¿Quién es trigo limpio? El perdón es la actitud de los fuertes
El perdón no debe confundirse con la injusticia.
El Pueblo de Dios había establecido una ley de compensación como posible solución a una venganza desmedida. El Talmud decía: “Haz a los otros lo mismo que te hagan a ti.” Esta ley judía fue incorporada después al Derecho Romano con el nombre de la ley del Talión. Pretendía establecer la justicia y la moderación. Aparece esta ley en el libro del Levítico y del Exodo: "Fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente" (Lv 24,20). "Vida por vida, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal" (Ex 21,24).
Fue entonces una ley progresista que llegó a impedir los excesos de una venganza que en ocasiones no tenía límite.
En el AT se manda expresamente amar al prójimo y odiar al enemigo. Pero Jesús inaugura un tiempo nuevo: El amor será ahora la máxima expresión de la fe y de la entrega. Vuestro Padre, nos dice, hace salir el sol y manda la lluvia para justos e injustos. Y, si Dios es así, nosotros no podemos ser de otra manera. Por eso afirma: “Amad a vuestros enemigos y haced bien a quienes os odian.”
Hablar del amor y del perdón a los enemigos, a los terroristas, a los envidiosos, a los que nos hacen daño, resulta muy complejo y extraño. Con frecuencia decimos perdono pero no olvido. ¿Cómo perdonar a un sangriento asesino que además se ríe de sus víctimas?
El perdón no debe confundirse con la injusticia. El que hace un delito debe pagarlo y enfrentarse a sus penas. No pude irse de “rositas y salir beneficiado de su delito.
Perdonar significa estar dispuestos a superar esa cadena de odio y de venganza que todo lo corrompe.
Significa ofrecer una nueva oportunidad a los que desean de verdad arrepentirse y comenzar de nuevo.
Significa renunciar a la venganza y evitar echar leña al fuego de la discordia y el desamor.
Perdonar es querer mantenerse al margen de los odios y venganzas, convencidos de que todos necesitamos ser perdonados por algo. “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”
Lo hemos aprendido del mismo Jesús que en lo alto de la cruz perdona a sus verdugos: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”
Aquí está la gran novedad del Evangelio; “Si amáis a los que os aman ¿qué mérito tenéis? Eso lo hacen también los paganos.”
“No juzguéis, se nos dice también y no seréis juzgados. ¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no ves la vida que hay en el tuyo?
Todos tenemos mucho de que arrepentirnos. Por eso no debemos convertirnos en jueces de nadie. Sólo Dios tiene poder para juzgar.
Con frecuencia clasificamos a los demás, los condenamos, los excluimos, los calificamos… sin percatarnos de que nosotros no somos trigo limpio.
El Evangelio siempre nos invita a la humildad; a no pretender querer ser como Dios; a apostar por ese otro mundo donde abunde la bondad, la paz y la justicia.
Sólo desde el perdón podemos empezar a construir los cimientos de un mundo donde habite la esperanza. Y los cristianos queremos ser levadura de eso.
En una narración de los Padres del desierto se lee que un monje anciano, juzgó severamente a un joven que había pecado, y dijo públicamente: “¡Cuánto daño ha hecho al monasterio!” Esa noche un ángel le manifestó el alma del hermano, que había pecado, y le dijo: “Este es el joven que tú has juzgado; ha muerto. ¿Dónde quieres que lo mande al paraíso o al infierno?” El anciano pasó el resto de su vida con gemidos y súplicas a Dios pidiendo perdón de su pecado.
El amor cristiano quiere ser un amor maduro; un amor pleno, un amor que se llena de detalles y de preocupaciones por los otros. El amor cristiano no juzga, comprende; el amor cristiano no condena, perdona; el amor cristiano no cobra el favor es pura gratuidad; el amor cristiano es como el de Cristo se entrega.
Lope de Vega, en el siglo XVI, escribe uno de los más hermosos poemas de perdón.
No se explica cómo siendo e poeta tan pecador Dios puede estar dispuesto a perdonarle siempre. Se imagina encerrado en una casa bien caliente, en pleno invierno. Cristo llega descalzo entre la nieve y llama a su puerta. Quiere entrar para regalarle su perdón pero él se niega a abrir la puerta.
¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,
que a mi puerta, cubierto de rocío,
pasas las noches del invierno a oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí!; ¡qué extraño desvarío,
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
Cuantas veces el ángel me decía:
"Alma, asómate ahora a la ventana,
verás con cuanto amor llamar porfía"
¡Y cuántas, hermosura soberana:
"Mañana le abriremos", respondía,
para lo mismo responder mañana!
Etiquetas