el cardenal Corripio y unos cuantos más se “apresuraron” a dar sepultura al cuerpo en la tumba preparada en el transepto oriental.
Al igual que la última misa de Romero en la capilla del hospital, la de sus exequias tampoco llegó a terminar. Aquella tarde, el Gobierno emitió una declaración farragosa en la que culpaba a la Coordinadora de la violencia, diciendo que su delegación había hecho estallar las bombas y había disparado a la gente, que había intentado robar el cuerpo del arzobispo y había retenido a los “distinguidos visitantes” en la catedral “con el pretexto de protegerles del peligro de salir, debido a la intervención de las patrullas de las fuerzas públicas”. Esta patraña pensada con la misma intención que se pergenió el asesinato de Romero, provocó que por la noche, veinticuatro de los visitantes extranjeros consiguieran reunirse en el Seminario San José de la Montaña, para analizar los acontecimientos del día.
Emitieron una declaración, firmada por ocho obispos y otras dieciséis personas, negando la versión del Gobierno. Los testigos, decían que habían visto que se disparaba desde el segundo piso del Palacio Nacional, y algunos habían dicho que la bomba procedía del mismo lugar. La delegación de la Coordinadora había traído una corona para acompañar el ataúd y después habían esperado con total silencio hasta que estalló la bomba.
La pascua de Romero y el compromiso actual
La memoria litúrgica de San Óscar Romero, coincide este año como decíamos, con el “Domingo de Pasión”, esto nos retrotrae a todos aquellos pasajes del evangelio donde Jesús vive una “pasión continua”, “sufriendo amenazas” de parte de los que detentan el poder religioso y político (Mc 11, 18; 14, 1; Mt 21, 46; Lc 11, 53-54; 13, 32; 19, 47; 20, 19; Jn 19, 10). La actividad de Jesús, según la exposición de los evangelios, está determinada por el conflicto, casi desde el principio. El conflicto se va agravando y termina con la ejecución de Jesús en la cruz. El conflicto tiene diversos escenarios: Galilea y Jerusalén. Jesús entra en conflicto con diversos grupos y finalmente con el poder romano, lo cual lo conduce a la muerte (Cf. Joachim Gnilka, Jesús de Nazaret. Mensaje e historia, Barcelona, Herder, 1993, p. 327).
En el corto ministerio de Romero como arzobispo de San Salvador (al igual que el ministerio público de Jesús que duró solo 3 años), el conflicto fue in crescendo hasta acabar con su vida. El papa Francisco ha hablado de que Romero sufrió el martirio antes y después de su asesinato, (Cf. Francisco, Romero mártir incluso tras la muerte, difamado y calumniado; [en línea]: www.lastampa.it). Al igual que Jesús, que comenzó a manifestar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, sufrir de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día (Mt 16, 21, y par.), Romero también tuvo confidencias de amenazas y de su destino final.
José Calderón Salazar que por aquellos días era corresponsal guatemalteco del periódico mexicano “Excelsior”, informó de una entrevista telefónica que le había hecho el arzobispo dos semanas antes de su muerte y en la que le dijo:
“He sido amenazado de muerte con frecuencia. Le debo decir, como cristiano, que yo no creo en la muerte sin resurrección. Si me asesinan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Lo digo sin jactancia alguna, con la máxima humildad. Como pastor, estoy obligado por mandato divino a dar mi vida por aquellos a quienes amo -por todos los salvadoreños, incluso por aquellos que pueden llegar a asesinarme-. Si las amenzas se cumplen, desde este instante ofrezco mi sangre a Dios por la redención y por la resurección de El Salvador. El martirio es una gracia de Dios que no creo merecer. Pero si Dios acepta el sacrificio de mi vida, que mi sangre sea semilla de libertad y signo de que la esperanza se hará pronto realidad. Que mi muerte, si es aceptada por Dios, sea para la liberación de mi pueblo y testimonio de esperanza en el futuro. Puede decir, si consiguen matarme, que perdono y bendigo a quienes lo hagan. Ojalá, en efecto, que pudieran convencerse de que desperdiciarán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, nunca perecerá” (Cf. James R. Brockman, Ibid. p. 402).
No es el lugar aquí para hablar del accionar que tuvieron los escuadrones de la muerte y sus conexiones con las fuerzas armadas y los líderes de la oligarquía salvadoreña; tampoco del rol principal que desempeñó Roberto D’Aubuisson, dirigente de la violencia de extrema derecha en El Salvador, y autor intelectual del asesinato de Romero. Lo cierto es que este personaje fue uno de los fundadores del partido ARENA en septiembre de 1980 que mantendrá un puesto relevante en la política salvadoreña durante toda esa década, llegando incluso a ser presidente de la Asamblea Nacional en 1982.
Con el asesinato de Romero, y sus exequias “bañadas en sangre”, comenzó en El Salvador una guerra civil con decenas de miles de salvadoreños/as que sufrieron persecución y muerte; algunos casos conocidos por su atrocidad, como las Misioneras de Maryknoll (Maura Clarke, Ita Ford, Dorothy Kazel y Jean Donovan), violadas y asesinadas el 2 de diciembre de 1980; las masacres del río Sumpul o la del río Lempa, o de la entera población de El Mozote entre el 9 y 12 de diciembre de 1981, cuando a manos del batallón Atlacatl, 978 personas fueron asesinadas, de las cuales 553 eran menores de edad.
Esta inmensa constelación de testigos de la fe y la justicia, que se calculan en 75.000 asesinados y 9000 desaparecidos (en este país que es como el “pulgarcito Latinoamericano”), tuvieron en apariencia un sello final con el asesinato de los mártires de la UCA y dos servidoras de la comunidad, el 16 de noviembre de 1989. Pero la inmensa mayoría de estos homicidios y genocidios permanecen sin juicio de los culpables.
Si al decir de Romero, “si me matan resucitaré en el pueblo salvadoreño”, debe agregarse sin concesiones, que la resurrección exige fidelidad al mensaje del crucificado. En este sentido, la Iglesia salvadoreña se ve hoy más interpelada que ayer. La razón es simple, los testigos de tantos martirios deben relevarse y mantener vivo el mensaje liberador de “denuncia” y “esperanza”, sin lo cual los pueblos, nunca exentos de “olvidar” los lazos de la opresión, pueden verse tentados a recaer en los mismos atropellos que sus mártires denunciaron.
Etiquetas