Mágicas montañas de Guadarrama - I- Para cuerpos y almas. ©
Pasados veinte años de terminada la guerra anticomunista, España seguía herida de tuberculosis. Desde Madrid a Segovia la sierra del Guadarrama acogía en sus faldas a docenas de sanatorios donde se trataban a muchos enfermos intercambiando experiencias con otros centros de Europa... La lucha contra la mycobacteria aislada por Robert Koch no conocía bandos sino alianzas contra su terrible azote que, en menos de cien años, había matado en Europa a dos millones de personas.
Un general del Ejército, médico de pulmón y corazón, como así se llamaba entonces su especialidad, se asoció al entusiasmo de un sacerdote haciéndose a buen precio con el edificio residencial de una institución bancaria, el cual, situado en un pequeño cerro cercano al pueblo, lo adaptó para sanatorio antituberculoso. Justo aquel jesuita había fundado un movimiento apostólico al que se acercó Carlos, o le acercaron, por el aliciente de sus actividades de montañismo.
Poco tardaron en invitarle a unos ejercicios espirituales, de San Ignacio, dirigidos con tan buen oficio que de ellos brotaban muchas vocaciones. Carlos se decidió por colaborar con alguna actividad, de entre las muchas que se emprendían, y escogió hacerlo en un programa de servicio de enfermos que incluía ayudar a algunos residentes de aquel sanatorio. En su caso, cómodo y oportuno, porque unos tíos suyos, sin hijos, que tenían una casa de verano a un corto paseo del hospital, solían invitarle a pasar los fines de semana. Así, Carlos se ofreció para ayudar en lo que pudiera. Sin duda por sentidos recuerdos de su infancia...
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Cuando su hermano mayor cumplía el Servicio Militar la autoridad médica del Ejército lo devolvió a casa con pronóstico grave. Tenía 25 años, y Carlos era un niño que aún no había cumplido 6. En casa reservaron al enfermo una habitación para él solo, a la cual prohibieron entrar a Carlitos. Con inmensa ternura muchas veces recordaría más tarde que cuando se asomaba curioso y atrevido a su puerta entreabierta, su hermano le mandaba que no pasara. Entonces, él retrocedía y el hermano le protestaba:
─ ¡No! ¡No es para que te vayas...! Sólo quédate ahí, que yo pueda verte.
Dejaba la lectura elevando la cabeza sobre la almohada. Su cara pálida y ojos enrojecidos se escamoteaban en un embozo blanquísimo cuando le preguntaba por un perrito de casa llamado Pirracas, o sobre los amigos de los chalés vecinos.
Y así, sobre el paso de muchos años Carlos nunca olvidó la felicidad que por contemplarle aparecía en los ojos de su hermano tan enfermo... Tanto, que un día vino un sacerdote para administrarle los últimos sacramentos, y a la semana siguiente, metido en un caja, se lo llevaron en un carruaje tirado por preciosos caballos negros adornados con grandes penachos.
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Patricio.
Las visitas al sanatorio resultaron una actividad de mucho aprendizaje para Carlos. Le encomendaron ayudar y acompañar a un aragonés de 29 años, de ancha complexión y carácter optimista, lo cual facilitaba mucho su mejoría. Le habían hecho un neumotórax, operación que solía resolver la enfermedad y con la convalecencia acertada permitía una vida normal. Disponía de habitación individual en el ala de "los particulares", lo que indicaba protección de su familia. Gran cosa esto en sitios donde no era raro morirse no ya por la enfermedad sino como último remedio a la soledad y al abandono.
Un día de agosto llegaron visitantes de provincias que aprovechaban el puente de la Asunción para ver a sus enfermos. Entre ellos, unos de Barcelona venían a ver a un buen hombre llamado Manel, "el charnego de San Boi". Tenía lo que se dice un don de gentes que le valió para atraer a muchos amigos a su fiesta "para celebrar la recuperación del apetito". Gran noticia allí, desde luego. Manel ocupaba la habitación contigua a la de Patricio. Y dado que el grupo más numeroso era de Zaragoza se fue preparando en las dos terrazas todo lo necesario para la fiesta de aquel largo fin de semana .
Después de la comida y del reposo obligatorio para los residentes, empezaron a acudir los invitados. El sol indicaba que deberían ser ya las cinco de la tarde. Estaban todavía en las presentaciones y distribución de asientos cuando como por arte de magia salió una guitarra, acompañada de una renegrida bota de vino que inmediatamente pasó de mano en mano. A la guitarra le sacaban muy buenos rasgueos, lo que atrajo a una bandurria que se aburría en la terraza vecina. Pronto se aliaron la bota, la guitarra, la bandurria y las gargantas para iniciar una tarde que sería extraordinaria.
Entonces, así porque sí, la novia de Patricio -al que ella llamaba Pato-, se arrancó con esa jota que dice:
Y otro tengo en regulares.
Tengo un hermano en el Tercio
y otro tengo en regulares.
Y el hermano más pequeño
preso en Alcalá de Henares.
Después de los aplausos, alguien preguntó que ‘por qué estaba el hermano pequeño preso en Alcalá', y nadie supo contestar. Quedó como incógnita... Otro, que 'por qué no estaba en el Tercio con su hermano mayor'. La controversia podía llevarles muy lejos pero "el de San Boi" intervino para informar muy ufano que el hermano de su mujer había hecho la guerra con 'los nacionales', en el Tercio de Montserrat. Lo que su mujer remachó con énfasis: Los Requetès de la Mare de Déu de Montserrat."
Quizás tú lector no imagines lo que puede llegar a ser una reunión con navarros, catalanes y aragoneses... Su genio alegre, sus bromas y cantos... Hay siempre algo que une a todos sin miedo al ridiculo ni prevención hacia el extraño. Quien los conoce comprenderá que no podia faltar que Pato, tocado en su amor propio, emocionara a todos con otra jota que Carlos no había oido nunca. La cantó como pudo, en clave menor, pero con tal entonación y timbre que a todos les erizó la piel.
Era la del Gurugú, jota que se había cantado en la guerra de África:
Un aragonés
puso en su cantar
la sal de su tierra
en una jota brava.
Que hasta retumbó
como de cañón
en el Gurugú
y el África entera.
Los moros lloraban
y también decían
qué cantar es ése
que nos roba el alma.
Que hasta se enhebró
en el corazón
de una bella mora
que de pena llora.
Nuevos aplausos... esta vez resonados por todo el monte.
Así de bien estaban cuando una joven monja, la Hermana Felicísima -así se llamaba- pidió a Pato que, por favor, se bajara el tono de la fiesta porque acababa de expirar un compañero: el señor Capa.
Apenas llegó Carlos a conocer al señor Capa pues que al poco de asistir a Patricio le internaron en cuidados intensivos. Lo que sí sabía es que era un extraordinario jugador de ajedrez, campeón profesional. Si lo sería que le apodaron Capablanco asociando su apellido al cubano campeón del mundo, Capablanca. La mayoría de los residentes sabía que el señor Capa se confesaba homosexual. Su muerte impresionó doblemente porque siempre alardeó de ser anticlerical.
La noticia deshizo la fiesta. El impacto con la realidad de dónde estaban, de la suerte de los que se curaban en contraste con la de los que se morían, les enmudeció de tal manera que no sabían reaccionar. Algo influyó la incertidumbre aún sentida de para cuándo se confirmaría la deseada curación de los inquilinos de aquellas dos terrazas. De modo que dos familiares se fueron sin decir nada; otros más les siguieron aduciendo que al dia siguiente tenían un largo viaje... Y, por último, Carlos se despidió de Patricio "hasta mañana".
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En los pinos
Después del desayuno algunos, pocos, enfermos autorizados por su médico solían dar cortos paseos por los alrededores, si el clima lo permitía. Cuando aquella mañana llegó Carlos vio a Patricio que le esperaba en la puerta. Antes se había cruzado con unos empleados que bajaban al pueblo hablando de que el ambiente era el normal de cuando se producía una muerte.
Pato había bajado con su silla de ruedas. No quiso ser empujado pues mientras durase la prescripción iba a aprovechar para reforzar la musculatura de sus brazos.
Carlos le saludó:
─ Hola, qué tal.
─ ¡Bah! De aquella manera─ le contestó sin mirarle.
Se fueron hacia un pequeño conjunto de cuatro pinos, de suelo llano. El sol ya se llevó el tímido rocío de las caras norte y volvía confortable el suelo de púas secas.
Patricio sentado en su silla se situó al lado de un tronco, y Carlos en un tocón.
Patricio suspiró, aunque a Carlos le pareció un resoplido:
─ ¡Lo bien que lo estábamos pasando…! ¡Y cómo se nos cayó todo el sombrajo! De repente, otra mazazo de este vivir como fantasmas…
Carlos, silencioso, le escuchaba con el gesto más impasible, partiendo con los dedos cortezas del tronco.
─ Los de fuera no os dais cuenta. Pero nosotros lo palpamos en las terrazas, en el comedor, en los pasillos, en la sala general. Hombres que estaban vivos, que se quejaban pero estaban vivos y confiaban en curarse... ¡Y ahora esto! Después del suicidio del orgulloso Romero... ¡No ha pasado ni medio més y Capa va y se muere!
Pato se detuvo unos minutos frotándose la cara como el que se seca después de afeitarse. Despacio, murmuró:
─ Desde que yo ingresé ya van... ─calculó para sí─ yo qué sé cuántos que estaban y que ya no están. Desapariciones que tienes que borrarlas de tu cabeza para que no te invada el miedo... ¡Un miedo enorme!
Carlos creía otra cosa y aprovechó para oponerla a su estado de ánimo.
─ Mira, mejor, la realidad de los muchos que salen a una vida normal. Entre ellos estarás tú muy pronto. Para las visitas de ayer la muerte de Capa habrá sido mucho peor que para ti.
─ ¡Es lo que más me duele! ─En ese dolor se intuía el nombre de la lozana y alegre Loli.
Tras un corto silencio preguntó:
─ ¿Qué sabes tú de Capablanco?
Conociendo el tema principal de su desprecio a la religión, Carlos se zafó como pudo:
─ Que era un gran jugador de ajedrez, digno del mote que le pusisteis.
─ Curioso personaje, sí.
─ Pero según intuyo tú no estás tan seguro de que fuera lo descreido que alardeaba. Lo has señalado como 'supuesto' ateo... aun lo estridente de que nunca va a la misa dominical.
Pato se volvió y dijo con mirada cómplice.
─ Hablé con él unas tres semanas antes de su muerte. Me dijo que si se muriera sólo aceptaría que la Hermana Felicísima rezara por él. Que no quería ninguna otra atención religiosa.
─ La Hermana Felicísima... ─ Carlos recordó su mirada recogida cuando pidió a Pato que no fueran tan ruidosos. Exclamó irreflexivo:
─¡Qué cara tan bonita, Dios! ¡Si podría posar para una virgen de Murillo!
─ Esa monja es la prueba de que los ángeles existen ─asintió categórico Pato─ Escucha, te voy a contar algo muy, pero que muy extraordinario. Antes de que tú vinieras por aquí, hará un año o tal vez menos, en la sala general nos colocaron a un recogido. Se llamaba Rogelio. Un chico de diciocho años, enfermo de pleuresía tuberculosa que llegaba trasladado de una casa asilo. Vino con su madre, una mujer todavía joven, que nunca más volvió, ni dejó señas pues las que dio eran falsas. ─ Con mezcla de perplejidad y asombro ─ Ni jamás preguntó por él.
Siguió un silencio que Carlos rompió.
─ Quién sabe de las necesidades de supervivencia que la forzarían. Una mujer joven, probablemente sola y con un hijo así, sólo puede ser juzgada por Dios.
─ Sí, sí, eso es lo que muchas veces me dije, sobre todo en estos años de escasez. ─ Y Pato continuó─ Me contó Capa que cuando, ayudada por la enfermera, venía la Hermana Felicísima a asearle y darle la medicación, podía notársele a Rogelio todo el esqueleto. Que a lo largo del día estaba horas en la misma postura, silencioso, excepto por sus frecuentes episodios de ahogo... Durante las curas veían que se movía con gran dificultad y gesto de contenido dolor, que mezclaba con alguna sonrisa de agradecimiento o disculpa.
Pato, mientras se ataba una zapatilla pareció hilar ideas.
─ Sí, sí... He pensado muchas veces en esa hermana Felicísima pues no me cabe duda de que está tocada por la mano de Dios. Lo digo porque Capa, cuya cama estaba justo enfrente de la de Rogelio fue testigo de algo... De esto que te cuento ahora como él me lo contó. Y de algo todavía más impresionante.
Carlos se acercó a Pato.
─ Capa me dijo con abierta admiración que la Hermana Felicísima, después de los rezos con su comunidad del sanatorio, se presentaba en la sala general, ya con las luces apagadas y los residentes durmiendo. Se detenía ante la mesita de Rogelio, arrimaba una silla al lado de su cama y le rezaba al oido oraciones que él repetía en susurro. Más entrada la noche Capa casi dejaba de respirar para poder oir cómo le hablaba de Jesús y de los Evangelios, o sobre la vida de algún santo, o le tarareaba una canción. En las noches cercanas al dia de su muerte la Hermana Felicísima llegó a estar con el muchacho hasta la una de la madrugada, o más. De repente, apurada, se levantaba, recogía la silla con cuidado de no hacer ruido, le subía el embozo y se marchaba, no sin antes, invariablemente, ponerle su mano en la frente.
─Impresionante, Pato, impresionante.
─Capa me dijo que le daban ganas de gritar de emoción al verla salir sigilosa y oir el frufrú de su hábito al paso apresurado. Sobre todo porque, como bien sabía él, a la mañana siguiente aquella joven monja, a la par que eficiente enfermera, estaría de nuevo en la capilla, puntual a su Misa de siete y acompañando con su voz las antífonas que cantaba la pequeña comunidad.
El relato de Patricio le subió a Carlos el corazón a la garganta y cuando se repuso sólo supo decir:
─ Admirable, Pato. Admirable y... ¡Y celestial! Es demasiado hermoso para hacerlo sólo por humanitarismo. ¡Tiene que ser por Dios!
─Pues, sí, es lo que pienso.
Sonó allá en el edificio el timbre de la hora del almuerzo y se volvieron al sanatorio. Pato pidió a Carlos seguir después del primer silencio, el de la siesta, pues quería seguir hablando y evitar el espacio de cinco dias de otra semana, que "a lo peor se me pasan las ganas de tratarlo contigo."
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Capa y su peculiaridad.
Se habían acomodado en la terraza del cuarto de Pato.
Carlos, sentado, contemplaba el atardecer que ya estaba muy avanzado. Uno de esos atardeceres de agosto que por la suave temperatura anuncian el final del verano. Cielos fulgurantes de luz y color contrastando con la sombra del paisaje serrano y un sobrecogedor silencio que parece reverenciar al sol que acaba de irse.
Pato sacó de una especie de mueble-bar una copa de coñac y hielo, acompañado de almendras y pasas.
─ Si quieres más ─señalando el mueble─ tú mismo.
Se sirvió un vaso de agua y descubrió su tema:
─ A propósito de Capa me he preguntado muchas veces sobre eso de la homosexualidad.
─ ¿Muchas veces…?
─ Sí, claro. Será todo lo tabú que quieras pero está visible.
─ Sí. Yo también me sorprendo de que exista esa gente.
Pato corrigió:
─ Esa pobre gente, para mejor decir.
─ Bueno, también sí… Pero yo no pienso en la desgracia de sus desvíos sino que son a veces muy descarados y, cómo decir, engreídos y buscones…
─ ¿Tú qué crees? ─ preguntó Pato─ ¿Es la homosexualidad una tara de nacimiento o un vicio adquirido?
─ Tengo dudas de que sea una tara de nacimiento. Creo que es más por desórdenes familiares o educativos, o descuido y falta de atención de los padres. También una forma más de narcisísmo, huida de preguntas incontestadas... Doble personalidad... ¡Yo qué sé! Quizás algunas veces sea por un desequilibrio mental. En Capablanco puede que hubiera también algún origen relacionado con la Iglesia... Lo que explicaría su odio a los curas y a la religión.
─ Oye, me asombras con tu desglose. ¡Qué tío! ─Exclamó Pato─ El meollo del asunto es que es tan común como múltiples sus causas.
─ Hombre, a mí no me parece tan común... Es decir, normal.
─ ¡Cuidado! Común no es lo mismo que normal. Aunque apenas conozco uno o dos casos, yo apostaría que todos son de origen familiar. Por cierto ─ Pato se volvió a su silla y tras un instante apuntó: He oido de un colegio de Segunda Enseñanza, de religiosos, de aquí, de Madrid, por la calle de Hortaleza o de Fuencarral, no sé... Del que se han denunciado casos de abusos de algunos curas sobre alumnos casi niños. Eso no es de origen familiar sino de puros hijos de puta.
Carlos no hizo caso al exabrupto y comentó:
─ Puede que, indirectamente, exista ahí también un origen familiar. Las presas de esos degenerados, que manchan la reputación de todo el clero, suelen ser chicos que los padres arrojaron al colegio, o incluso a la calle, por falta de vida familiar ordenada. Y, si se escarba más, hasta la perversión de esos mismos curas tiene un origen familiar, si fueron también arrojados a los seminarios menores para descargarse los padres del coste y el esfuerzo de criarlos y educarlos. De lo que no solo son víctimas los interesados sino la Iglesia entera que alberga en sus filas curas forzados por la circunstancias, desconocedores de las delicias de la vida y de los mil caminos que en ella se ofrecen para agradar a Dios.
─ Sí, sí. Duro debe de ser eso de ser cura.
─ Por eso su vocación se oculta, en bastantes casos, como un oficio cómodo, de poco esfuerzo. Y de gran prestigio, si el medio social es cristiano... Pero, casi siempre y por no quitar el casi, de vida vacía y sin el calor religioso que no pueden traer de familia.
Honradamente apoyó Pato:
─ Cierto, muy cierto. Oye, en realidad yo no quería hablar de chicos ni de curas o colegios. Perdona, ya sé que yo lo inicié pero lo que quería decirte es otra cosa. Lo que más me desconcierta es que haya hombres como Capa, cultos y educados... ¡y con esas inclinaciones! No entiendo el desvío radical de la personalidad hacia algo tan antinatural como la homosexualidad. Y, fíjate en esto, Capa decía que Alejandro Magno tenía un "batallón de enamorados", soldados todos homosexuales que eran muy temidos en las batallas.
─ Claro, hombre, si los romanos llamaban a la homosexualidad el vicio griego... Quizás para descargarlo de la inevitable repugnancia.
─ Espera, espera. Y también me dijo que en los Evangelios se alude a los homosexuales entre los discípulos de Jesús. Y que, incluso, Él mismo era homosexual, o comprensivo con la homosexualidad.
A la cara de asombro de Carlos, Pato opuso un gesto retador.
─ Curioso teólogo, Capa, ¿éh? ¿Qué piensas?
─ En verdad, desmenuzar eso de la homosexualidad me produce una sensación como la de resbalar sobre mierda. Pero, tal vez algo pueda discutir sobre ella, partiendo, desde luego, de que sé que no pretendes vendérmela.
Pato corrigió con aplomo:
─ Es un asunto tan importante que puede tomarse a broma.
─ Y que debe examinarse con frialdad y realismo- subrayó enseguida Carlos.
Pato miró el reloj y se sentó en la silla de ruedas .
─ Tengo que irme a cenar.
Carlos se levantó:
─ Y yo, con mis tíos.
─ ¿Seguimos el sábado...?
─ Hasta entonces, pues.
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------ CONTINUARÁ ----- : II- La otra cara de la Luna