(Jeremías 7, 23-28; Salmo94; Lucas 11,14-23)
“Esta fue la orden que les di: ‘Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo. Seguid el camino que os señalo, y todo os irá bien’. Pero no escucharon ni hicieron caso. Al contrario, caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado corazón. Me dieron la espalda y no la cara” (Jer 7,23-24).
La fe entra por el oído del corazón (Dt 5,1). San Benito lo atestigua en el prólogo de su Regla: “Escucha, hijo, los preceptos del maestro y préstales el oído de tu corazón”. “Ojalá escuchéis hoy su voz: «No endurezcáis el corazón” (Sal 94,8-9). Es una llamada, no solo para percibir los mandamientos, sino también para escuchar la declaración de amor de Dios: “Escucha, hija, mira: inclina el oído, | olvida tu pueblo y la casa paterna; prendado está el rey de tu belleza: | póstrate ante él, que él es tu señor” (Sal 44,11-12).
Jesús hace oír a los sordos y hablar a los mudos (Mc 7,37). El Nazareno no solo abre los oídos como señal de su poder, sino que llama a escuchar su enseñanza: “Lo sembrado en tierra buena significa el que escucha la palabra y la entiende; ese da fruto y produce ciento o sesenta o treinta por uno» (Mt 13, 20-23).
«Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo» (Mt 17,4-5).