“Queridos hermanos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie lo ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu” (1Jn 4, 11-13)
El Credo de Nicea confiesa: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria, y que habló por los profetas”.
En las promesas bautismales, confesamos: “¿Creéis en el Espíritu Santo, en la santa Iglesia católica, en la comunión de los santos, en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna? La respuesta del creyente es: “Sí, creo”.
Gracias al Espíritu Santo recibimos el don de la Fe, que nos concede sabernos habitados por Dios, templos de su Espíritu, quien ora en nosotros, en lo más íntimo de nuestro propio interior, y viene en ayuda de nuestra debilidad. El creyente se sabe acompañado, habitado por el Huésped divino, el Abogado y Consolador que es el Espíritu Santo.
Invoca al Espíritu Santo