(Jeremías 17,5-10; Salmo 1; Lucas16, 19-31)
“Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor. Será como cardo en la estepa, que nunca recibe la lluvia; habitará en un árido desierto, tierra salobre e inhóspita. Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que alarga a la corriente sus raíces; no teme la llegada del estío, su follaje siempre está verde; en año de sequía no se inquieta, ni dejará por eso de dar fruto. Nada hay más falso y enfermo que el corazón: ¿quién lo conoce?” (Jer 17,5-9).
La Cuaresma llama a la reconciliación, a la purificación interior, a drenar todo egoísmo por confiar en la misericordia divina y no tanto por un ascetismo inculpatorio. A medida que pasan los años, se conoce lo que ensancha el corazón y lo que lo oprime, la felicidad que da la generosidad y la tristeza que presta el egoísmo.
Jesús, maestro de sabiduría, enseña: “Haceos tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que los roen, ni ladrones que abren boquetes y roban. Porque donde está tu tesoro, allí estará tu corazón” (Mt 6,20-21). «Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, en quien me complazco. Sobre él pondré mi espíritu para que anuncie el derecho a las naciones. No porfiará, no gritará, nadie escuchará su voz por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará, hasta llevar el derecho a la victoria; en su nombre esperarán las naciones»” (Mt 12,18-20).
“No confiéis en los príncipes, seres de polvo que no pueden salvar; exhalan el espíritu y vuelven al polvo, ese día perecen sus planes” (Sal 145,3-4).