La cabeza de Colón
El agua pasada no era necesariamente transparente, pero quién no se inclinaba a beber de ella. Ayer fuimos todos un poco más bárbaros. Yo no cortaría hoy tantas cabezas siquiera petrificadas.
Quien esté libre de pecado, no lea estas letras. Si juzgamos el pasado, no conviene abstraernos de los condicionamientos del momento. Será necesario considerar las coordenadas culturales del ayer antes del mazazo que dictamina severo. Winston Churchil permanece encerrado dentro de una jaula con seria amenaza de claustrofobia. Mientras tanto los Colones de piedra son apeados y decapitados. Podemos criticar el pasado cuando la violación de los derechos humanos fue flagrante, pero deberemos ser más reservados cuando los actores principales actuaron en consonancia con el inconsciente colectivo del momento.
Las esculturas de piedra de nuestras ciudades no son mobiliario imprescindible, pero representan espejo en el que leernos, no necesariamente en el que morirnos de la vergüenza. Lo más importante es la determinación del presente para alcanzar superiores niveles de civilización. Estamos en camino y aún debemos cobrar más distancia de la cueva y su código poco refinado. En lo que a la historia humana se refiere es más cauto remitirnos a la observación y no incursionar tan ligeramente en el juicio. La contemplación serena del pasado es imprescindible para obtener de él las lecciones hoy tan necesarias, pero en esa contemplación desapegada conviene democratizar los errores.
No conviene tampoco escribir la historia en blanco o en negro. Mínima objetividad urge de gamas. Churchill arremetió contra el “mequetrefe en pañales” cuando Ghandi se decidió a acabar con la dominación inglesa en la India, pero a la vez supo levantar a todo un pueblo en la lucha contra el nazismo. Colón se embarcó en una arriesgada aventura sin saber si volvería y no desenvainó espada en atropello de indígenas al otro lado de las aguas. El célebre navegante no merecerá altares, pero tampoco estuvo comprometido en masacres. Descubrió y dio cuenta. La barbarie de después lleva seguramente muchos de nuestros apellidos.
No tiene mérito rodar hoy la cabeza de Colón por el asfalto. Prima más bien reconciliarnos con nuestra propia historia antes que confrontarla. La historia somos nosotros y los ángeles sólo sobrevolaron sobre ella. Si la perspectiva no se impone, puede venir la ceguera. Desde nuestro presente de cierto progreso de la conciencia humana no se puede dictaminar implacable sobre los protagonistas de nuestro pasado.
Hay que ponerse las gafas del momento so pena de cometer una nueva injusticia. Otra cosa es la villanía, la abyección. Otra cuestión son los que entraron a sangre y fuego en la selva desconocida del continente recién hallado. Otro tema son los bárbaros negreros que transgredieron la más elemental ética de todos los tiempos, los que arrancaron a hombres y mujeres de sus hogares en el corazón de África para venderlos como esclavos y aumentar su delictiva fortuna. Ellos no merecen estatua, pero no olvidemos que ningún mercader sin escrúpulos actúo en soledad. Hacían falta barcos y por consiguiente capitanes y marineros. Hacían falta armas y por lo tanto herreros y mercaderes. Hacían falta leyes y ello requería a su vez políticos y legisladores…
Estamos caminando, abandonando para siempre la explotación del humano por el humano, haciendo poco a poco realidad el otro mundo posible fundamentado en el superior principio de fraternidad humana. En ese noble afán poco ayuda mirar hacia nuestro propio pasado con falta de comprensión y exceso de rabia. Hurgando y hurgando podríamos además tropezar con nuestra propia responsabilidad en el atropello.