El perrillo caminaba con lento esfuerzo sobre sus patas delanteras, dado que había perdido toda la sensibilidad en las traseras, que arrastraba muertas como podía. En la
carretera nocturna no cesaban de pasar veloces coches, cada cual a sus tareas importantes.
Sin detenerse, unos chicos se carcajearon por las ventanillas de su auto del perro herido y le arrojaron latas de cerveza vacías.
Haciendo un esfuerzo descomunal, el perrillo alcanzó el arcén por instinto, dispuesto a morir allí al menos en paz.
Poco después, como por milagro, un viejo furgón se detuvo también en el arcén. De él bajó
una monjita ya mayor pero ágil, que cogió al perrito con cuidado (sin poder evitarle multitud de quejidos) y lo subió a la furgoneta.
El vehículo dejó la autovía nocturna. Al día siguiente, en cuanto abrieron las tiendas, la monjita llevó al mejor veterinario de Albera al perrillo agonizante.
El veterinario no quiso darle a la buena monjita falsas esperanzas, pero meses después, tras varias operaciones, el perrillo sobrevivió e incluso
volvió a andar.