Alba Sanz -alta, morena, callada, mirada lánguida, soñadora y triste-, iba a ser expulsada del colegio María Auxiliadora de Albera. La madre superiora, sor Amparo, estaba decidida: Alba faltaba demasiado a clase y ni siquiera hacía los exámenes. Para las hermanas, era una chica caprichosa y juerguista, que siempre andaba en la calle de fiesta.
Sin embargo,
sor Consuelo decidió investigar.
Como Alba no asistía al aula, la monja buscó la dirección de la muchacha y fue a su casa. No había nadie. Según los vecinos, estaban en el hospital.
Sor Consuelo localizó a Alba Sanz en la unidad de psiquiatría, en una de las habitaciones para pacientes con
alcoholismo severo.
Alba acompañaba a un hombre escuálido que yacía en la cama. Sor Consuelo se acercó con silencioso cuidado y le dijo:
-Ánimo. A partir de ahora vendré todos los días a echarte una mano. Y cuando todo mejore, te estamos esperando en el centro.
La chica
sonrió por primera vez en mucho tiempo.