"La fe que nos convoca en este Adviento invoca la habilidad más difícil de lograr: la humildad" Peregrinos en tierra extraña
"El Adviento, periodo en el que los católicos aliñamos el alma para la llegada del Niño Dios, incita a perfilar algunas reflexiones sobre nuestro estatuto existencial"
"El mayor riesgo es la protervia, el endiosamiento. Esa torpeza conduce a la cerrazón ante la transcendencia… Muchos como Harari, Voltaire o Engels esperan la salvación de sí mismos"
"La fe que nos convoca en este Adviento es más que la ejecución de un sistema de prácticas. Presenta, en esencia, la colosal aventura de trascender lo ramplón y alcanzar el edén"
"Para que así sea, resulta indispensable la fuga radical de las realidades groseras"
"La fe que nos convoca en este Adviento es más que la ejecución de un sistema de prácticas. Presenta, en esencia, la colosal aventura de trascender lo ramplón y alcanzar el edén"
"Para que así sea, resulta indispensable la fuga radical de las realidades groseras"
El Adviento, periodo en el que los católicos aliñamos el alma para la llegada del Niño Dios, incita a perfilar algunas reflexiones sobre nuestro estatuto existencial. Somos peregrinos en tierra extraña, románticos de un mundo mejor. Anhelamos carearnos con el Creador, obviando titubeos y con la ilusión de un deleite imperecedero.
Xavier Zubiri propuso con acierto que el fundamento de nuestra existencia se halla indestructiblemente religado a Dios. Cada uno de nosotros nos conocemos implantados en una existencia que hemos recibido y en la que nos apoyamos para desarrollarnos en plenitud. Nada indica que el camino sea andadero. Todos debemos hornaguear para ingresar en el paraíso.
El hombre se enfrenta a continuar forjándose. Consistimos en un puzzle por montar. Disponemos de las piezas, pero hay que encajarlas. Somos lo que no somos; somos lo que aspiramos llegar a ser. Permanecemos en camino hasta que accedamos al juicio particular.
El mayor riesgo es la protervia, el endiosamiento. Esa torpeza conduce a la cerrazón ante la transcendencia. El ateísmo es la deslavazada alternativa de percibirse como incomunicado con la divinidad. Algunos desarrollan una desproporcionada suficiencia que les inclina a considerarse oriundos del triunfo, sobrados de fuerzas. Solo un espíritu clarividente, sensato, persevera sabia y tenazmente amarrado en medio del peliagudo emborronamiento de quienes se imaginan autores de sus propias cúspides.
Quien nos regala la existencia nos hace ser libres, proporcionándonos el poder para actuar, en la peor de las incongruencias, contra nosotros y contra Él mismo. El giro cartesiano, del que traté con detalle en mi investigación sobre el concepto de causa sui (Semsa, 1990), obstaculizó la general adhesión al conocimiento, a la admiración de lo real. Descartes espoleó hacia una decisión autónoma, desnortada, ausente de anclajes firmes.
Dios no es negación, sino fundamentación. ¡Hace viable existir! El ateísmo no niega al Ser Supremo, sino que pretende desbancarlo de su solio. Los incrédulos soslayan que el hombre no tiene religión, sino que su propia existencia, velis nolis, consiste específicamente en tenerla. Como se ha expresado de múltiples formas: quien no cree en Dios no es para creer en nada, sino para creer en cualquier cosa.
De ese vano empeño surgen constructos tan tristemente distintivos como el de Yuval Noah Harari. Diseña un modelo explicativo para argumentar su actuación. Lo detallo de forma suficiente en “2000 años liderando equipos” (Kolima, 2020). Algunos creen en la tecnología para no creer en Dios. ¡Cuántas veces explicitó su unilateral configuración un conocido paracientífico español de fama mediática! En numerosos foros en los que ambos participamos insistía en que él no moriría y que su presencia allí lo manifestaba empíricamente. Valía como reclamo marketiniano, pero no como reflexión ontológica. Hace tiempo, como no podía ser menos, abandonó el planeta. Muchos como Harari, Voltaire o Engels esperan la salvación de sí mismos.
Desde el punto de vista experiencial, fue lamentable el paradigma del arzobispo de París, Jean-Baptiste Joseph Gobel, quien obnubilado por al progresismo, rechazó el sacerdocio y abandonó la fe durante la revolución francesa. Poco después de haber adorado a la diosa Razón en Notre-Dame, Robespierre le condenó por el delito de incredulidad. ¡El melifluo y mefistofélico exarzobispo devenido jacobino fue guillotinado por ateo!
La vida es una cordada hacia una cumbre, no un indolente sestear junto a una estufa. Karl Barth se pasó de frenada. Propuso que la fe no precisa de apoyo de la razón. Según él, si así hiciese, la traicionaría. Propuso avanzar por las inseguras trochas de un sentimentalismo ayuno de substancia gris. La fe sería pura contradicción que no estamos en condiciones de cimentar. Se equivocó y condujo por esa senda a muchos. Olvidó que -como enseñaba Boecio- la persona es naturae completae individua substantia (substancia individual de naturaleza racional) y que la creación es emanatio totius esse a Deo. La realidad se opone, ante todo, a la nada.
Lo mejor del futuro no llegará a través de quienes se contemplan a sí mismos y se juzgan como la medida infalible de la realidad. Desembarcará gracias a quienes profundizan más que los otros, porque se esfuerzan más y su brega suministra un enfoque más dilatado. Superar las reticencias con arrestos personales desbroza la avenida hacia la felicidad
Ludwig Wittgenstein, inmerso en insondables contradicciones vitales e intelectuales, lució limitantes restricciones investigadoras al concluir su Tractatus logico-philosophicus con el apotegma: “sobre lo que no se puede hablar hay que callar”. Desconocía que el ser humano trasciende la lógica formal. La persona habla de lo inexpresable para tratar de sí misma. La criatura trasciende a su corporeidad.
Dios no es un límite extrínseco a la libertad, sino que la funda. La esencia de la existencia de la persona, repito, consiste en fraguarse libremente. Sin religión, la libertad declararía impotencia, radical desesperación y máximo desvarío. Basta mirar en rededor y verificarlo.
Positivizar obsesivamente la reflexión impide preguntarse por Dios, por el hombre y por la realidad en su conjunto. Quienes se desploman en la trampa del empirismo lidian con el desconcierto por su ausencia de sentido común.
ParaMarx, La realidad es exclusiva mutación y la tarea del ser humano es introducirse en ese proceso e imponer autónomamente la verdad. Ésta deja de ser para sus seguidores la medida del ser humano y se transforma en un producto -antes lo he denominado constructo- instituido por él. La especulación se transfigura en doctrina del partido, del grupúsculo sectario, que impone una reglamentación exótica. La verdad ni se respeta, ni se contempla, ni se admira; se erige una presunta sin otro criterio que un egoísta provecho. Solo así se entiende que a mentir se le pueda calificar como cambio de opinión. El felón se arrastra por su propia inmundicia.
La fe que nos convoca en este Adviento es más que la ejecución de un sistema de prácticas. Presenta, en esencia, la colosal aventura de trascender lo ramplón y alcanzar el edén. Lograr, en fin, que el alma esté sana, que vislumbre, que aviste. Resulta ineluctable que el atalaje no pese demasiado. Hemos de desamortizarnos de bajezas y confesar que somos siervos de un compasivo y magnánimo Superior que nos satisfará con sus favores
Para que así sea, resulta indispensable la fuga radical de las realidades groseras. Solo de esa manera volaremos de las tinieblas a la luz. Únicamente así dispondremos de ojos rectos y vigorosos, ajenos a la miopía y a la presbicia, que divisen de hito en hito, sin guiñadas, el fulgor del Creador.
Para facilitar ese desafío, el Dios ipsum esse subsistens (el ser subsistente por sí mismo), se nos presenta en forma de Niño recién nacido en una destartalada covacha. Invocaasíla habilidad más difícil de lograr: la humildad.
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