Décimo aniversario de la muerte de una pionera indiscutible del periodismo religioso Roser Bofill, teóloga
Para Roser, como para tantos otros católicos, la etapa del Vaticano II fue una época memorable en la que todo parecía posible. Estaba viviendo lo que, con el correr de los años, definiría como "el tiempo de las buenas noticias"
Roser aprendió a pensar por si misma y a trasmitir con sinceridad sus opiniones, desde la firmeza, pero sin sentar catedra, explicando las grandes cuestiones de la vida creyente con un lenguaje accesible para todo el mundo
| Francisco Martínez Hoyos
Las palabras tienen un significado amplio y otro restringido. Según con quién hablemos, un teólogo es un profesional que reflexiona sobre la religión con las herramientas de una disciplina académica. En otro sentido, sin embargo, el término puede designar a todo aquel que reflexiona sobre su fe. Este es el caso de Roser Bofill (1931-2011), directora de las revistas El Ciervo y Foc Nou, pionera indiscutible del periodismo religioso en Cataluña.
Hija de una familia burguesa y conservadora, Roser recibió una educación católica tradicional con la insistencia en el sexto mandamiento propia de la España de los años cuarenta. Joven inquieta, con un punto rebelde y llena de sensibilidad hacia los más pobres, trabajó como asistente social en los suburbios de Barcelona, con sus casas mal hechas y su olor a petróleo. Allí conoció, de frente y sin paliativos, lo que significaba la miseria.
Pero su carrera profesional no iba a discurrir por este camino sino en el mundo del periodismo. En concreto, dentro de El Ciervo, una revista que había surgido en 1951 para dar voz a unos jóvenes que pretendían cambiar el mundo con las armas de las buenas maneras y el buen humor. Querían, sobre todo, hacer pensar, no imponer una determinada línea de pensamiento que habría sido incompatible con una inequívoca vocación pluralista.
Poco después de incorporarse a la redacción, donde era la única mujer, Bofill empezó a salir con uno de los fundadores, Lorenzo Gomis. A riesgo de parecer cursi, confieso que me gusta imaginar su romance y su boda en la gran pantalla, a ser posible con la interpretación de dos actores del estilo de Tom Hanks y Meg Ryan: dos personajes inteligentes, llenos de encanto, desprendiendo honestidad y buenos sentimientos.
Para Roser, como para tantos otros católicos —incluido su marido, claro está—, la etapa del Vaticano II fue una época memorable en la que todo parecía posible. Estaba viviendo lo que, con el correr de los años, definiría como el tiempo de las buenas noticias. Después, por desgracia, la burbuja se deshinchó y con el postconcilio llegaron las decepciones. Muchos católicos abandonaron entonces la fe. Roser no, por razones que están muy bien explicadas en su libro Creo, ayuda mi poca fe (1976), un título incluido en la colección “El credo que ha dado sentido a mi vida”. Como dijo el Padre Llanos en el prólogo, los lectores podían conocer, por fin, a una voz femenina después de tantas aportaciones en masculino.
Una Iglesia respetuosa con su diversidad
Hay una cierta literatura de cristianos progresistas que resulta un tanto desconcertante. Los autores critican con tal dureza la Iglesia que llaman “oficial” que uno no llega a entender por qué, si les parece tan anticuada y tiránica, siguen aún en ella. No es este nuestro caso. Roser era, por supuesto, una creyente crítica con las tendencias más autoritarias del catolicismo. La suya era una Iglesia respetuosa con su propia diversidad, en la que los dogmas se reducían a muy pocas verdades. Lo bueno es que nada de esto le impide reconocer la importancia que tuvo en su vida pertenecer una comunidad de fe que le transmitió el legado del Evangelio. Así, las mismas monjas que, en el colegio, transmitían valores clasistas, son las que le enseñaron a relacionarse con un Dios próximo. La realidad suele ser siempre así: ni por completo negra ni del todo blanca.
En ocasiones, liberarse de un catecismo significa adoptar otro de signo contrario. Roser no hizo esto sino que aprendió a pensar por si misma y a trasmitir con sinceridad sus opiniones, desde la firmeza pero sin sentar cátedra. Sabía encontrar un punto de equilibrio en el que aprovechar todo lo que tuviera valor, viniera de donde viniera. Así, cuando estaba de moda denigrar la oración de petición como una forma de religiosidad egoísta, ella rompió una lanza a su favor. No aprobaba confundir el rezo con una carta a los Reyes Magos, pero, si Dios es nuestro amigo… ¿por qué no solicitar su ayuda tal como haríamos con una persona cercana? En este tema, como en tantos otros, la naturalidad nos aporta la mejor guía.
Con toda la razón, Roser nos recordaba que muchas costumbres, producto de circunstancias históricas determinadas, pueden cambiarse llegado el momento sin tocar el núcleo duro de la fe.
A su labor en El Ciervo tuvo que unir la dirección de la revista hermana, Foc Nou, escrita en catalán. Se implicó, mientras tanto, en la renovación eclesial a través de entidades como Cristianisme al Segle XXI o Col.lectiu de Dones en l’Església. La jerarquía, como suele suceder, asistía a los vientos de cambio con alarmismo creciente. Cuando se celebró el congreso “Cristianisme, Església i societat al segle XXI”, los obispos desaconsejaron la asistencia como si los organizadores fueran radicales peligrosos. Pronto se demostró que eran gente sensata y muy preparada. La intervención episcopal, eso sí, resultó mano de santo en por su efecto propagandístico, al impulsar a apuntarse a muchas más personas de las previstas. La sala estaba preparada para 850 personas y había una lista con 1.450.
En su último libro, Quédate con nosotros (2001), Roser volvió a explicar las grandes cuestiones de la vida creyente con un lenguaje accesible para todo el mundo, siempre desde una vivencia en la que la fe y la vida formaban una unión indisoluble. No había olvidado la célebre máxima de Mounier: “el acontecimiento será tu maestro interior”.
Esta vez no nos habla una mujer de cuarenta y pocos años sino otra que ya ha experimentado por sí misma la vejez, con sus inconvenientes pero también con el plus de serenidad que le aportaba el paso del tiempo. Como siempre, sabe poner los puntos sobre las íes con energía pero sin estridencia, aclarando por el camino malentendidos. ¿Están los católicos para servir a la Iglesia? No. Sirven a Jesucristo. La estructura eclesial debe ser un medio, no un fin. ¿Debe continuar un sistema en el que los hombres ostentan todo el poder? Tampoco. Jesucristo escogió a doce apóstoles varones, pero este argumento resulta del todo insuficiente. Nosotros podríamos añadir que Jesús tampoco aparece en el Nuevo Testamento celebrando su cumpleaños o escuchando música. A nadie se le ocurre, por ello, sugerir que estas actividades estén prohibidas para un cristiano. Con toda la razón, Roser nos recordaba que muchas costumbres, producto de circunstancias históricas determinadas, pueden cambiarse llegado el momento sin tocar el núcleo duro de la fe.